—¡Basta! Acabarás por volverme loco si sigo escuchándote. Y además, ya está bien justo el tiempo. Voy a ir a ese tribunal para sostener mi acusación y para darle a Mónica la oportunidad de tomar el camino que quiera. Para eso hice cuanto he hecho, y hasta el fin lo llevaré, porque hasta el fin tengo que llevarlo. —Y dando un portazo violento, Renato sale de la habitación dejando a Aimée sola y furiosa hasta tal extremo, que le hace amenazar con rabia:
—¡Estúpido... grosero! ¡Pero no harás condenar a Juan! ¿Quieres guerra, Renato? ¿Quieres guerra descubierta? ¡Pues tendrás guerra!
Apoyando la mano en las rugosas paredes de la gruta, Mónica se ha puesto de pie. No sabe cuánto tiempo ha pasado. No sabe cómo ni por qué llegó a aquel lugar, donde la noción de la realidad se pierde, donde su alma parece naufragar en el océano amargo de mil recuerdos y sentimientos encontrados... Pero la voz de bronce de la vieja campana la sacude, despertando su voluntad y trayéndola al momento presente... Con paso inseguro, emprende la terrible ascensión de los acantilados, mientras murmura:
—¡Dios mío... Esas campanas... la hora, el juicio...!
14
LAS PUERTECILLAS DEL fondo se abren dando acceso al paso perezoso de los jueces y de los escribanos. En los asientos reservados para las personas importantes, va espesándose la concurrencia aristocrática, la flor y nata de la pequeña sociedad martiniqueña, especialmente en su representación masculina: médicos, abogados, comerciantes, alguno que otro nombre ilustre en Francia, ahora dorado al sol de las plantaciones de cacao, de café, de caña... Todos van llegando como al descuido, todos se acercan al olor picante de aquel escándalo que envuelve al nombre más alto y las arcas mejor repletas de la isla. Han venido hasta plantadores de Fort de France y hacendados del Sur, que se saludan como si les sorprendiera encontrarse... También se ven los uniformes azules de los marinos y los de colores más brillantes de las oficialidades de tierra... Pero el cuchicheo calla de repente, las cabezas se vuelven, los ojos se fijan con una atención más profunda cuando, esquivando la mano inoportuna de los gendarmes que le guardan, cruza el acusado el corto trecho que le separa de su tribuna... El presidente del tribunal agita una campanilla de argentino tintinear, y ordena:
—¡Silencio... Silencio! Ocupe su tribuna, acusado. Diga su nombre, apellido, edad y profesión.
Juan ha sonreído con su sonrisa amarga, recorriendo de una sola mirada la ancha sala del tribunal. Todos los ojos están fijos en él, todos los oídos lo escuchan con ansia, y de repente siente que es un símbolo de su vida: ¡el mundo contra él, y él contra todo!
—¿No me ha oído, acusado? Su nombre, su apellido, su edad, su profesión...
—Excuse su Excelencia si me tomé un momento para pensar —se disculpa Juan con sarcástico respeto—. En realidad, no es fácil dar respuesta a sus cuatro preguntas. No creo que nadie se haya tomado el trabajo de bautizarme: no tengo nombre. Ningún hombre reconoció jamás ser mi padre: no tengo apellido. Que yo sepa, no existe ningún testigo de mi nacimiento... la fecha es indeterminada: no tengo edad. ¿Mi profesión? Cada uno la llama como le conviene llamarla. En realidad, no tengo profesión, pero como la respuesta es obligatoria, repetiré las palabras de los demás: soy Juan del Diablo, el contrabandista, el pirata...
—¡Su respuesta es absolutamente insolente, acusado! No le ayudará esa actitud frente a este Tribunal.
—Ninguna actitud que yo tome, ha de ayudarme...
—¡Basta! Limítese a responder cuando se le pregunte.
—Perdón —acata Juan en tono irónico—. Creí que su Excelencia me hablaba directamente, y me tomé la libertad de explicarle...
—¡Silencio todos! —ordena el presidente agitando de nuevo la campanilla—, Y usted, acusado, procure guardar mayor respeto y compostura en sus respuestas hacia este Tribunal. ¡De pie, para escuchar el acta del proceso!
Juan se ha limitado a cruzar los brazos, mientras un menudo hombrecillo de cabellos canos se agita en su toga, desenrollando el fárrago de las acusaciones, y comienza a leer:
—"Hoy, veinte de marzo de mil novecientos dos, en la ciudad de Saint-Pierre y ante este Tribunal, se presenta el acusado, Juan, sin apellido, conocido por Juan del Diablo, de edad aproximada entre los veinticinco y los veintiocho años, de raza blanca, estatura un metro ochenta, cabellos negros, ojos castaños, barba afeitada, profesión pescador o marino en barcos de cabotaje, estado civil casado, propietario de la goleta Luzbel, con patente de esta ciudad; de otra parte, el acusador, don Renato D'Autremont y Valois, de edad veintiséis años, ciudadano francés, natural de la Martinica, de cabellos rubios, ojos azules, barba afeitada, complexión delgada, estatura un metro setenta, contribuyente número uno de los municipios de Santa Ana, Diamant, Anse D'Arlets, Rivière Salé, Vauclín, Saint-Spirit, Saint-Pierre y Fort de France, propietario de las fincas denominadas Campo Real, Duelos y Lamentine, con residencia en esta ciudad y en las antedichas fincas, estado civil casado, oficial de la reserva, graduado en Saint-Cyr, ante este tribunal reclama, contra Juan sin apellido, conocido por Juan del Diablo, por deudas, cohecho y abuso de confianza, y presenta otros cargos que hacen del llamado Juan del Diablo un individuo indeseable, como contrabandista, defraudador del fisco y transporte indebido de pasajeros, además del secuestro de un niño conocido por Colibrí, y numerosos juicios de faltas por riñas, injurias, juegos prohibidos, golpes y heridas en individuos que a su debido tiempo, y como testigos, se irán presentando. El acusador pide la detención inmediata de Juan, la investigación de sus hechos delictuosos, el embargo de su única propiedad, consistente en la goleta Luzbel, para cubrir el pago de su deuda, y la entrega, a quien corresponda, del muchacho secuestrado. Pide, asimismo, sea juzgado Juan, y castigado, de acuerdo con las leyes, a las penas correspondientes, vigentes en los Artículos 227 y 304 de nuestro actual Código Penal. He dicho".
La mirada de Juan ha recorrido otra vez, lentamente, la sala, mirando uno a uno cada rostro vuelto hacia él. Desde el respetable presidente del tribunal a los gendarmes de altas botas y sable en bandolera que le guardan en actitud expectante, como dispuestos a saltar sobre él al primer movimiento... Luego, sus pupilas parecen dilatarse, su boca se crispa en un gesto de sarcasmo, de ira, casi de asco... Toda su atención se fija en un solo rostro, de claros ojos y rubios cabellos, impecablemente vestido, pulcramente afeitado, un poco pálidas las mejillas, un algo incierto el paso: el hombre de quien la sangre le hace hermano...
—En su calidad de acusador, este tribunal cede la palabra a don Renato D'Autremont y Valois —expone el presidente.
—No ocupo por mi gusto el lugar del fiscal, señores magistrados —empieza a explicar Renato en tono seguro y pausado—, ni es la pequeña deuda personal que tiene conmigo Juan del Diablo lo que me ha hecho acusarlo, denunciarlo, promover su extradición y ponerlo, al fin, ante este tribunal. Es mi deber indeclinable, es mi situación de ciudadano de la Martinica, y de jefe de mi familia, consanguínea y derivada, lo que me ha obligado a asumir la actitud que hoy presento. El hombre a quien acuso pertenece a ella por razones de enlace matrimonial. Eso, todos lo saben. Anticipándome a las insinuaciones maliciosas, a las alusiones veladas, a las medias palabras, proclamo también ante este tribunal que no ignoro, y él sabe, que otros lazos de sangre nos atan... Mi declaración es insólita, y muchos juzgarán que improcedente y hasta indecorosa. Muchos juzgarán que debería yo callar lo que a mi paso todos murmuran, lo que a mis espaldas todos comentan, lo que no es un secreto para nadie, lo que, a pesar suyo, llena desde los primeros momentos el pensamiento de los señores magistrados y de cuantos se hallan presentes en este tribunal. Ya que todos lo piensan, prefiero yo decirlo sin titubeos: Juan del Diablo es mi hermano...
—¡Silencio! ¡Silencio...! —ordena el presidente agitando furiosamente la campanilla en un vano intento de acallar los murmullos, las exclamaciones y el alboroto que las palabras de Renato han levantado en la sala.