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—Usted tendrá mi gratitud, para siempre —insinúa Aimée provocativa—. Para siempre y en todo lugar, tendrá usted en mí una amiga... Una amiga para todo... Créamelo, oficial... ¿Su nombres es...?

—Charles... Charles Britton, para servirla... Pero... —Se detiene un momento y, con vivo interés, pregunta?—: ¿Y usted, señorita? ¿Puedo saber con qué nombre debo recordarla?

—Lo sabrá demasiado pronto... Confío en su caballerosidad... Confío hasta el extremo de decirle algo con lo que me juego hasta la vida. ¡Recuérdeme como a la mujer que da su sangre por Juan del Diablo!.

15

—¿TIENE USTED ALGO que alegar en su defensa, acusado? —interroga el presidente del tribunal.

—¿Su Excelencia desea de veras que yo me defienda? —finge asombrarse Juan sin abandonar su ironía.

—Por tercera vez llamo la atención al acusado con respecto a la insolencia de sus respuestas... Limítese a aprovechar la oportunidad que le he dado. ¿Tiene algo que añadir en su defensa, con respecto a las acusaciones del último testigo? ¿Puede negar las pruebas irrefutables de haber trasladado durante casi una docena de viajes, productos adquiridos ilícitamente, mercancía robada?

—¡Yo no robé! Creo que, tenemos distintos conceptos de la palabra robo, Excelencia...

—¿Y también tenemos distintos conceptos de las órdenes de embarque? Aquí hay, a la disposición de los señores del jurado, más de una docena de pliegos que corroboran la declaración del último testigo. Pueden examinarlas... Ron, cacao, tabaco, algodón, especias... todo productos de las depredaciones de los pequeños propietarios del Sur de Guadalupe, trasladado y vendido por usted a comerciantes de Saint-Pierre y Fort de France, a precios que perjudican el mercado.

—Reconozco que son ciertos los cargos, reconozco que fui agente de los pequeños propietarios del Sur de Guadalupe, totalmente arruinados por el sistema de préstamos sostenido por los usureros que tolera el Estado en las ciudades de Petit-Bourg, Goyavé y Capesterre. Esos productos fueron sustraídos de las propias fincas que esos hombres habían regado con su sudor, habían hecho fructificar con su sangre...

—¿Pretende justificar el robo? —casi chilla el presidente al tiempo que agita nerviosamente la campanilla para acallar los fuertes murmullos que las palabras de Juan despiertan en la sala.

—De ninguna manera, Excelencia. Sólo para los cargos de este tribunal, fueron ladrones los pequeños colonos que sacaron su mercancía después del embargo que totalmente les arruinaba. Para mí, el robo fue de los que compraron cosechas a la cuarta parte de su valor, de los que hicieron firmar pagarés con cifras tres veces más altas del dinero prestado. Ustedes acusan a mi barco de llevar mercancía robada... Yo creo que la verdaderamente robada, fue la adquirida por los ricos traficantes de Petit-Bourg, Goyave y Capesterre a precios irrisorios y con usura despiadada... Y en cuanto al último cargo que se me hace... ¿Cuál es ese último cargo? ¿El secuestro de Colibrí?

—Aún no ha llegado el momento de oír sus descargos sobre el secuestro del muchacho... Ahora es preciso hacer constar en acta que reconoce haber trasladado y vendido mercancía de Guadalupe a Martinica, a espaldas de las autoridades portuarias. Su declaración lo admite plenamente, y el descargo moral pueden tomarlo en cuenta, si quieren, los señores del jurado. Está, pues, probado el segundo cargo...

—Quedan probados todos los cargos, si todos son como ése. Sí, sí, señores magistrados, sí, señores jurados, ayudé a librar la pequeña parte que arrancaban de las garras de sus opresores los desdichados labriegos de Guadalupe, defraudando a los ricachos cuyas panzas engordan a costa de la miseria y del dolor de los demás. Ayudé a desvalijar ricos cargamentos arrancados a la miseria, a la ignorancia y al desamparo de muchos desdichados. Sin permiso, trasladé pasajeros, facilitando la fuga de los trabajadores esclavizados por contratos inhumanos. En más de una ocasión aligeré de su botín a los hartos de todo, acaso confiando en que habían robado bastante para que no fuera pecado robarles a ellos algo. Pasé mercancía de contrabando adelantándome a las Aduanas, en las que conozco empleados lo bastante venales para que, un contrabandista que expone su vida en los mares, no haga nada más que tomarles la delantera...

—¡Basta... Basta! ¿Está loco? —intenta callar el presidente enarbolando furiosamente la campanilla, pues los murmullos van subiendo de tono cada vez más.

—Estoy diciendo la verdad —prosigue Juan impertérrito—. Y en cuanto al secuestro de Colibrí... ¿Dónde está él? ¿Por qué no lo traen? No quiero ser yo el que hable... le dejo la palabra a él mismo, y le dejo a Dios la misión de juzgar a esos que se llaman parientes, a esos de cuyas garras pude librarlo. Pido, exijo la presencia de Colibrí...

—¡He dicho que basta, acusado! Los testigos serán llamados en el orden que se indica. ¡Ujier, haga comparecer al próximo testigo!

—¡El próximo testigo! —se oye gritar una voz lejana—. Teniente Charles Britton, de las Reales Fuerzas Británicas...

—Exijo a Colibrí primero —insiste Juan.

—Usted no tiene derecho a exigir nada —rehúsa el presidente—. Guarde compostura, o los gendarmes se la harán guardar.

—Pero, ¿dónde está Colibrí, qué han hecho de él? ¿Por qué no acude? ¿Por qué lo quitaron de mi lado? ¿Dónde lo han llevado?

—Aquí está Colibrí, y está también otro testigo que este tribunal se olvidó de citar: ¡Está la esposa de Juan del Diablo!

Abriéndose paso entre los grupos compactos que llenan los bancos destinados al público, esquivando al ujier que ha pretendido detenerla, aprovechando el momento de confusión para llegar hasta el estrado donde Juan responde a las acusaciones del tribunal, ha contestado Mónica haciendo avanzar al oscuro muchacho que lleva de la mano, y hacia ella se vuelven los rostros atónitos... Ni aun para presentarse en aquel lugar ha recuperado sus severas ropas señoriles. Lleva la alegre falda de colorines que Juan hiciera comprar para ella en Grand Bourg, oculta sus rubios cabellos bajo el típico pañuelo de las mujeres martiniqueñas y, envolviendo el talle esbelto, lleva aquel rojo chal de seda que Juan comprara para ella en los almacenes de la isla de Saba. A pesar de su intensa palidez, todo en ella es reposo, mesura, serenidad... Nunca pareció, a los ojos de Juan, tan altiva y helada; nunca pareció tampoco más bella a las deslumbradas pupilas de Renato que, a pesar suyo, se ha acercado temblando. También en la puerta de la sala de testigos, otro hombre se detiene, paralizado por el impacto que su declaración ha causado en todos: Charles Britton, oficial de las Reales Fuerzas Británicas...

—¡Pido ser escuchada, señor presidente del tribunal!

—Pero, ¿estás loca, Mónica? —le reprocha Renato. Y alzando la voz protesta—: ¡Y yo pido su abstención, señor presidente! La ley no la obliga a declarar...

—¡No hay ley que me niegue el derecho a decir la verdad! —porfía Mónica con decisión—. ¡Pido ser citada como testigo! ¡Exijo ser escuchada!

—¡Si no se restablece el orden, mandaré suspender el juicio! —anuncia el presidente intentando en vano atajar los fuertes murmullos y los comentarios que la presencia de Mónica han prendido como reguero de pólvora.

—Un momento, señor presidente —reclama Renato—. Como acusador privado, he hecho citar a los testigos necesarios para comprobar mis acusaciones. Entre ellos, no está Mónica de Molnar.

—¡Puedo pedirla yo como testigo de descargo! —exclama Juan con voz fuerte y poderosa.

—¡No! ¡No en este momento! —rehúsa Renato. Y en tono angustiado, musita una súplica—: Mónica... Mónica...

—¡No en este momento, en efecto! —tercia el presidente—. Pero no puede rehusarse la declaración, si ella desea darla. La ley le permite abstenerse, señora. ¿Por qué no se acoge a esa ventaja?

—¡No deseo esa ventaja, señor presidente!

—Bien. Señor acusador privado, le ruego que ocupe su lugar —ordena el presidente—. Ese niño, a la sala de testigos. ¡Despejen el estrado, o haré despejar la sala! ¡Que pase el tercer testigo de la acusación!