—¿Qué pasa, Yanina?
—Nada, señor Renato, salí para advertirle que la señora se ha sentido mal toda la tarde... Que desde mediodía está en la cama...
—Lo lamento muchísimo. Supongo que ya han llamado al médico...
—La señora no me ha dejado llamarlo. Dice que son sus achaques de siempre, que no vale la pena de molestar a nadie... Ha tomado sus gotas y su calmante, y, a ruego mío, ha reposado toda la tarde. Ahora duerme, y me permito suplicar al señor, que la deje descansar...
—Naturalmente... En realidad, debería estar tranquila en Campo Real. Estas cosas no son para su salud delicada...
—Perdóneme, señor, ya voy a retirarme. Pero antes, como la señora no puede informarle, pienso que acaso necesite alguna información que esté a mi alcance.
—No necesito nada, Yanina —rehúsa Renato con sequedad.
—Tal vez le convenga saber que la señora Sofía está terriblemente preocupada por el escándalo que pueda provocarse. Quería decirle, además, que la señora no pudo usar la audiencia privada que el gobernador le había otorgado para esta tarde...
—Bien —comenta Renato cada vez más impaciente—. Supongo que no se habrá perdido nada con ello...
—-Claro que no se ha perdido nada —replica Yanina con suave perfidia—. La señora Aimée la ha aprovechado...
—¿Cómo? ¿Qué? —se sorprende Renato.
—Quiero decir, que fue en lugar del ama...
—¿Quieres decir, mandada por mi madre?
—¡Oh, no! La señora no ha hablado con nadie; pero la señora Aimée mandó preparar el coche, y fue con Cirilo y con Ana. Volvió hace apenas media hora..
—¿Qué estás diciendo? El gobernador no está en Saint-Pierre. Se fue desde las cinco de la tarde a Fort de France.
—Entonces, no sé nada. Repito lo que dijo Ana en la cocina de que habían estado toda la tarde con el señor gobernador... ¿Quiere el señor que llame a Ana para preguntarle?
—No, Yanina —rechaza Renato con impulsos de ira—. No suelo tomar informes de los criados. Ya me informará mi esposa de ese asunto, si lo cree necesario. Puedes volver junto a mi madre.
—Gracias... Con su permiso...
Rápidamente ha salvado Renato la distancia que le separa hasta llegar a la puerta de aquella alcoba en la que supone está Aimée. Tras la conversación con Yanina, le ha hervido en las venas la sangre: duda, desconfianza, certeza casi de la perfidia de la que es su esposa, y un violento deseo de castigar en ella su propia ingenuidad, le impulsan ciegamente.
—¡Aimée... Aimée...! ¡Ábreme esa puerta en el acto! ¿No me oyes? ¡Abre esa puerta! ¿Quieres obligarme a saltar la cerradura?
—Señor Renato... Pero, ¿es usted? —exclama Ana, calmosa y encantada, tras abrir la puerta de par en par.
—¿Dónde está tu ama?
—La señora Aimée se está bañando. Ayudándola estaba yo... y por eso tardé en abrir la puerta. Espérese... espérese, señor, que voy a avisarle...
—¡Quieta!
Inmóvil a la voz de su amo ha quedado Ana, mientras los ojos de Renato la miden de pies a cabeza y recorren la estancia. En medio de la habitación, antecámara anexa a la alcoba que efectivamente ocupa Aimée, la jovial y calmosa sirvienta mestiza seca con el delantal sus desnudos brazos cubiertos de burbujas de perfumada espuma. Un tanto paralizado en su primer impulso, contenida la fiera bocanada de ira que le subió a la cabeza, Renato examina el rostro oscuro de Ana, como midiendo y valorando el crédito que puedan merecer sus palabras, y, sin poder evitarlo, escapa de sus labios la pregunta:
—¿Saliste con tu ama esta tarde?
—Sí, señor, la pobre señora estaba tan triste...
—Ya. Y fueron a ver al gobernador, ¿verdad?
—La señora Aimée estaba muy apenada con la enfermedad de doña Sofía...
—¡Ya! Y por eso decidió dejarla sola, valiéndose de una audiencia que no era para ella.
—¡Ay, señor, si usted viera las vueltas que le dio la señora Aimée antes de usarla! Pero como la señora Sofía estaba desesperada porque no había conseguido nada...
—Aimée decidió proceder a sus espaldas, ¿eh? cuéntame todo lo que pasó esta tarde, cuéntamelo minuto por minuto, punto por punto... ¡Cuéntamelo sin vacilar, sin pensar qué excusa vas a darme o de qué mentira vas a valerte para disculparla!
—¿Disculpar a quién, señor?
—¡A quien sea! Dímelo todo, pronto y claro. Fueron a ver al gobernador usando la audiencia de mi madre, sin que mi madre lo supiera...
—Yo no sé si la señora Sofía sabía algo, pero la señora Aimée le dijo al secretario que necesitaba hablar con el gobernador, urgente, urgente...
—¿No entraste con ella? ¿No oíste lo que hablaron? ¿Estaba o no estaba el gobernador?
—Estaba... ¿No es un señor bajito, gordo, de ojitos claros? Estaba. Y saludó a la señora Aimée y la hizo pasar, y habló con ella un ratito... ¿Quiere que le diga la verdad?
—¡Naturalmente! ¿Es que no acabas de entender que quiero saberlo todo, todo, hasta los menores detalles?
—Pues la verdad es que estuvimos un ratito nada más. Yo dije en la cocina que habíamos estado toda la tarde, para que rabiaran los criados, y la Yanina, que se da tanta importancia. Estuvimos un ratito nada más, y después pasó una cosa muy graciosa...
Ana ha tragado en seco, mirando un instante a su amo sin pestañear, como si despertara, como si sonámbula se detuviera al borde de un abismo y mirara hacia abajo estremeciéndose de espanto. Luego sonríe, haciendo un arma de su sabida estupidez...
—¿Qué pasó? Acaba. ¿Cuál fue esa cosa que te hizo tanta gracia?
—Pues... pues que la señora quiso pasear. Con tanta pena, con tanta carrera, con tanto susto, y la señora Aimée mandó a Cirilo que diera vueltas y vueltas por todas las calles, y estuvo de lo más contenta. A la señora no le gusta el campo...
—¿Y después del paseo...?
—Después del paseo vinimos para casa.
—¿Sin ver a nadie? ¿Sin hablar con nadie? No intentes decirme una cosa por otra, no busques una mentira, porque te va a costar muy caro. ¿No hicieron sino pasear?
—Toda la tarde, mi amo. Por las calles, por los muelles, por el Fuerte... Después vinimos para acá, y la señora me mandó que le preparara el baño porque quería que usted la encontrara bien linda cuando llegara.
Renato ha movido la cabeza como si espantara una idea amarga. Luego, se vuelve a la voz que suena a sus espaldas:
—¿Hasta cuándo crees que voy a esperarte, Ana? ¡Oh... Renato! Renato mío, qué pronto complaciste mi súplica. ¿Despachaste ya tu trabajo?
Sin responder a Aimée mira Renato a las dos mujeres. El rostro de Ana sólo tiene su eterna expresión de tontería satisfecha; el de Aimée se enmascara con su mejor sonrisa.
—¿Por qué no me hablaste de tu visita al gobernador?
—¡Oh!, ¿Lo sabes? ¿Quién te dijo?
—Quiero saber por qué me lo ocultaste.
Aimée ha suspirado con gesto de resignación. Ha estado escuchando el diálogo de Ana y de Renato, tiene estudiadas todas las actitudes, todas las palabras, hasta aquel gesto de contricción, hasta aquel ingenuo balbucear que otra vez la hacen aparecer como una adolescente:
—Renato de mi alma, soy una estúpida, no hago más que disgustarte... pero me da tanta pena que por causa de mi hermana pelees con tu madre... y le prometí a doña Sofía...
—¿Qué prometiste?
—Ya estoy faltando a mi promesa... Prometí callarme... Doña Sofía quiere evitar a toda costa el escándalo, para eso me trajo a Saint-Pierre, para que entre las dos suplicáramos, buscáramos... El viejo gobernador fue amigo de mi madre... Doña Sofía pretende que suspendan el juicio, pero no le digas que yo te lo dije, pues me aborrecerá... Júrame que no me denunciarás, Renato. Tu pobre madre, por amor a ti, y no se lo tomes a mal, no quiere que tu nombre se vea envuelto en el escándalo, y quiere echarle tierra al asunto... Yo prometí ayudarla, pero soy muy torpe, no logré nada...