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—Óyeme, Cirilo. Vas a dar la vuelta muy despacio... Vas a llevarnos al paso por detrás del Hospital y acercarte al Fuerte de San Pedro por el costado. Cuando estemos allí, te diré lo que haces. ¡Anda... arranca...!

—¡Ay, mi ama! —se lamenta la asustada Ana—. Usted como que va a meterse en un lío muy grande...

—Baja las cortinillas y desvístete —recomienda Aimée excitada—. Vamos a cambiarnos de ropa. Dame tu blusa y tu falda. Vas a ponerte mi vestido, y a envolverte en mi chal. Me darás tu pañuelo... ¡No, espera! Con el chal voy a quedarme yo, para taparme la cara si hace falta. Toma este velo...

—¡Ay, mi ama, mi ama...! —se queja Ana—. Usted como que se ha vuelto tarumba con tanto susto...

—¡Haz todo lo que te digo, sin replicar, estúpida! Tenemos los minutos contados... Cuando pasemos junto al Fuerte, voy a bajarme. Al quedarte sola, levantas las cortinas para que te vean... Te tapas bien la cara con el velo, escondes las manos... Mejor todavía, ponte estos guantes. Vas a dar una vuelta por las calles principales: por el Paseo del Puerto, por la Avenida Víctor Hugo... Quiero que te vean muchos y que todos crean que soy yo la que estoy paseando...

—Pero, mi ama...

—Saint-Pierre es una colmena de chismes. No faltarán los comentarios. Todo él mundo conoce los coches de los D'Autremont... Bueno, ya llegamos... Dentro de media hora pasarán a buscarme por este sitio. —Y alzando la voz, representa la comedia—: Cirilo, para un momento. Voy a dejar a Ana haciendo unos encargos... Entérate bien de la dirección de esa modista, Ana. Dentro de media hora volveremos por ti —Ha saltado a tierra, y ordena—: ¡Sigue, Cirilo! Por el centro y sin parar en ninguna parte. Apura un poco a los caballos ahora...

Aimée ha quedado sola juntó a la sombría fortaleza. Nadie se ve a lo largo de la desierta calle. Un centinela hace la guardia junto a las rejas, a la luz temblorosa de un mechero de gas. Ciñendo más el chal a su cabeza y a su cuerpo estatuario, Aimée de Molnar va hacia aquel hombre, al que informa imperiosamente:

—¡Traigo un permiso del señor Gobernador para ver en seguida al detenido Juan del Diablo!

—El Gobernador no está en la ciudad, Mónica. Salió para Fort de France hará una hora escasa, y probablemente permanecerá allí varios días. Acabo de hablar con el secretario.

—¿Y a quién dejó encargado de sus asuntos?

—Por lo visto, a nadie. Sus asuntos marchan solos, y solamente con un permiso firmado por él se puede visitar en la cárcel a un detenido, en vísperas de proceso. Lo siento, Mónica, lo siento con toda mi alma...

—Entonces, ¿quieres decir que te das por vencido?

—No se me ocurre qué puedo hacer... Se me cierran los caminos legales...

—Y tú, naturalmente, no sabes otros. Está bien, Renato. Gradas por todo. Entonces, déjame.

Renato se ha puesto de pie cerrándole el paso, deteniendo su gesto de huida. Están ya en Saint-Pierre, en la antesala de aquella pequeña casa, muy cerca de los muelles, donde por tantos años habitara el notario Pedro Noel. Es allí a donde Renato ha llevado a Mónica buscando para ella un lugar apartado de los hoteles, un sitio familiar donde librarla de la curiosidad que ya rodea su nombre. Por la única ventana abierta penetra el ruido de la pequeña y populosa ciudad, y en la puerta de la vetusta estancia aparece la figura familiar de Pedro Noel, con una expresión de profunda sorpresa en los ojos cansados:

—¡Mónica... Renato...! ¡Pero cuánto honor!

—Perdónenos por haber tomado su casa por asalto, más Mónica pretende un imposible. Su único deseo es ver a Juan esta misma noche, pero el Gobernador ha salido para Fort de France y sólo él puede dar el salvoconducto necesario.

—Perdóneme si me cuesta trabajo comprender lo que usted me dice, Renato.

—No me sorprende su asombro, Noel. Pero esto no es nada... Mónica les reserva a todos grandes sorpresas.

—Ya lo veo. Su actitud es verdaderamente admirable. Creo que puedo ayudarla, hija mía. Quien hizo la ley, hizo la trampa. Yo conseguiré que hable usted esta noche con Juan.

—¡Noel...!

Mónica ha ido hacia el notario, estrechándole las manos, tensa de gratitud el alma, mientras el viejo servidor de los D'Autremont deja desbordarse el torrente de su sinceridad:

—Cuente conmigo para todo. ¡Para todo! También yo, a pesar mío, sufro y tiemblo por la suerte del hombre, como temblé por la del muchacho. También yo pienso que, en el fondo, Juan...

—¡Basta! —ataja Renato con brusquedad—. No necesita usted hacer el panegírico. Con que le cumpla a Mónica la palabra que ha dado, será bastante. Sus declaraciones son absolutamente extemporáneas. Noel...

—Dispénseme, Renato, no siempre puede uno callarse —recuerda Noel con dignidad y haciendo esfuerzos por no perder el gesto ecuánime y afable—. Pero, en fin, dispénseme, y manos a la obra. En la puerta está el coche. Venga usted conmigo, Mónica, habrá que aprovechar la oportunidad en el instante en que se presente...

—Voy yo también —indica Renato.

—No es necesario —rehúsa Mónica.

—Iré aunque no desees mi compañía. No he hecho lo que he hecho para negarte el apoyo en el momento en que más puedas necesitarlo...

—¡No quiero forzar tus sentimientos!

—Tú tienes un plan, y yo otro, Mónica. No estoy estorbando el tuyo, ni estoy cerrándote el paso, como supones. Al contrario, quiero que libremente hagas lo que te dicte tu conciencia... Permíteme a mí satisfacer a la mía en cambio. Si Noel hace el milagro de conseguir la entrada al Fuerte de San Pedro, te dejaré a solas con tu Juan...

—Mi amo... Mi amo... Mire para allá... Al llamado de Colibrí, Juan se ha alzado despacio en el oscuro rincón donde deja su cuerpo reposar. Es una de las enormes galeras semisubterráneas, abiertas en el mismo corazón de las rocas, base y entraña del viejo castillo de San Pedro, una de tantas fortalezas que, como banderas de conquista, clavaron los gobiernos coloniales sobre las islas del Caribe. El techo es muy bajo, las paredes chorrean humedad, pero a través de la larga reja que queda justamente a la altura de la cabeza del muchacho, se ve el piso de granito del ancho patio, el arco de la entrada interior, el farol, y, a su luz vacilante, la silueta de una mujer que parece discutir con el centinela, enseñar una vez más el papel que trae, ceñir luego con más fuerza, al cuerpo estatuario, el chal de seda, y seguir, a una seña del centinela, los pasos del guardián cargado de llaves...

—Es el ama... —señala Colibrí.

—¿Mónica? ¿Mónica aquí?

—Seguro que viene a sacamos, patrón. Ella no quería que los soldados me llevaran... Ella es muy buena...

—¡Calla!

El corazón de Juan ha temblado. Con un esfuerzo de su vista de águila ha podido percibir las cosas más claras a pesar de la oscuridad. La mujer que se acerca, alta, delgada, flexible, de andar sensual, tiene algo en el aire que no concuerda con la falda de colorines, con el típico traje de las mujeres más humildes que parece llevar como un disfraz. Un rayo de insensata esperanza ha bañado su alma... Cada uno de aquellos pasos que siente acercarse, es como un golpe de su corazón, estremeciéndolo, despertándolo, haciéndolo latir de nuevo al influjo caliente de la sangre... Como un lanzazo de oro, con herida luminosa, siente que ama a aquella mujer, que tiembla por ella, que por ella aguarda, que a sí mismo se presenta ya cien explicaciones, cien disculpas... Conteniendo el aliento ve abrirse las rejas, alzarse la mano del carcelero para poner un hachón encendido en el garfio de la entrada, y retroceder, dando paso a la mujer que se acerca a la luz rojiza y humeante de aquella iluminación primitiva...

—¡Juan... mi Juan...!

Aimée se ha arrojado en los brazos, que no la rechazan, que la sostienen sin estrecharla, que la oprimen tensos de una emoción sin nombre, mientras el alma entera de Juan, un instante asomada a la luz del día, tiembla antes de sepultarse, cayendo hasta el fondo del más profundo abismo de su vida, mientras murmura sorprendido:

—¡Tú... Tú... Eras tú...!