Mónica ha terminado llorando, ha inclinado la frente, se ha cubierto el rostro con las manos, y permanece inmóvil, dejando resbalar aquel llanto que produce en Renato inquietud y tortura...
—¿Por qué lloras Mónica? ¿Por quién lloras? ¡Dime por quién son esas lágrimas!
—¿Qué más te da? ¿No estamos listos para partir ya? ¡Pues, partamos!
—Como mandes. Solamente estaba esperando el parte de la Capitanía del Puerto. Se ha mandado hacer una investigación sobre la suerte del guardacostas...
—¿Qué quiere decir? ¿El barco en que llevaron a Juan no ha llegado aún a la Martinica?
—Hace una hora no había llegado. Pero no hay motivo mayor para alarmarse. Ese, y todos los barcos que estaban en la ruta del Sur, se desviaron por el temporal. Ya irán apareciendo, ya aparecerá el Galión...
—¡Si es que no ha naufragado! —augura Mónica con exaltación y angustia—. Si algo le ha ocurrido a Juan en ese maldito guardacostas, si ha perdido ahí la vida, ¡no podría perdonar jamás a los culpables!
—Confío en que no haya sido la cosa tan grave, al menos para librarme de la amenaza de que no me perdones jamás —comenta Renato con forzada calma. Y cambiando de pronto, exclama—: ¡Oh! Creo que está ahí la chalupa con los panes...
Ha ido hacia la borda, y Mónica tras él, tensa y desesperada. Pero el rápido paso de Renato se adelanta. Un momento habla con el marinero que acaba de trepar la escala del
Luzbel,de
—Tu Juan del Diablo está a salvo. Este es un despacho cablegráfico del Teniente Britton, que fue el encargado de apresar a Juan y de llevarlo custodiado hasta entregarlo a las autoridades de la Martinica...
—¿Qué dice? ¿Qué dice ese despacho?
—"Galiónllegó a Saint-Pierre tras capear temporal en Granaditas. Capitán herido y cinco bajas tripulantes. Salvó situación, pericia Juan del Diablo. Ruego pedir sean tenidos en cuenta servicios especiales". Y firma Charles Britton, Teniente de Regulares Coloniales Británicos en la Isla de la Dominica. —Renato ha leído el despacho y luego, con suave ironía, comenta—: Un largo cablegrama y una buena noticia para ti, ¿verdad?
—¿No lo es para ti? ¿Acaso deseabas que Juan...?
—No, Mónica —asegura Renato noblemente—. Contra todo cuanto he deseado, Juan es mi enemigo, más enemigo a cada instante, pero no deseo para él una desgracia. No puedo desearla, porque lo más amargo de todo esto es que nunca se aborrece por completo a un hermano. No podemos abominar de nuestra propia sangre, sin abominarnos nosotros mismos un poco, y sin sentir también el dolor que causamos... —Hace una pausa, y reponiéndose ofrece—: Y ahora sí, voy a cumplir tu deseo y a dar las órdenes para zarpar...
—¿Cómo? ¿Usted? ¿Sola?
—Sí, Gobernador, totalmente sola. Mi pobre suegra está extenuada...
—Recibí unas líneas de ella, rogándome...
—Una audiencia más. Pero tardó usted tanto en responder. Ella estaba rendida... Logré que descansara, y tomé su lugar. Supongo que para usted es igual. —Suave, comedida, una gentil sonrisa en los frescos labios, responde Aimée a las inquietas preguntas del gobernador de la Martinica, volviéndose luego hacia su única acompañante—: Aguárdame aquí, Ana. Seguramente el señor Gobernador me hará pasar a su despacho para que hablemos un poco más...
El viejo gobernador ha vacilado. Son más de las siete de la noche, y un silencioso criado negro ha encendido las grandes lámparas del despacho, a cuya luz dorada, Aimée de Molnar parece más bella que nunca. Sin esperar otra invitación, cruza por la puerta entornada, dejando al otro lado a la oscura doncella acompañante.
—Realmente, mi joven señora, mucho me temo que hayamos agotado el tema esta mañana —intenta disculparse el gobernador, algo turbado—. Hablé a doña Sofía con absoluta sinceridad, puse las cartas boca arriba, pero este asunto va complicándose más y más hasta llegar a ser desesperante. Además, todo parece ponerse de acuerdo para darle un tono espectacular...
—Entonces, ¿es verdad lo que cuentan? ¿Se portó Juan heroicamente? ¿Salvó el barco?
—Si hemos de creer a Charles Britton, habría para condecorar al tal Juan del Diablo.
—¿Y por que no hemos de creerlo?
—No compagina esa actitud con los cargos que se le hacen, pero basta un poco de fantasía para que la imaginación popular se desborde y la opinión pública comience a voltearse en contra nuestra, especialmente en contra de Renato y de su hermana de usted.
—Pero el nombre de Mónica no figura en ese proceso para nada...
—¿Quién ignora que es ella la clave de todo este enredo? Jueces y testigos están deseando tirar de la manta. Por algo no quería yo hacer caso de las acusaciones, por algo me resistí tanto al empeño de Renato D'Autremont. Pero éste puso las cosas en un terreno que no pude negarme, y ahora... ¡Ahora vaya usted a saber hasta dónde llegará el fango!
—¿Y si yo le pidiera a usted un enorme favor personal?
—Estoy a su disposición, pero le suplico...
—Quisiera hablar a solas con Juan del Diablo. Desde luego, una entrevista absolutamente privada. ¿Por qué no me da la oportunidad?
—¿A usted? ¿A usted, precisamente? ¿No sería encender las habladurías todavía más?
—Pero sí no se entera nadie...
—Esas cosas, por mucho que quieran ocultarse... Una mujer como usted no pasa inadvertida...
—Puedo cambiar de ropa con mi doncella, aprovechar la oscuridad de la noche, taparme totalmente la cara con este chal. Yo me encargo de hacer las cosas con una discreción absoluta. Si usted me da el salvoconducto, corre de mi cuenta todo lo demás. Nadie sabrá nada. Quedará entre usted y yo, y los dos sabemos callar. —Se ha acercado a él sonriente, insinuante, envolviéndole en la vaharada de perfumes que su persona exhala, y sonríe viendo temblar las manos arrugadas—. Se lo agradeceré toda la vida, Gobernador. Estoy absolutamente segura de conseguir que las cosas cambien. Un salvoconducto, cuatro líneas suyas firmadas con su sello, y...
—Está bien. Aguarde...
El gobernador ha firmado. Todavía vacilante mira a Aimée, que sonríe triunfadora, arrebatándole casi el papel de su mano.
—Saint-Pierre... Saint-Pierre, ¿verdad?
—Sí, Mónica, estamos llegando. Pero si aún tengo derecho a darte un buen consejo, si aun puedo suplicarte algo, te ruego, te pido que sigas camino para Campo Real... Tu madre te aguarda allá... Tu hermana quedó muy angustiada... mi propia madre...
Tomando las manos de Mónica, como en un repentino arranque, ha hablado Renato, y tiembla la súplica en su voz que se quiebra de angustia. Pero Mónica retrocede, esquivando aquellas manos y rechazando con decisión:
—No me moveré de Saint-Pierre; no me alejaré de Juan. Y si hay algo que de veras quieras hacer por mí, si soy yo la que aún puedo rogarte, suplicarte, implorarte algo, es justamente que me ayudes a acercarme a él esta misma noche. Es preciso que yo le vea, que yo le hable, que sepa lo que piensa y lo que siente... Tú puedes hacerlo, para mí es indispensable. ¡Creo que me volvería loca si me lo negaras!
—Está bien, Mónica, cálmate. No necesitas suplicarme de esa manera... Haré lo posible... Creo que, como esposa legal de Juan del Diablo, tienes derecho a llegar hasta él. Y si es preciso, yo mismo he de llevarte. . .
Arrastrando a su doncella, envolviéndose en el amplio chal de seda para ocultar lo más posible su rostro y su talle, baja Aimée a toda prisa las anchas escaleras de la casa de Gobierno hasta salir por aquella puerta lateral, algo disimulada, que esquiva los grupos de curiosos y la vigilancia oficial de la entrada del frente. Allí está parado el coche que la trajera; rápidamente, ama y sirvienta suben a él, y Aimée ordena al cochero: