—¿Acepta mi compañía? ¿Puedo venir a buscarla?
—No quedaría bien, Noel. Usted es el notario de los D'Autremont, y yo la esposa del acusado...
—Tengo que confesar que no le falta razón, Pero, prescindiendo de ciertas formalidades... Bueno, ¿no hay nada que pueda hacer por usted?
—Creo que sí. Junto a Juan está encerrado el niño, contra el que no puede haber ningún cargo. Haga que lo pongan en libertad...
—Me ocuparé de eso con todo mi empeño... Y, cumpliendo sus deseos, debo decirle: hasta mañana...
—Hasta mañana, Noel.
Con la cabeza baja se ha alejado el anciano, pero Mónica no contempla su figura borrosa... La luna se ha ocultado entre las nubes, y el viento trae aquel lejano llamado de campanas que es para Mónica como la resurrección de su pasado... Cree vivir meses atrás; las blancas manos buscan inútilmente, por instinto, el rosario que otro tiempo colgó en su cintura; luego, caen con gesto de supremo cansancio, y otra vez pasa aquel pensamiento golpeando su frente como un ala al pasar:
—Todo fue un sueño... un sueño, y nada más...
—¡ Renato... Renato de mi vida...!
Aimée ha llegado junto a Renato... Va trémula, convulsa, sin que las ansias e inquietudes que finge le hayan impedido atender al último detalle de su tocado: pálidas las mejillas, encendidos los labios, sombreados los grandes ojos oscuros, tibia, suave y perfumada, cuando se arroja en brazos de Renato, en quien aquel contacto no provoca el efecto deseado. Grave y frío, la detiene, retrocediendo un paso, al tiempo que la interpela:
—¿Quieres hacerme el favor de recobrar la calma? Quiero que me digas por qué te encuentro en otro lugar de donde te he dejado.
—No fue culpa mía. Doña Sofía se empeñó en que les esperáramos acá. Yo no quería venir... Ella me trajo...
—Entonces, será ella quien me lo diga...
—¡No, no, Renato! ¡Aguarda!
—Acabas de decirme que fue ella. Además, no quiero discutir contigo ni pedirte cuentas de nada. Ya que mi madre se ha empeñado en echar sobre sí toda la responsabilidad, ya que te has puesto a su voluntad y a su amparo...
—¡Yo no me he puesto al amparo de nadie! Es tu madre, y admito las cosas por no disgustarte, pero creo que ya fue bastante. Me casé contigo, no con ella...
—No protestes tanto... Acaso le debes más de lo que supones...
—Aunque de verdad le deba la vida, aunque hubieras sido tú de veras capaz de matarme, te repito lo mismo: Es contigo con quien estoy casada... Es tu amor lo único que me interesa...
—¿De veras? —comenta Renato con franca incredulidad—. ¿Te interesa mi amor?
—¡Qué ciego y qué malo eres preguntándomelo de esa manera! —se queja Aimée fingiéndose dolida—. ¿Por quién, sino por tu amor, he sido mala? ¿Por quién, sino por ti, sacrifiqué a mi propia hermana? ¿Por quién, sino por ti, me estoy muriendo de pena? ¡Mi Renato...!
Se ha arrojado en sus brazos, que esta vez no se atreven a rechazarla, y mientras los grandes ojos azules bajan hasta mirarla con mirada cada vez menos dura, ella esgrime de nuevo el arma eterna de sus lágrimas:
—Necesito saber que me quieres como antes... Necesito saber que me has perdonado... Necesito saber que no te importa nada ella, para no volverme loca de celos... ¡para no odiarla!
—¡Basta! Hemos cometido grandes errores... Estoy esforzándome por enmendarlos. Por culpa tuya, y mía también, han ocurrido cosas que no debieron ocurrir nunca... He asumido toda la responsabilidad, y lo mejor que puedes hacer, si deseas complacerme, es volver a Campo Real y aguardar allí al lado de tu madre...
—¡Sola, abandonada, sin ti...! Al fin y al cabo, ¿a quién le importa que esté yo aquí? No le hago daño a nadie. No hago más que aprovechar los momentos libres que quieras dedicarme... ¡Me siento tan sola, tan desesperada cuando tú no estás! A la que debes mandar a Campo Real, con mamá, es a Mónica.
—Quise hacerlo; quise alejarla a todas ustedes de este asunto tan desagradable, y afrontarlo y resolverlo yo solo, pero Mónica no escucha mis consejos. Me ha recordado que no es ya sino la esposa de Juan del Diablo.
—Efectivamente —corrobora Aimée conteniendo su despecho—. ¡Me da una rabia! Es absurdo, Renato... Le hicimos mucho daño... mucho daño...
—Es lo que temo, Aimée. Le hicimos tanto daño, que no podrá perdonarnos jamás, que no nos perdona y su desquite es esa adhesión a Juan, con la que parece insultarme.
—¿Adhesión a Juan? —se alarma Aimée, tragando bilis—. ¿Mónica es adicta a Juan?
—En cuerpo y alma. Al menos, esa es su actitud... Actitud que me enfurece, que me ofende, pero frente a la que no tengo fuerza moral. Al fin y al cabo, de cuanto haya sufrido con él, somos nosotros los responsables.
—A lo mejor no ha sufrido tanto... Mónica es tan rara... A lo mejor le gusta esa fiera...
—¿Puede gustarle? ¿Crees tú que pueda gustarle? —Renato ha mirado a Aimée de un modo extraño, oprimiéndole el brazo con los dedos crispados, otra vez al desnudo la cruel herida de su amor propio—. ¡Responde! ¿Crees que pueda gustarle? Tú eres mujer, y...
—¡Por Dios, Renato, me estás lastimando! Y además, pensando otra vez esa cosa horrible... ¡No vuelvas a ponerte como un loco! ¡Me das miedo...!
—A veces pienso que eres como una niña: inconsciente, alocada... Entonces te perdono de todo corazón. Pero otras, otras... ¡Esto es peor que una pesadilla!
—¡Espanta la idea mala! ¿Acaso no te he confesado ya toda la verdad?
—¡Júrame que no hay más de lo que me has confesado! ¡Júramelo!
—Bueno... por... por... ¡Te lo juro por nuestro hijo! Por ese hijo que no ha nacido... Que se muera sin ver la luz del sol... ¡Que no nazca si miento, Renato! ¡Que no te dé yo el hijo que voy a darte, si no estoy diciéndote la verdad!
La mano de Renato ha resbalado por sobre la cabeza de Aimée, sujetándola por los cabellos; la ha obligado a mirarlo, hundiéndose en el fondo de sus pupilas inescrutables, pero sólo ve unos frescos labios que tiemblan, unos grandes ojos húmedos de lágrimas, siente alrededor de su cuello el tibio dogal de unos brazos suaves y perfumados... Entonces, vacila, rechazándola un poco:
—Acabaría por volverme loco. En realidad, más vale no pensar...
—Eso... eso... No pienses, querido. Además, ¿por qué tienes que atormentarte tanto? Al fin, la batalla está ganada, pues Juan está en tus manos, lo tienes totalmente en tu poder; ¿verdad? ¿Depende de ti perderlo o salvarlo?
—Ya no, Aimée. Fui yo quien le acusé, quien moví mis influencias para que fuese procesado, pero el proceso será imparcial, los jueces obrarán con absoluta libertad de criterio. No podía hacerlo de otro modo, Aimée, sin despreciarme a mí mismo. Quise traerlo para librar a Mónica de su poder, para arrancarla de sus garras... Una vez aquí, le juzgarán con estricta justicia, y el castigo que reciba será el que realmente merezcan sus faltas. Seré cruel, pero no cobarde. Podrá odiarme más de lo que me odia ya, pero no tendrá el derecho de despreciarme, porque no voy a herirlo por la espalda. Todo está en el criterio verdadero de la justicia... Y ahora, por favor, déjame solo. Vete a descansar...
—¿Y tú no vienes? —suplica Aimée insinuante—. Te lo ruego, amor mío, no tardes demasiado...
Aimée ha desapareado tras la vieja cortina de damasco, y aún flota en el aire su perfume, aún siente Renato en el cuello y en las manos la cálida sensación de su roce, aun tiene grabada en sus pupilas la dulce sonrisa con que le ha dicho adiós, la mirada insinuante con que le ha invitado a seguirla, desplegando frente a él toda la fuerza sutil de sus encantos... Se ha ido y, al volver la cabeza, Renato D'Autremont ve clavados en él otros ojos, oscuros y profundos, que le miran como taladrándole. Primero es sorpresa; después, el vago desagrado que aquella presencia le produce siempre...