—¡Señora Molnar, basta... Basta! —desaprueba el presidente—. Ha tomado usted el papel del abogado defensor, y en ningún casa podemos oiría en ese tono. No es para escuchar argumentos, sino hechos, para lo que este tribunal le concede el derecho de hablar.
—En seguida llegaré a los hechos, señor presidente. Solo quería suplicar a los señores del jurado que fuesen menos crueles con Juan de lo que el destino fue con él desde niño. Por lo demás, sus faltas, sus delitos, los cargos de que se le acusa han ocurrido en su mayor parte en otros países y bajo otras leyes...
—La testigo olvida que los principales cargos son, aparte de su riña con Benjamín Duval, el incumplimiento de su promesa de seguirle pagando una indemnización mediante la cual retiró él su demanda —recuerda el presidente—. El abuso de confianza que significa sacar del puerto un barco embargado antes de satisfacer la deuda que lo detenía a la disposición del que hoy lo acusa: el señor Renato D'Autremont y Valois...
—Justamente iba a llegar a ese asunto, señor presidente —interrumpe Mónica—. La forma en que Juan fue detenido, la severa incomunicación en que hasta ahora ha estado, me han impedido cruzar con él una sola palabra, participarle algo que su desinterés, su verdadero desprecio al dinero le hizo ignorar: la mujer con quien se casó en Campo Real cuenta aún con algunos bienes de fortuna. Una dote modesta. Con ella garantizo a este tribunal el pago de esa deuda. Hago promesa solemne, a los acreedores aquí presentes, de abonar hasta el último centavo, y espero que con ello sea bastante para dejar sin lugar el cargo de abuso de confianza.
—¿Puedo hacer una pregunta a la testigo? —inquiere Renato—. Sólo quería preguntar a la testigo, recordándole antes que declara bajo juramento, si fue también a causa de la bondad de Juan del Diablo que rogó al doctor Faber escribiese a su madre pidiendo ayuda, apoyo, auxilio para escapar de la goleta Luzbel, en donde era retenida contra prescripción facultativa, a pesar de estar gravemente enferma.
—Jamás pedí al doctor Faber que escribiera en esa forma, ni a mi madre ni a nadie —rebate Mónica con energía—. Sólo quise hacerle saber que aún vivía. Juro que ésa, y sólo ésa, fue mi súplica para el doctor Faber.
—Admitamos que el médico obró por iniciativa propia, que el dolor y el abandono de una compatriota, llevada a pesar suyo en aquel barquichuelo miserable, le conmovió al extremo de ir más allá de lo que se le rogara. ¿No son acaso hechos lo bastante claros para desmentir la pretendida bondad de Juan del Diablo?
—Sólo guardo gratitud para él durante ese viaje. A sabiendas acepté su pobreza. Y ningún tribunal puede acusarlo si yo no lo acuso, nadie puede sostener contra él una demanda que yo rechazo. Me considero deudora de una profunda gratitud para el acusado, y en nombre de esa profunda gratitud...
Ha callado, sintiendo que las fuerzas le faltan, pero una firme mano varonil la sostiene. Junto a ella está Renato que, aprovechando el instante, se vuelve al tribunaclass="underline"
—Es profundamente doloroso para mí obligar a la testigo a tocar asuntos íntimos; es lamentable ventilar ante un tribunal público lo que sólo atañe al honor y a la dignidad de los que son ya miembros de mi familia; pero cuando se llega a un extremo tal, hay que apurar hasta la última gota del trago más amargo. Públicamente, y asumiendo de nuevo el cargo de fiscal en el que fui interrumpido, pido a los señores del jurado un veredicto de culpabilidad para que él presidente de este tribunal aplique la sanción más severa que marque la ley para los cargos probados y confesados por el propio acusado, y corroborados por los testigos que acaban de declarar. Pido la mayor pena que el código prevenga, para protección de esta sociedad a quien él maldice y ataca, para ejemplo de los que quieran seguir sus huellas, y en provecho de la mujer a quien, por desgracia, yo mismo puse legalmente en sus manos. Si ella, en su infinita nobleza, insiste en ser una esposa leal, yo pido a los señores jurados y a los señores magistrados que me ayuden a reparar mi gran falta, para poder seguir sintiéndome un hombre honrado.
Un silencio solemne ha seguido a las palabras de Renato. Sin fuerzas para detenerle por segunda vez, Mónica se ha alejado unos pasos. Ahora está muy cerca de Juan, pero apenas puede mirarlo; hay un torbellino que parece girar ante sus ojos, un golpear de martillos que atormentan su cabeza. Otra vez, como en aquel terrible viaje hasta la costa, cree vivir una pesadilla infernal, y para ella, las voces, más que sonar, estallan, penetrándola con cien dardos de angustia restallando como latigazos...
—El acusado puede hablar en su defensa o aceptar al defensor de oficio que este tribunal le ha deparado —manifiesta el presidente.
—Doy las gracias al defensor y al tribunal —desprecia irónico Juan—. Mi única defensa sería negar la verdad, y no he de negarla. Poco valen las razones que pude tener para hacer lo que hice, según ha afirmado la elocuencia del señor acusador privado. Yo desprecio el dinero, lo desprecio y lo odio con toda mi alma, o al menos lo he despreciado hasta ahora. Tal vez por asco de ver que es el precio de todo, tal vez a causa de la repugnancia de mirar aferrarse a él a los que lo tienen, y volverse más insaciables cuanto más oro se amontona en sus arcas. No pregunté por su dote al que me dio por esposa a Mónica de Molnar. Los hombres de mi clase no nos casamos con las dotes, sino con las mujeres. Y si todo este proceso, tal como acaba de declarar Renato D'Autremont, no tiene más objeto ni finalidad que arrebatarme a la mujer que legalmente me pertenece, yo le respondo que no lo logrará jamás, a menos que pague a un asesino para matarme!
—¡Silencio... Silencio! —grita el presidente por encima del vocerío que se ha desencadenado ante las palabras de Juan—. Se suspende la vista. Veinte minutos de receso antes de oír a los testigos de descargo. ¡Despejen la sala!
Juan se ha vuelto en vano hacia Mónica. Dos gendarmes le han cerrado el paso, otros dos le empujan por el largo pasillo. En sus manos está aún el doblado papel que Charles Britton le diera al declarar. Mientras marcha entre cuatro fusiles, lo abre y lo lee con ansia. Son sólo unas palabras, locas y apasionadas palabras de amor, que le estremecen haciéndole dudar. Es una letra de mujer, de largos y nerviosos caracteres desiguales. No hay un signo, no hay una firma, no puede recordar si ha visto antes esa letra, pero el sutil aroma de nardos que exhala el papel es como un relámpago repentino en su memoria, y lo estruja con rabia, lo deja caer y, como un sonámbulo, se deja llevar...
Mónica ha seguido los pasos de Juan. Ha escapado a las manos de Renato, ha esquivado al ujier qué intenta detenerla. Corre ansiosa, con el anhelo de alcanzarlo, de cruzar con él aunque sea una palabra, una sola palabra... Pero ha llegado tarde. La puerta claveteada se ha cerrado tras el último gendarme, y ella se vuelve vacilante, como si despertara, ahogada por el tumulto de sentimientos que la envuelven... Muy cerca de la puerta hay estrujado un pequeño trozo de papel, que recoge con ansia. Sí, ahora recuerda, ahora está segura: vio caer ese papel de las manos de Juan, mientras corría en vano por alcanzarlo, y tiembla pensando que pueda ser un mensaje, una palabra... ¿Para ella acaso?
Lo ha leído, una y otra vez... y casi no comprende, Al fin, su mente se aclara. Recuerda aquella letra, conoce demasiado bien aquel perfume de nardos que se le clava en la garganta, y murmura en un gemido de infinita desolación:
—De Aimée para Juan... ¡Para Juan...!
Poco a poco, todos van regresando... más grave y ceñudo el presidente del tribunal, más aburrido y despreocupado el viejo secretario, más nerviosos e inquietos los doce hombres, escogidos entre todas las clases sociales, que forman el jurado...