—Has dado una gran prueba de sentido común no entrando en esa celda en la que iba a verte un extraño. Sin embargo, me hubiera gustado saber que clase de abogado va a defender a Juan del Diablo...
Renato ha observado con ansia el rostro de Mónica, que permanece inmóvil, impasible, cerrado en un misterio que es para él insoportable. Sólo un reflejo de angustia se asoma a las azules pupilas de Mónica, cuando recorren la ancha plaza, para volverse luego a él, interrogadora:
—¿Qué esperamos aquí? ¿Por qué no nos vamos?
—Cuando gustes... Si quisieras ser absolutamente razonable y me permitieras llevarte hasta Campo Real... Allí están todos...
—Perdóneme, Renato —interviene Noel—. Olvidé decirle que doña Sofía y Aimée están en Saint-Pierre desde ayer por la tarde. En vano les advertí que probablemente usted se disgustaría, pero doña Sofía respondió que tampoco se cuidaba usted mucho de no disgustarlas a ellas...
—Hacía más de veinte años que mi madre no visitaba Saint-Pierre —advierte Renato visiblemente molesto—. Siempre se negó a acompañar a mi padre. Odiaba la ciudad, el camino, el carruaje por largas horas... ¿En qué lugar están? ¡No habrán ido a un hotel!
—Doña Sofía se ha instalado en la vieja casa de ustedes, cerrada desde la última vez que don Francisco estuvo en Saint-Pierre, hace más de quince años... Trajo servidumbre, y parece decidida a pasar una temporadita...
—Las haré desistir de ese capricho absurdo. Nada tienen que buscar en la capital, ni tú tampoco, Mónica. Vamos allá... Creo poder convencerlas... Lo único razonable que pueden hacer es seguir camino esta misma noche...
—No me lleves a tu casa, Renato. ¡Te lo ruego, te lo exigiré si es preciso! No iré sino a mi casa...
—¿A tu casa? ¿A tu casa de cerca de la playa? ¡Pero es absurdo! Allí ni siquiera tienes servidumbre...
—Quiero estar sola, quiero proceder libremente como lo que soy: la legítima esposa de Juan... y tu adversaria en el juicio contra él. Es el lugar que me corresponde, y sabré llenarlo a pesar de todo. .
—¿A pesar de todo? ¡Es una forma de confesar que le debes ofensas a Juan! Sin embargo...
—Sin embargo, cumpliré con mi deber, Renato. Llévame a mi casa, o me bajaré del coche e iré yo sola por mis pasos...
—No puedes quedarte sola en un lugar como ése...
—Sola he de estar desde ahora en adelante. Entiéndelo de una vez por todas, Renato. Debo estar sola, quiero estar sola, necesito estar sola...
Ha temblado en sus ojos el fulgor de una lágrima, y Renato D'Autremont se muerde los labios para contener la frase rabiosa a punto de escapar, y acata:
—Está bien... como quieras... —Y alzando la voz, ordena al cochero—: Esteban, toma el camino de la playa. Vamos a la casa de los Molnar...
Como una sombra ha cruzado Mónica las anchas habitaciones cerradas. No se ha detenido ni siquiera para abrir las ventanas; como si una ráfaga de desesperación la impulsara, corre hacia el ancho patio, llega hasta la arboleda del fondo, se hunde entre la hojarasca, abre la puertecilla de la verja que da sobre los acantilados, y un instante queda inmóvil sobre la negra roca, frente al mar ahora bañado por un plenilunio de plata... Una fina lluvia salobre la baña a cada golpe de mar, pero ella avanza sobre las rocas resbaladizas hasta el mismo borde en el que bruscamente la tierra se acaba... Allá está el Luzbel... Ve balancearse sus desnudos mástiles, y un dolor quemante, que tiene amargura de celos, se desborda en lágrimas que llegan a sus labios más amargas que la espuma salobre que arroja el mar:
—Juan... Juan... Aún eres de ella, aún le perteneces... Para siempre le pertenecerás... Eres mendigo de sus besos, esclavo de su carne... No es cierto que te quiera con toda su alma. ¿Acaso tiene alma? ¡No, no la tiene ni vale la pena de tenerla! ¡Qué feliz serás con ella en esas islas salvajes! ¡Con cuánta ansia la amarás sobre las playas desiertas...! Y yo seré sólo una sombra de quien un día tuviste piedad...
—¡Mónica... Mónica...! Pero, ¿está loca? ¡Va a resbalar, va a caer al abismo! Por favor, venga... Venga...
Pedro Noel se ha acercado a Mónica y la ha arrastrado, casi a la fuerza, del borde del acantilado, y clava en ella su angustiada mirada interrogadora—: Mónica, ¿qué hacía usted allí? ¿No iría usted a...?
—No, Noel, soy cristiana...
—Pero, ¿por qué ha cambiado de ese modo? ¿Qué pudo hacer que usted cambiara así? ¿Quién estaba con Juan?
—¿Qué importa un nombre? —evade Mónica con profunda desilusión—. Yo cumpliré con mi deber mañana... Nada más... Y ahora. Noel...
Sobreponiéndose al sollozo que ahoga su garganta, Mónica ha extendido el brazo con significativo ademán que señala a Noel el camino de la desierta calle...
—No puedo dejarla sola, Mónica. Le rogué a Renato que me dejara regresar, con la esperanza de que mi presencia no le desagradara, que mi compañía le fuese tolerable... Pero...
—Perdóneme, Noel, pero en este instante... —rehusa Mónica conteniendo a duras penas su impaciencia.
—Me doy cuenta que en este instante no está usted para cortesías, y no es eso lo que espero, sino realmente no molestarla. Además, tenía un interés, una esperanza que usted ha desvanecido... No era un abogado quien estaba en la celda de Juan, sino una mujer, ¿verdad?
—Sí, Noel... No, no era un abogado... Pero, ¡por Dios, calle!
—Callaré... ¡quién lo duda! Desde luego que tengo que callar. Pero, ¿quiere que le diga lo que haría yo en su lugar? Decirlo a gritos, no guardar consideraciones de ninguna clase. Ya basta, ¿sabe usted? ¡Ya basta!
—¡Le he rogado que calle! Y también que me deje. Noel. No va a ocurrirme nada. Sólo necesito estar sola, hallarme a mí misma...
—Perdóneme, Mónica. Sólo estaba calculando sus sentimientos, tratando de ver y de palpar hasta el final lo que de pronto me pareció un imposible. Usted, mi pobre niña, ama a Juan...
—¡No... No...! ¿Por qué tengo que amarlo? —protesta Mónica sin convicción—. Guardo para Juan un poco de gratitud, eso es todo...
—Mónica, ¿por qué no hablamos con franqueza? —se decide Noel—. No me mire como un enemigo de Juan... No lo fui nunca. No me mire como un empleado de la casa D'Autremont... Lo fui y, probablemente, lo seré hasta que me muera. Pero los sentimientos son aparte... Bueno, la verdad es que no debo seguir hablando. Sería indiscreto...
—No, Noel, no es indiscreto. Sé perfectamente quién es Juan, y por qué seguiría usted sirviendo a la casa D'Autremont aun poniéndose de su parte. Además, eso es un secreto a voces, que creo no lo ignora nadie... Lo saben esos jueces, que verán de qué lado se inclina la balanza; lo sabe el populacho, que ya murmura; lo sabe la aristocracia, que finge ignorar lo que en cierto modo la mancha; y, seguramente, lo sabrá ese gobernador que huye para esquivar responsabilidades...
—Va usted muy lejos, Mónica...
—No, Noel. Quise ir muy lejos, pero fue sólo tras un sueño imposible... Otra vez estoy en la realidad, he despertado, y son estas piedras, es esta playa, es este mar, quienes me imponen la verdad que el corazón rechaza. El sueño quedó lejos... en las playas de San Cristóbal, en las viejas calles de la isla de Saba, en la fuente donde se asomaron juntos nuestros rostros, buscándonos el alma... El sueño sólo vivió en mí, sólo estuvo en mi mente, sólo yo le di calor humano. Era una ilusión, y se ha desvanecido; un castillo de naipes que el primer soplo ha derrumbado. Juan es el que siempre fue, el que siempre será, sólo que se han perdido las rutas, se han enredado los caminos... Él es el que fue siempre, y yo no soy nada, no soy nadie...
—Se equivoca... Usted es la única que puede sacar a Juan del abismo en que está... No se deje llevar por un sentimiento de violencia...
—No, Noel, ya no... Eso fue antes, cuando mis ojos estaban deslumbrados. Fue un momento de luz vivísima, fue la única hora de sol de mi vida, pero el sol se ha apagado y ahora marcho otra vez a tientas por el túnel de sombras... Pero no se preocupe, conozco demasiado los caminos del dolor y del abandono... Los conozco tanto, y me son tan familiares, que no tengo sino que dejarme llevar por ellos... En el camino de mi vida, la única intrusa es la esperanza. Y ahora, déjeme, Noel, y váyase tranquilo... Nos veremos mañana en los tribunales...