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—No conozco bastante a Mónica como para poder asegurar lo contrario, pero aun siendo así, no habría nada que reprocharle...

—Usted no, claro... Pero yo soñé demasiado...

—Juan, ¿qué tratas de decirme? —se sorprende Noel, emocionado.

—¡Nada! —El toque de una corneta llega hasta ellos, y Juan advierte—: Cambian la guardia. Creo que debe usted marcharse. Si su permiso no era para visitarme...

—Era sólo para recoger a Colibrí y, en efecto, debo marcharme. Dentro de dos horas estarás frente al tribunal que ha de juzgarte, y supongo que no te faltará un buen abogado...

—Responderé yo mismo a las acusaciones del tribunal —señala Juan con altivez. Y dirigiéndose a Colibrí le ordena—: Ve tranquilo, muchacho. Iré a buscarte tan pronto como me devuelvan la libertad.

Ha acariciado con su mano ancha la lanosa cabecita oscura. Luego vuelve la espalda, alejándose hacia el fondo de la galera, mientras Noel sale silenciosamente llevando a Colibrí de la mano. Juan ha vuelto hacia las rejas, se ha inclinado hasta mirar la estrecha franja de cielo azul que asoma sobre los muros almenados, y ha sentido que aquel trozo de cielo es como un fino puñal de recuerdos clavándose en su alma, y murmura como para sí:

—Gratitud... gratitud... Sin embargo, ella dijo: felicidad... Y había luz de dicha en sus ojos. ¿Por qué se iluminaban? ¿Sabía ya, tenía la esperanza de escapar? ¿Qué había en sus pupilas? ¿Era la luz del triunfo? ¿Se burlaba acaso? Había amor en sus ojos... pero, ¿para quién era ese amor?

Sus manos se han cerrado sobre las duras rejas, ha inclinado la frente y ya no mira el cielo azul, sino los negros y carcomidos muros del patio... Una ola de inmensa amargura pasa por su alma y, en esa ola, su esperanza naufraga, al protestar:

—Sí, era amor... ¡Amor... para Renato!

Una ola gigante se apaga en la playa, casi bajo los pies de Mónica, y luego el mar parece aquietarse. La luz del día que nace, aquella misma luz que los ojos de Juan contemplan a través de las rejas de su galera, baña de pies a cabeza el cuerpo grácil de la mujer que se ha detenido un instante, clavando las azules pupilas en el ancho mar... Casi le parece mentira haber regresado... Está en su isla convulsa, en la tierra que le viera nacer, entre los negros acantilados y la pequeña playa que fue tálamo del amor tormentoso de Aimée y Juan. ¿Por que ha vuelto con ansia a aquel lugar? ¿Qué anhelo desesperado, de revolver el puñal en su propia herida, la impulsa? ¿Qué deseo insensato de matar, a fuerza de martirio, un sentimiento que ya la afrenta, la empuja hacia aquel lugar? Ella misma no lo sabe. Como si con sus manos monjiles empuñara las cuerdas del cilicio para herir sus carnes, así toma aquel pensamiento que la desgarra, azotando en él sus sentimientos, sus ensueños, su loco amor por Juan... Ha llegado a la entrada de la gruta y, como antaño Aimée, es ahora ella quien pronuncia aquel nombre, como si lo besara al pronunciarlo:

—¡Juan... mi Juan...! —Mas reaccionando con amargura, repele—: Pero no... Nunca fue mío... Jamás... Jamás... ¡Es de ella, de la que supo ahogarlo con su perfume, de la que supo sepultarlo en su fango! ¡Sólo por ella vivía, sólo por ella esperaba...!

Ha caído de rodillas, con el mismo temblor convulso que un día sacudiera a Aimée en aquel mismo lugar. Y, como ella entonces, deja correr las lágrimas amargas...

—¡Debo olvidar, debo arrancarme del corazón su imagen... ¡Oh...!.

Repentinamente ha pensado en Renato, ha recordado su antiguo amor, el que envenenara su adolescencia, el que le hiciera vestir los hábitos, el que sólo es ya como una sombra sobre su alma. No... no quiere a Renato, casi le sorprende pensar que alguna vez le amó, y su imagen se borra, mientras se hace más fuerte la de Juan, como si se levantara, trazada con caracteres de fuego, desde el fondo de su alma...

—Juan, el pirata... Juan, el salvaje... Juan del Diablo...

Pero sus ojos lloran sin que ella pueda detener esas lágrimas. Por encima de sus palabras hay algo que se clava en su corazón y en su carne: aquellos brazos estrechándola, aquellos labios muy cerca de los suyos, aquella mirada de odio o de amor que ardía como una hoguera en los ojos de Juan...

—Amor... Sí... amor por Aimée. ¡Su amor de siempre! ¡Su amor, que no se acaba!

Con paso leve, con ademán ondulante, con tierna sonrisa, con cálida mirada, toda ella carne de tentación y de deseo, Aimée de Molnar se ha acercado a Renato, cruzando aquella estancia anexa a la alcoba, en cuyo rincón, sobre una vieja mesa, ha amontonado Renato notas y papeles, desdeñando los delicados fiambres, la botella de champaña entre el cubo de hielo derretido, las perfumadas frutas y las sabrosas confituras a las que no parece haber prestado la menor atención...

—Renato mío, ¿hasta cuándo?

—Por favor, déjame acabar...

—Pero acabar, ¿de qué? Te has pasado la noche sentado frente a esos papeles sin hacer más que releerlos y mirarlos...

—¿La noche? —murmura Renato desconcertado—. Sí... claro... Es increíble... Pasó la noche ya, y hoy es de día...

—¿Te das cuenta de que he pasado la noche esperándote? —insinúa Aimée con una queja mimosa.

—Dispénsame. Ya te advertí que tenía muchas cosas de qué ocuparme. Supongo que tú sí te habrás acostado y habrás dormido algo, ¿no? Perdóname... No me he dado cuenta de que pasaba el tiempo, y...

—Renato, ¿dónde vas?

—¿Dónde he de ir sino a bañarme, a afeitarme, a cambiarme de ropa? Como estoy, no puedo presentarme en los tribunales...

—¿Vas a los tribunales? Podías hacer que te representaran... Si vas personalmente, te harán pasar un rato horrible... Tú tienes derecho de enviar un abogado en tu lugar. ¿Por qué no mandas a Noel, por ejemplo?

—Noel no sabe nada de este asunto. Ni ha intervenido, ni yo deseo que intervenga, sin contar con que, probablemente, no aceptaría la comisión. Siente demasiada simpatía por Juan...

—¿Qué puede importar eso? ¿No eres tú quien le pagas?

—No pago su conciencia, Aimée. Su corazón y sus afectos le pertenecen totalmente...

—Ya... Tienes miedo de que no apriete bien los tornillos... Estás muy empeñado en hacer condenar a Juan... ¡Pobre Juan!

—¿A qué viene ahora compadecerlo? —se revuelve Renato con visible malhumor—. Más natural sería que te compadecieras de tu hermana. Ella es la única victima de todo esto.

—¡Qué razón tienen los que dicen que debe uno morirse antes de confesar una falta! Ahora no piensas más que en Mónica...

—Aunque así fuera, ya era hora de que alguien pensara en ella...

—Sientes no haberlo hecho hasta ahora, ¿verdad? —espeta Aimée con cierta ira.

—Pues bien... Si así fuera...

—Si así fuera, ¿qué? —apremia Aimée colérica—, ¡Acaba! ¡Dímelo de una vez! Si así fuera, no harías sino corresponder al afecto callado y solícito que ella guardó para ti durante tanto tiempo... Si así fuera, no harías sino corresponder al amor que mi hermana te tuvo siempre, a ese amor que no supiste ver y que ahora te pesa, ¿verdad? ¡Dilo claro, dilo de una vez! ¡Di que te pesa, que sientes haberte casado conmigo y no con ella! ¡Acaba por fin de confesarlo!

—¡Basta! ¡No tienes sino un ridículo ataque de celos! Lo único que yo estoy haciendo, es remediar una falta tuya.

—¿Y si no hubiera sido una falta, sino el ejercicio de mi legítimo derecho a defenderme? ¿Si hubiera preferido ver a mi hermana casada... con cualquiera, con Juan del Diablo, con tal de no verla al lado tuyo?

—¡No inventes ahora eso!

—¡No es una invención, es una verdad que salta a la vista! ¿Y sabes cuál es la única manera de convencerme? ¡Permitiendo que Juan sea puesto en libertad! Haciendo lo posible, y lo imposible, para que lo absuelvan los jueces, y devolviéndole lo que le has quitado. Si no lo haces, pensaré que toda tu protección a Mónica no es más que por celos. ¡Sí... por celos de Juan!