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—¿Quién sino yo podía venir a buscarte donde estés, como estés, por encima de todo? ¿Quién sino yo te quiere con toda el alma, Juan? ¡Con toda el alma!

—Por aquí, con cuidado —recomienda el viejo Noel—, Déme usted la mano, Mónica, el piso está muy resbaladizo, pero es precisamente en este patio donde tenemos que aguardar.

—¿No le dio ese hombre ningún papel? —pregunta Renato en voz baja y malhumorada.

—No puede dármelo. Como alcaide de la fortaleza, es suya toda la responsabilidad de lo que ocurra con los presos, pero no tiene autoridad para firmar salvoconductos. Ni siquiera en un caso tan delicado como éste se atreve a dar una orden verbal, pero nos proporciona la oportunidad de que aprovechemos el cambio de guardia. Ahora hablaré con el cuidador de estas galeras, que es el hombre de las llaves. Durante casi quince minutos está este patio sin guardia de soldados, y es el tiempo en, que Mónica puede entrar a la galera de Juan y hablarle sin testigos, mientras usted y yo la esperamos...

—¡Sí, sí, se lo agradeceré toda mi vida! —asegura Mónica.

—Espere—advierte Noel—. Creo que nuestro preso tiene un visitante...

A través del anchísimo patio han visto la luz rojiza del hachón que ilumina la galera. Están en el ángulo que forman dos gruesos muros, y sobre sus cabezas, por los estrechos pasadizos de los muros, cruzan los centinelas montando guardia...

—En cuanto dejen de cruzar esos fisgones, nos acercamos, y entra usted en la celda, Mónica —indica el notario—. Tengo entendido que lo encerraron solo con el muchacho que era grumete de su barco. Los demás están en el otro patio...

—¡Por favor, calle!

Mónica ha creído oír una voz, una palabra, una frase que el aire lleva hasta sus oídos, y contiene la respiración para escuchar, pero sólo llega a ella el paso monótono de los centinelas, sólo ven sus ojos anhelantes aquella reja iluminada tras la que se mueven formas confusas...

Bruscamente, Juan ha retrocedido, cortando de un tirón el nudo de aquellos brazos ceñidos a su cuello, como si al arrancarlos quisiera arrancarse también la angustia que le ahoga, que le atenaza la garganta, como si toda esta angustia estallara en un impulso brutal contra aquella que palidece frente a su rudeza...

—¿Para qué has venido? ¿Qué vienes a buscar aquí? ¿Quién te mandó a mí? ¿Tu hermana? ¿Tu marido?

—¡Basta, Juan! Nunca fui a ti mandada, he venido por mi propia cuenta, porque estoy de tu parte, porque no quiero hacerme cómplice de la infamia tramada contra ti... He venido, ya te lo dije, ya lo grité al entrar: ¡He venido porque te quiero! Te quiero, aunque cien veces me hayas despreciado, aunque rechaces mis caricias, aunque respondas con insultos a las palabras con las que te entrego el alma... He venido exponiéndome a todo, ¿y esa es la gratitud que me demuestras? ¡Si tú supieras lo que he sufrido, lo que he llorado por no haber tenido el valor de ir contigo! Hice mal... Sé que hice mal... Merezco tus insultos, pero no tu odio; merezco tu rencor, pero no tu desconfianza. ¿Por qué estoy aquí, sino porque te quiero, porque no puedo vivir sin ti?

—¿Y tu hermana? ¿Dónde está tu hermana?

Juan ha detenido el ademán con que Aimée va a arrojarse en sus brazos, creyendo al fin vencida su resistencia. Y más que su ademán, es rotunda valla de hierro aquella pregunta que ha escapado de sus labios con fuerza brutal, y que otra vez restalla imperiosamente:

—¿Dónde está tu hermana? ¿Qué hace? Está de acuerdo con Renato, ¿verdad? ¿Fue cosa suya todo esto? ¿Fue cosa suya?

—¿Es todo cuanto se te ocurre responderme? —reclama Aimée ofendida.

—¡No estoy respondiendo, sino preguntando! ¿Qué sabes de Mónica? ¿Fuiste tú con Renato a la Dominica? ¿Fue él solo a buscarla? ¿Qué movió todo esto? Una carta de Mónica, ¿verdad? ¡Por Dios vivo, habla!

—¿Es eso todo lo que te interesa? —reprocha Aimée indignada—. ¿Mi amor, mi locura, mi presencia aquí, exponiéndome a cuanto me expongo, no significan para ti absolutamente nada? ¡Eres un miserable un ingrato, y yo la única estúpida en todo esto! ¿Qué me importa que te acusen de lo que quieran, que te juzguen jueces comprados y que te hundan para siempre en una cárcel? ¿Qué me importa que acaben contigo si tú no eres más que un ingrato?

—¿Qué estás diciendo, Aimée? —pregunta Juan visiblemente anonadado—. ¿Qué es lo que has dicho?

—¡Que eres un estúpido, un iluso, un niño a quien cualquiera engaña! Te interesa Mónica, te importa lo que ella pueda pensar de ti, estás tratando de averiguar conmigo si es ella quien te ha denunciado, ¿verdad? Pues bien, sólo un tonto haría semejante pregunta.

—¿Por qué un tonto? ¡Yo no hice nada contra ella! ¿Qué dice ella que hice?

—¡Ah, no sé! Probablemente horrores, cuando Renato toma la actitud que ha tomado... Renato y todos... Doña Sofía, hasta mi pobre madre, que no se mete en nada, casi se volvió loca cuando le llevaron la carta de Mónica...

—¿La carta de Mónica? ¿Escribió Mónica a tu madre?

—¿Es que no lo sabes?

—Tenía la sospecha, pero no hubo tiempo material de que llegara la carta que yo pensé pudiera ser la suya... Para que esto haya sido provocado por una carta de Mónica, ha tenido que escribir desde antes, desde mucho antes... Pero, ¿cuándo? ¿Cómo?

—Oí decir algo de un médico...

—¡Ahí ¡El doctor Faber! Escribió el doctor Faber, ¿eh?

—Cuando yo digo que eres un tonto, que te fías del primero que llega...

—Yo no me fío de nadie, y de ti menos que de nadie. ¡Probablemente mientes para hacérmela odiar! ¡Quieres que la aborrezca, que la juzgue traidora! No es la primera vez que intentas hacérmelo pensar. ¡Quieres que la odie, que vaya contra ella!

—Pienso que es ella la que tiene que odiarte... Y si tú, como hombre, te has vengado...

—¡No me he vengado! De ella no tenía por qué vengarme. No me hizo ningún daño voluntario... Fue una víctima de las circunstancias... Víctima de tu maldad y de tus intrigas; víctima del egoísmo y de los celos de Renato... Fui contra ella en un momento de ceguera, pero ni es culpable, ni... —Juan se interrumpe de pronto y con gran ira, pregunta—: ¿Por qué te sonríes de ese modo?

—Perdóname, Juan —se disculpa hipócritamente Aimée, disimulando su satisfacción—. Cálmate. Eres un verdadero tigre... No hay que tomar así las cosas... Si tuvieras un poco más de mundología, no te sorprenderías por nada... Ya veo que Mónica te interesa extraordinariamente... ¡Eres el más imbécil de los hombres, el más ciego y el más estúpido! ¿No te das cuenta de que, en realidad, las únicas víctimas somos tú y yo?

—¿Tú? ¿Tú víctima?

—¡Tú y yo! Me refiero a los hechos... ¿Dónde estás?

—Detenido, desde luego. Pero no me pueden acusar de nada. He demostrado quién soy durante el temporal, y ahora le haré frente a lo que venga, y mi inocencia quedará probada. No hice nada contra Mónica... Tengo testigos...

—¡Qué ingenuo eres! ¿Piensas que van acusarte de haberla maltratado? ¡No! Hay mil cosas de las que te acusan... Mil cosas que tienen un fondo de verdad... Mil cosas con las que van a hundirte sin remedio... Ya lo verás... Mónica no te acusa... ella queda al margen. Probablemente, si la llaman a declarar, lo hará en favor tuyo. Puede que hasta te públicamente las gracias por tus atenciones cuando estuvo enferma. ¿Qué importa eso, si está bien segura que no vas a escapar, porque te han tendido un lazo del que nadie se salva?

—¿Qué dices, Aimée?

—Cuando lo supe, no pude soportarlo... me jugué el todo por el todo... Con engaños logré que mi suegra me trajera a la capital. A espaldas suyas, aunque usando su influencia y su dinero, llevo tres días luchando para que las cosas no sean tan malas para ti. He movido influencias, me he valido de mis antiguas amistades, he llorado y suplicado a los pies del Gobernador...

—¡No... no es posible! ¡No es verdad lo que dices!