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Mónica ha retrocedido mirando a Juan. Desde que entrara, ha tenido el deseo casi irresistible de correr hacia él, de estrecharle en sus brazos olvidándolo todo, menos la enorme verdad que llena su alma... Y él también la mira, cruzados los brazos; la mira como si también a ella la desafiara, palideciendo un poco más cuando Renato D'Autremont la toma del brazo, cuando la hace retroceder, obligándola a tomar asiento muy cerca de él, cuando se inclina para hablarle casi al oído, en voz baja, como en un cuchicheo:

—Mónica, no pensé que llegases a este extremo.

—No vas a detenerme, hagas lo que hagas, Renato. Mi deber es estar junto a Juan...

—Me he propuesto rescatarte, aun contra ti misma, y he de lograrlo. Cuando seas absolutamente libre, harás lo que quieras, y bien sé que no volverás con Juan.

—Es mi esposo, y mientras exista ese lazo, le pertenezco. Los sentimientos no me importan.

—¡Por eso quiero romper ese lazo! Pero ahora, calla, Mónica...

Mónica alza la cabeza con angustia... Frente al presidente, el joven oficial levanta la mano para jurar y, entre los guardias que lo custodian, la mira desde lejos Juan con una máscara de rencor sobre el semblante, con un temblor de rabia en las anchas manos...

—Me limitaré al relato de los hechos, señor presidente —expone el Teniente Britton—. Encargado de hacer cumplir la orden de extradición, prendiendo al acusado Juan del Diablo y llevándolo a bordo del guardacostas Galiónhasta entregarlo a las autoridades que representa este tribunal, puse todo mi empeño en el cumplimiento de ese deber. Acaso el acusado tenga razón para calificar de duros los medios empleados para detenerlo, pero la única advertencia de los partes oficiales era que se trataba de un criminal extremadamente peligroso, y mi primer deber era salvaguardar la seguridad de los soldados a mi cargo. Otros dos tripulantes de la goleta Luzbelhicieron resistencia, y fueron encerrados con su patrón. Me estoy refiriendo al segundo, nombrado Segundo Duelos, y al grumete llamado Colibrí. Por elemental deber de humanidad bajé personalmente a abrir la bodega en la que estaban encerrados cuando, descompuestas las máquinas, arrastrados por el temporal hasta mares peligrosos, perdido el timonel y herido el capitán, el Galiónllegaba al mayor peligro de zozobrar...

—Entonces, ¿puso usted en libertad a los prisioneros?

—Dentro de aquel barco, a punto de hundirse, me fue preciso asumir la absoluta autoridad y, bajo responsabilidad propia, les dejé libres...

—Usted sabía que se trataba de marinos avezados. ¿No les prometió nada a cambio de que se hicieran cargo de tripular el guardacostas?

—No, señor presidente. Sólo pensé que no debía negarse a ningún hombre la última oportunidad de salvar su vida. Pero había muy pocas probabilidades de que nadie la salvara...

—¿Pidió a Juan del Diablo que se hiciera cargo del barco?

—Debo confesar que no, señor presidente. Él tomó, por propia iniciativa, el mando del barco, y comenzó a impartir inmediatamente las órdenes necesarias. Durante muchas horas esperé que Juan del Diablo ordenase nuestro asesinato. Era bien fácil arrojarnos por la borda y, libres de nuestro testimonio, llevar el barco en la dirección que se le antojase. Generosamente, nos concedió la vida. Hizo atender a los heridos y, usando de recursos insospechados, como improvisar velas y cordaje, burló uno de los peores temporales que recuerdo haber corrido en el Caribe. Es de justicia que yo declare, públicamente, no haber conocido marino más sereno y más audaz que el patrón del Luzbel...

—Puede ahorrarse el capítulo de alabanzas, oficial. ¿Puede decirnos cuándo recuperó usted el mando de la nave?

—Por tercera vez, y sin que esto entrañe una alabanza, señor presidente, debo confesar que me fue devuelto por impulso generoso y espontáneo del acusado. Fui el primer sorprendido cuando su orden de volver proa a la Martinica me trajo al cumplimiento de mi misión con sólo unas horas de retraso.

—¿Atribuye el hecho insólito a la gratitud del acusado por haber abierto usted las puertas de la bodega-calabozo, en que las circunstancias le condenaban a morir?

—No, señor presidente. El acusado, Juan del Diablo, deseaba presentarse ante este tribunal. Estaba seguro de poder desmentir los cargos, de probar su inocencia. No creo que ni por un momento me haya agradecido aquella oportunidad que, por otra parte, pagó con creces. En todo momento se mostró el mismo: irónico, agresivo, mordaz, igual atado en el fondo de la bodega que cuando mi vida y mi honor estaban en sus manos. Por lo tanto, y en nombre de una gratitud que yo sí siento, si algo puedo pedir a este tribunal es que se tome en cuenta, para el descargo de las faltas que puedan probárseles, que a él y a sus hombres se les debe la vida del capitán del guardacostas Galión, la de cinco tripulantes que sobrevivieron y la de los cuatro soldados que venían a mis órdenes con el encargo de custodiarlo... a más de la mía propia... por lo que públicamente quiero darle las gracias.

Tras el breve murmullo, un largo silencio expectante ha parecido flotar sobre la sala. Con el doblado papel que Aimée le diera, oculto en la mano derecha, retrocede el joven oficial mirando a Juan del Diablo, mientras el presidente se vuelve hacia Renato, cargado el gesto de involuntaria ironía:

—¿Tiene alguna pregunta que hacer a su testigo el señor acusador privado?

—Ninguna, señor presidente... O sí... Un momento... ¿De dónde provenía la orden de tratar a Juan como un criminal peligroso?

—Estaba circulando como tal en la isla de Jamaica —aclara el oficial.

—Eso es todo, señor presidente —señala Renato—, He querido aclarar públicamente que no era mi deseo, ni mucho menos mi empeño, el que fuese maltratado. Quiero también demostrar a este tribunal que no en todas partes se mostró tan generoso con sus enemigos como a bordo del guardacostas Galión...

—¡No! —estalla Juan con indomable violencia—. No siempre me he mostrado generoso con mis enemigos, y mucho menos he de mostrarme de ahora en adelante. El informe de Jamaica es exacto: puedo ser peligroso, puedo devolver golpe por golpe, infamia por infamia, y así será, Renato... ¡Yo te juro que así será!

—¡Basta! ¡Basta!

El presidente del tribunal ha hecho un esfuerzo para dominar el desbordado murmullo, la ola de encendidos comentarios que han levantado las palabras de Juan. Y es ése el instante que el oficial inglés ha aprovechado para acercarse al estrado, deslizando el doblado papel bajo la ancha mano de Juan, que se apoya en la baranda... Juan ha retrocedido con aquel extraño papel en la mano, y su primera mirada es para Mónica. ¿Acaso es de ella? Algo parecido a un soplo de esperanza ensancha su alma al imaginario, y sus pupilas buscan con ansia la respuesta de aquellos otros ojos. Pero junto a Mónica sigue Renato, otra vez se ha inclinado para hablarle casi al oído. Se diría que sostiene una violenta discusión con voz ahogada, y con ansia estruja Juan aquella carta que no quiere leer bajo tantas miradas clavadas en él, aquella carta que puede transformar su alma con una docena de palabras, aquella carta que, por encima de su valor, le hace temblar...

—Que pase el cuarto testigo de la acusación —ordena el presidente. Y el secretario, a su vez, alza la voz para repetir el llamado:

—¡El cuarto testigo de la acusación! ¡Benjamín Duval! ¡Benjamín Duval!

Pero Benjamín Duval, no se presenta.

—¡Silencio... Silencio! —recalca una vez más el presidente—, ¿Tiene alguna pregunta que hacer a su cuarto testigo el señor acusador privado?

—Comprendo perfectamente la ironía del señor presidente de este tribunal —acepta Renato con aparenté tranquilidad—. Yo mismo no puedo menos de sonreír frente a la forma en que mis dos últimos testigos han declarado. Pero no importa nada, para lo que se trata de probar. Benjamín Duval no niega, no puede negar el hecho comprobado. Juan del Diablo le hirió en una riña de taberna dejando inútil su brazo derecho como hasta el presente lo está, y es el cuarto hecho que, contra viento y marea, deseo hacer constar ante este tribunal. ¡Es cierto que Juan del Diablo trasladó y vendió mercancía robada! ¡Es cierto que Juan del Diablo ayudó a desvalijar, junto a las costas de Jamaica, un rico cargamento de café, tabaco y cacao! ¡Es cierto que sostuvo poco menos que una batalla con los traficantes de ron! ¡Es cierto que ha burlado todas las leyes de restricción del contrabando, en más de diez islas del Caribe, defraudando a los gobiernos coloniales de Francia, Inglaterra y Holanda! Es cierta, también, la lamentable riña de taberna en la que jugó y perdió su goleta Luzbel, levantando después un embargo gracias a una cantidad de dinero que aún no ha pagado...