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—¿Cómo crees que he entrado? Mira: un salvoconducto firmado por su mano. Lo obtuve, prometiéndole en tu nombre, jurándole, que serías comedido en tus declaraciones de mañana. Quieren aplastarte, pero le tienen miedo al escándalo, sobre todo mi suegra. Ya sabes... te odia, te aborrece...

—¡Esa sí!

—Y también los demás —desliza Aimée, suave y pérfida—. ¿Crees que no conozco el sistema monjil de mi hermana? Sola contigo, entregada a tu albedrío, seguramente se puso tierna, cariñosa y suave... Hasta te haría creer que le gustabas...

—¡Jamás! ¡Nunca perdió la dignidad! ¡Nunca dejó de ser la mujer alta y pura que...!

—¿Qué es eso? ¿Qué es eso, Juan? —interrumpe Aimée algo asustada al escuchar el toque de una corneta lejana.

—No sé... Probablemente el cambio de guardia...

—¡Oh, qué loca soy! Tengo que irme, tengo los minutos contados...

—¡No te irás después de haberme enloquecido! ¡No te irás sin acabar de hablar!

—Pues bien, no me interrumpas y óyeme hasta el final. Todo esto vino por las cartas o por las noticias de Mónica. A mí no se me informó más que a medias, pero estoy absolutamente segura de que esa es la verdad. Ya sabes que ella quiere a Renato, que lo quiso siempre, y yo tuve la candidez de decírselo a él. Halagado en su vanidad de hombre, está ahora completamente de parte de Mónica, y quiere quitártela por todos los medios y sin importarle nada.

—¡Canalla...! —se subleva Juan mordiendo las palabras—. Pero, ¿y ella?

—Ella es cera blanda en sus manos...

—¡No! ¡Mientes! Ella me dijo que su vida había cambiado, que al lado mío todo era distinto... Que era feliz... Sí... me dijo que sentía algo que podía llamarse felicidad. ¡Me lo dijo bien claro!

—Mónica es maestra en las artes del disimulo. No olvides nunca ese pequeño detalle. Renato quiere deshacerse de mí, y cualquier cosa que tú digas de nuestro pasado la usará en contra mía para lograrlo...

—¿De nuestro pasado?

—Tienes que callarte eso, Juan. ¡Callar, pase lo que pase! Te acusarán de contrabandista, de pirata, por deudas, por embargos, por riñas... Amontonarán cargos contra ti... A Mónica no la nombrarán, no quieren que tú hables de ella, quieren evitar el escándalo, ya te lo dije antes... Y si tú no lo provocas, el Gobernador me ha prometido que los jueces serán benévolos. Si no provocas un escándalo, puedo salvarte, y te salvaré, Juan, te salvaré... Seré yo quien te salve.

—Mónica, ahora es el momento —señala el viejo notario al oír el toque lejano de una cometa.

—Vamos —invita Renato.

—No, Renato, sería una imprudencia —advierte Noel—. Usted y yo aguardamos. Mónica sabe perfectamente lo que tiene que hacer, ¿verdad? Dé la vuelta, camine sin dejar la sombra del muro. El hombre de las llaves le abrirá, la dejará pasar... Cuando suene de nuevo la corneta, despídase y vuelva aquí por el otro lado... Saldremos del Fuerte sin ser vistos, y de lo que usted hable esta noche con él dependerá seguramente el juicio de mañana...

Con paso rápido y silencioso le ha dado Mónica la vuelta al ancho patio. Ya está cerca, muy cerca, a sólo un paso de la larga reja. A la altura de sus rodillas, saliendo de la galera semisubterránea, el resplandor rojizo del hachón. Temblando, se ha inclinado para mirar un momento... Sí, allí se encuentra Juan, pero no está solo. Una mujer está junto a él... una mujer de espaldas a la reja, y los ojos de Mónica se agrandan de sorpresa, de espanto... No puede verle aún la cara, pero tiembla como si un grito de su propia sangre denunciara la sangre hermana que hay bajo aquel disfraz. Sus rodillas se han doblado, sus manos se aforran a la reja, a su oído llega, como el veneno más sutilmente destilado, una voz demasiado familiar, la voz trémula de deseos y de ansias de Aimée:

—No tienes que agradecerme nada. Soy tuya para siempre, como tú eres mío, y nadie te arrancará de mi corazón porque te quiero y soy tuya, Juan, sólo tuya, aunque no podamos proclamarlo, aunque nos sea preciso fingir y callar... por lo menos hasta que logres salvarte, hasta que se abran para ti las puertas de esta cárcel, hasta que venzas todos los obstáculos... Entonces iré a donde me lleves y te perteneceré en cuerpo y alma, aunque ya te pertenezco de ese modo.

Mónica ha cerrado los ojos, se ha mordido los labios hasta sentir en ellos el sabor amargo de la sangre. Luego, como impulsada por una fuerza irresistible, se ha arrancado de aquella reja y ha echado a andar como una sonámbula.

—Mónica, ¿de regreso ya? —se sorprende Noel—. Pero todavía no ha sonado el cambio dé guardia...

—¿Tan pronto? ¿Por qué? ¿Qué ha pasado? —indaga Renato también sorprendido.

—Nada —proclama Mónica con voz ahogada.

—Pero, ¿por qué ¿Acaso el carcelero...? Me había prometido abrir la reja...

—La reja no está cerrada, pero Juan no se encuentra solo... Supongo qué se trata de su abogado... Alguien que promete salvarlo...

—Entonces, ¿no quiere usted verle? —pregunta Noel.

—Le veré en el juicio.

—En el juicio no tienes por qué presentarte —refuta Renato—, Las acusaciones que hay contra él no te conciernen, y ni siquiera como testigo estás citada.

—De todos modos, iré. Mañana estaré en el juicio cumpliendo con mi deber de decir la verdad. Esta noche no tengo nada que hacer junto a él. Llévame a casa, Renato, llévame a casa...

—¡Chist! —silencia Noel—. Creo que ya sale el visitante. Si, como usted supone, es el abogado, me gustaría hablarle...

—¡No, no! ¡Vámonos, vámonos! ¡Llévame en seguida, Renato! ¡Cuanto antes!

—Me dejas ir sin una palabra, sin un consuelo, sin una esperanza...

Aimée ha llegado hasta Juan, clavándole en el brazo los finos dedos nerviosos, y ha buscado con ansia sus pupilas a la luz rojiza del humeante hachón que ya se apaga... Él nada responde, nada ha respondido durante mucho rato en el que la ha oído sin escucharla ausente el alma y amargos los labios. No, no piensa en ella, no la ve frente a él. Su imaginación le lleva lejos, muy lejos, recorriendo hora por hora, día por día, etapa por etapa, aquel extraño viaje en que el Luzbelsurcó los mares llevando a Mónica de Molnar. Cree verla, cree escucharla, y murmura como para sí:

—Mónica... Mónica capaz de fingir, de mentir, de engañar... Mónica como todas: hipócrita y liviana...

—¿Cómo todas, dijiste? —se ofende Aimée, y con perfidia agrega—: Hipócrita, sí; pero no la culpes, pues es natural... es fiel a su amor por Renato, como yo lo soy al mío. Las Molnar somos fíeles, aunque tú pienses lo contrario...

—¡Déjame! —se revuelve Juan airado.

—Naturalmente que tengo que dejarte... Ya viene el carcelero. Acaso cuando te quedes solo pienses en cuánto he arriesgado por acercarme a ti y en todo el amor que desprecias al despreciarme. ¡Eres cruel, Juan, cruel e ingrato, pero en la vida esas deudas se pagan! Vine en son de paz, pero no olvides que quien puede salvarte puede también perderte, que tu libertad, y acaso tu vida, están en mis manos...

—¡Si es así, puedes hacer de ellas lo que quieras!

—¿No te importa? No te importa más que Mónica, ¿verdad? Pues si he de hablarte con franqueza, no te creo. Estás fingiendo para enloquecerme, para torturarme... ¡Siempre tuviste un placer salvaje en hacerme llorar! Vas a arrepentirte... ¡Te juro que vas a arrepentirte! ¡Si llegas a lograr que yo me convierta en tu enemiga, desearás no haber nacido, Juan!

13

—MÓNICA... MÓNICA... ¿NO me oyes?

Como regresando con una sacudida, Mónica ha vuelto levemente la cabeza para mirar a Renato sentado junto a ella, en el carruaje detenido frente a la entrada principal del Fuerte de San Pedro, y Pedro Noel contempla con inquietud y desconsuelo a aquella espléndida pareja que parece ignorarlo: ella, como hundida en sus pensamientos; él, arrastrado a ella como por una fuerza superior a su voluntad...