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—¿Le hablaste al gobernador?

—Sí, pero no te alarmes. Le aseguré que había ido por cuenta propia, que tú no sabías nada, que doña Sofía no sabía nada tampoco, que era cuenta mía. Me dio su palabra de callar... convinimos en callar todo el mundo...

—Entonces, ¿te arriesgaste a recibir un desaire, para nada?

—Para nada, Renato. Pero, de todo modos, más vale que haya sido yo, y no doña Sofía. Te aseguro que no sé a qué lado inclinarme, y estaba tan apenada con el fracaso, que no me atreví a volver a la casa y me puse a pasear, a dar vueltas... ¡Tenía tantas ganas de estar en una ciudad! Odio el campo, Renato. Por no disgustarte, no te he insistido más sobre ese punto. Fue un paseo inocente. Pregúntale a Ana...

Apenas vuelve la cabeza Renato para mirar a Ana. Con gesto satisfecho, las manos bajo el blanco delantal, sonríe la aludida, como quien recibe ya los parabienes y los regalos que sabe le aguardan al confirmar:

—El señor me preguntó, y yo se lo dije todo, toditito, mi ama. Como usted me tiene mandado que no le diga nunca mentiras al amo, por eso yo...

—Sí... Es el muchacho que han encerrado con el patrón de la goleta. Indebidamente, ¿sabes? Y ésta es la orden que traigo para llevármelo. Pero antes voy a hablar con él, de modo que abre la reja y déjanos en paz. ¡Anda...!

Obedeciendo mohíno al papel sellado que el notario Noel ha puesto bajo sus ojos, el carcelero franquea la doble reja de aquella galera semisubterránea, adonde apenas llegan las primeras luces del alba... En el rellano que hace las veces de lecho y de banco, con la chaqueta de marino de Juan como cabezal, duerme Colibrí con aquel sueño feliz y descuidado, típico en él cuando se siente al amparo de aquel hombre, y sacude Juan la hermosa cabeza de rizados cabellos, mirando hacia la reja que se abre, avanzando un paso para reconocer con esfuerzo la figurilla familiar que, antes de bajar los oscuros escalones, alza la mano en gesto entre cordial y burlón:

—Buenos días, Juan del Diablo... Lamento en el alma volver a encontrarte en semejante lugar.

—Supongo que no habrán faltado sus buenos oficios para lograrlo —augura Juan con su habitual sarcasmo.

—Pues vas muy lejos en tus suposiciones —replica el notario algo molesto—. Nada hice para que te atraparan, y no hubieran podido atraparte si desde tiempo atrás hubieses hecho un poco más de caso a mis consejos, en vez de despreciarlos...

—No estoy para sermones... Siéntese si quiere, y hable de lo que venga a hablarme. Supongo que lo envían con alguna proposición. ¿Quién es ahora? ¿Doña Sofía? ¿Renato?

—Mónica de Molnar...

—¡Ah! —se impresiona Juan—. ¿Y qué solicita mi ilustre esposa? ¿Los datos para pedir a Roma la anulación del matrimonio? ¿Mi anuencia para divorciarse? ¿O simplemente la seguridad de que estoy bien encerrado, con doble reja, y en el lugar más inmundo que pudo hallarse en todo el Castillo de San Pedro? Si es eso, puede dársela cumplida. Dele la seguridad absoluta de que hasta el último tripulante del Luzbel, todos estamos bien encerrados, y sobre todos caerá el castigo que les corresponde por el crimen de haberla mirado con los ojos limpios y el corazón alegre, por el delito de amarla y respetarla... Que todos, hasta el pequeño Colibrí, estamos pagando en buena moneda aquella estancia suya en el Luzbel, en la que no pensamos haberla molestado tanto ni haber llegado a ofender hasta el último extremo a tan ilustre dama...

—Juan, ¿quieres no decir más disparates? —Reprende Noel—, ¿Quieres cambiar ese tono tan injusto y tan desagradable?

—¿Desagradable? Puede... ¿Injusto? ¡Injusto, si, es verdad! No es ése el tono que debo usar para hablar de ella. Debo decir que es la comediante más refinada, la más cruel y vengativa de las simuladoras, la más malvada de las pérfidas... ¡Todo eso es mi ilustrísima esposa! Pero, ¿qué quiere de mi? ¿Qué más pretende? ¡Acabe de hablar, Noel!

—Estoy esperando que me des la oportunidad, hijo de mi alma —replica Noel algo sofocado—. Te dije que venía por un encargo, pero no se refiere a ti precisamente. Mira este papel, y vete enterando...

—¿Una orden de libertad para Colibrí? ¡Ahí ¿Aún le resta un poco de compasión? ¿La conciencia le dio un ramalazo, o le despertó una parte del espíritu de justicia? Al menos, salva de todo esto a Colibrí. Podía haberlo hecho antes...

—Trató de hacerlo, y no la dejaron. Ni es ella quien les ha encarcelado, ni la creo responsable de lo que te pasa. Por el contrario... Está muy disgustada, terriblemente disgustada con Renato por la forma en que él ha llevado las cosas...

—Ya... —desprecia Juan, sarcástico—, ¡Santa Mónica! ¡Oh, tierno corazón de mujer cristiana! Al reprobo hay que quemarlo con leña verde para que la hoguera no prenda tan de prisa y que el tormento dure más...

Rabiosamente ha dicho Juan las últimas palabras encarándose a Noel, que retrocede para tomar aliento, abrumado por la violencia con que la cólera de Juan estalla, tratando de encontrar en vano la palabra que ha de calmarlo:

—¡Juan... Juan, siempre el mismo rebelde, siempre el mismo lobo furioso! Por si no lo sabes, quiero decirte una cosa: vas a un juicio legal; van a juzgarte, según las leyes, jueces imparciales, y no se te va a acusar de más delitos que los que has cometido en realidad.

—El secuestro de Mónica...

—No está entre los cargos. Claro que no sé lo que dirá ella ante los tribunales...

—¿Ante los tribunales? ¿Piensa ir personalmente? ¡Esa sí que es una noticia extraordinaria! Pensé que delegaría en su ilustre defensor y cuñado, que buscaría el amable refugio de los jardines de Campo Real. Es allí donde está, ¿no es cierto? ¡Es allí donde la ha llevado Renato!

—Mónica está en su casa, y no creo que se preste a nada que no le apruebe su conciencia. También haces mal al suponer que Renato es capaz de comprar un tribunal para que te condene. Aunque tú no lo creas, van a tratarte con justicia, porque Renato es un enemigo leal; o mejor dicho, creo que ni siquiera es tu enemigo...

—¡Pues hace mal, porque, después de esto, yo lo seré de él con toda mi alma! Dígale que se cuide, que se defienda, que al fin estamos en la única forma que podemos estar: como enemigos claros y francos. Y ahora...

—No me iré sin el niño.

Ambos han vuelto la cabeza. La luz del día que nace penetra ya por la larga reja de la galera, dando de lleno sobre el muchacho negro que se incorpora del banco de piedra, mientras sus grandes ojos asustados van de uno a otro de aquellos dos hombres. Pero la voz de Juan resuena imperiosa:

—¡Levántate, Colibrí! ¿Recuerdas al notario Noel? Viene a buscarte. Ese papel que tiene en la mano es la orden de libertad. ¡De tu libertad!

—¿Para mí? ¿Para mí solo...?

—Para ti solo. Y supongo que Santa Mónica pensará que con eso ya ha hecho demasiado.

—No envenenes al niño. ¿Tú qué sabes? —reprocha Noel—. Vengo a buscarte en nombre de tu ama, hijito: la señora Mónica ha logrado que te pongan en libertad y quiere que te lleve a su lado.

—¿Sin el patrón? ¡Yo no quiero dejarlo, patrón! ¡Déjeme con usted! ¡Yo no quiero irme con nadie!

—¿Ni con tu ama que tanto se preocupó por ti? Pues eres bien ingrato...

—No lo crea, Noel, simplemente aprendió a desconfiar, se encargaron de enseñárselo —explica Juan. Y dirigiéndose al muchacho, le aconseja—: Pero ahora no hay razón, al menos para ti. Anda, ve con Santa Mónica y sírvela como cuando estabas en el barco. Yo no te necesito aquí, y ella, seguramente, te cuidará bien. Siempre será un descargo para su alma...

—Lamento mucho que no quieras entender que Mónica no es culpable de nada —se queja Noel.

—¿De nada? Está usted muy seguro, Noel. ¿Podría asegurar con la misma firmeza que no fueron las cartas de Mónica las que movieron a Renato? Ahora quiere amparar a Colibrí, seguramente como una expiación por la imprudente sinceridad de una carta que me ha hecho parar en el Castillo de San Pedro.