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—Pero olvidemos este detalle, mellada el arma que algunos pensaban esgrimir contra mí —prosigue Renato dominando la situación—. Considero a Juan un sujeto indeseable en nuestro ambiente y comunidad: díscolo y violento, pendenciero y audaz, irrespetuoso de las leyes, burlador de las ordenanzas, y, lamentablemente, de baja calidad moral... No soy yo quien va a afirmarlo, sino los testigos que uno a uno van a presentarse ante este tribunal... testigos de las tristes hazañas de Juan del Diablo... desde la tripulación de ese barco que sólo sirvió para transportar contrabando y carga robada, hasta el pequeño Colibrí, arrancado de manos de sus parientes con el pretexto sentimental de no ser bien tratado... Antes de proseguir mi acusación, pido la presencia del primer testigo ante este tribunal...

—¡Válgame Dios! ¿Qué es eso, Ana? —pregunta Aimée asustada.

—¿Pues qué va a ser, mi ama? La gente... —explica Ana calmosa—. Cuando estábamos abajo y usted andaba preguntando, yo me asomé por la ventana, y allí estaban todos: el juez, los gendarmes, Juan del Diablo y el señor Renato, habla que te habla...

Pálida, jadeante, toda nervios y excitación, cruza Aimée con su rápido paso una de aquellas galerías que sirven de antesala al salón de los tribunales. A pesar de su audacia, tiembla; por encima de su determinación, hay en sus frescas mejillas una palidez extraña; los ojos, asustados, miran a todas partes, y sólo es un sedante para su excitación terrible la plácida calma con que Ana sonríe dando vueltas y vueltas a su largo collar, entre sus dedos color tabaco.

—Si ha empezado ya el juicio, no habrá tiempo de nada.

—Pues claro que hay tiempo, mi ama. No se mortifique tanto. Deje usted que vayan al juicio y que digan y digan hasta que se cansen. El gobernador se lo arregla a usted todo, todo, todo...

—¡Calla! El viejo gobernador es un imbécil. Sólo a él se le ocurre desaparecer en un momento semejante.

—De tonto no tiene nada, al contrario. Él vio que se iban a enredar los cordeles y seguro que determinó: yo mejor me largo... Porque es lo que yo digo: quien manda, manda, y el señor gobernador...

—¿Quieres callarte y no seguir diciendo tonterías? Por culpa tuya hemos llegado tarde. Cállate y ayúdame a pensar. Necesito hablar con los jueces, con los jurados; necesito ponerme en contacto con los que van a juzgar, antes de que el juicio haya ido demasiado lejos...

Repentinamente, una de las puertas laterales sé ha abierto y un hombre joven, con uniforme de oficial inglés, aparece en su marco. Impulsada por su intuición maravillosa, Aimée va hacia él sin vacilar, y saluda:

—Buenos días. ¿Es usted uno de los testigos contra Juan del Diablo? —Ha avanzado hasta estar muy cerca de aquel hombre, que desconcertado retrocede un paso, y sus negrísimos ojos parecen medirle y valorarle con una mirada de miel y fuego. Luego, se acerca aun más hasta el desconcertado joven y melosa, le halaga—: Creo que puedo adivinar, quién es usted, por su uniforme y por sus maneras. ¿Se trata del oficial que le tomó prisionero en Dominica? Por ahí se dice que tiene usted cosas horribles que contar de Juan...

—Lo que tengo que contar, señorita —aclara el oficial en tono de reserva—, podrá escucharlo si pasa al departamento del público. Fuera de la Sala de Audiencia no puedo informarle, pues está prohibido hablar con los testigos. No sé si usted lo sabe...

—Yo sólo sé que lo que necesito es hallar a un amigo, alguien en quien confiar, un hombre lo bastante discreto para guardar silencio y lo bastante audaz para ayudarme. Perdóneme si me dirijo a usted sin conocerle, señor oficial, pero estoy desesperada...

Aimée ha avanzado hacia Charles Britton, que esta vez no retrocede... Permanece mirándola muy de cerca, como si el fuego de aquellos ojos negros le deslumbrara, como si el acento ardiente y apasionado de aquellas palabras paralizara su voluntad...

—Usted es un héroe, lo sé. He oído los comentarios; las cosas que hizo usted en ese horrible viaje...

—En ese horrible viaje, si hubo un héroe no fui yo precisamente, sino Juan del Diablo. Pero, repito, tengo prohibido hablar con nadie, señorita. Salí un instante de la sala de testigos, y tengo que volver en seguida, porque me van a llamar...

—¡Escúcheme, por favor! No es posible que me vuelva así la espalda... ¿No tendrá usted piedad de una pobre mujer?

—Yo, sí... pero... Es que... —balbucea el oficial, confuso.

—Usted va a declarar contra Juan...

—Yo voy a decir sólo la verdad, señorita, la absoluta verdad de lo ocurrido durante el viaje, que no creo perjudique a ese hombre, sino al contrario... De lo demás, no sé absolutamente nada, pues ignoro hasta los motivos del proceso. Responderé cuando me pregunten, y nada más...

—¡Juan del Diablo es inocente; ha caído en una trampa, en una celada! ¡Todos están contra él! El gobernador me había prometido ayudarme, pero no ha querido enemistarse con las gentes poderosas que quieren perder a Juan por motivos particulares. Es un asunto personal, absolutamente ajeno a la justicia, lo que ha hecho a Renato D'Autremont acusarlo. ¡Es preciso que me ayude usted a salvarlo!

—Pero, ¿cómo? ¿En qué forma?

—A veces, una palabra salva.

—No será la mía, por desgracia. La suerte del juicio depende de otros testigos, no de mí, señorita. Hay, por ejemplo, un hombre con el brazo aún entablillado. Creo que fue victima de una agresión. Seguramente lo que él diga tendrá peso, como lo tendrá la declaración del muchacho que, según dicen, ha secuestrado. También hay algunos pequeños comerciantes, creo que perjudicados por él... Ya le digo, soy el menos indicado...

—¡Yo necesito hablar con todos ésos! Escúcheme... Usted no va a negarme un favor insignificante...

Ha apoyado su mano suave y cálida en el brazo del oficial, y el perfume sutil que impregna su persona llega hasta el joven envolviéndolo con una tibia sensación que debilita su voluntad. Con angustia, mira a todos lados, fijando luego los ojos en aquellas bellísimas pupilas de mujer clavadas en las suyas como hipnotizándole. Charles Britton siente desmoronarse su fortaleza. Y comprendiéndolo así, Aimée insiste, zalamera:

—Confío en usted... El corazón me dice que debo confiar... Es mi buena estrella la que lo ha hecho asomarse... Usted puede hacer llegar algunos recados de mi parte a los testigos de esa sala...

—¡No, no, imposible! —protesta el oficial confundido.

—No diga esa palabra tan dura, no mate así mis últimas esperanzas... Sólo dos cosas... aunque no sean sino dos cosas. Ponga usted este dinero en manos del hombre del brazo entablillado y diga en su oído la consigna; ¡Hay que salvar a Juan del Diablo! También puede hacer llegar a manos de Juan un papel de mi parte...

—¡No es posible! Está estrictamente prohibido, tenga en cuenta que yo, menos que nadie, por mi calidad de oficial, y de oficial extranjero...

—¿Qué le importan a usted las leyes de Francia? —refuta Aimée con tierna insinuación—. Además, no le estoy pidiendo que haga nada, absolutamente nada público, sino particular. El papel que quiero que haga llegar a sus manos, en privado. Son solos unas líneas... unas líneas para sostener su ánimo... Justamente aquí traigo un trocito de papel. Si tiene usted un lápiz...

—Sí, aquí lo tengo... Pero... —vacila el oficial.

—Préstemelo un instante. Son unas líneas. Unas líneas nada más, pero esas líneas van a darle fuerzas, cambiarán su ánimo. Estoy plenamente segura que después de leerlas... —Ha arrebatado el lápiz de la mano vacilante del oficial, ha escrito unas breves líneas a toda prisa, ha doblado luego el papel en cuatro, dobleces, cerrando ella misma, con la dulzura de sus miedos suaves, la mano que se niega a tomarlo, al tiempo que suplica—: Sé que hallará usted la forma de que Juan lea esto antes de que comience a declarar. Y sé también que hará usted lo que le digo...

—Si su empeño es tan grande... Pero lo cierto es que yo... yo... —tartamudea confuso el oficial.