—El tribunal... Se reanuda la audiencia —anuncia el secretario.
Mónica ha llegado también, trémula y pálida, y clavando en ella una mirada de profundo y doloroso reproche, cruza Renato hasta llegar al centro del estrado. Hay una fiera determinación en toda su actitud, como una brusca reacción exterior a la desolación de su alma, y es como un acicate, que se clavara torturándole, aquel viejo orgullo de los D'Autremont y de los Valois que corre mezclado en su sangre...
En silencio, llega Juan. También, como Renato, parece más sereno y más pálido; hay en él un gesto de determinación desesperada... gesto que, en los rostros distintos, marca, como un sello indestructible, su innegable parecido de hermanos...
—Antes de dar paso a los testigos de descargo —advierte el presidente—, pregunto por segunda y última vez al acusado Juan del Diablo: ¿Desea ser asistido por el defensor de oficio que le otorga este tribunal?
—No, señor presidente...
—Bien... Que pasen los testigos de descargo...
—Testigos de descargo: Segundo Duelos Panart... —llama el secretario.
—Por una cuestión de orden, señor presidente —objeta Renato—. Segundo Duelos formaba parte de la tripulación del Luzbel. Puede considerársele como un empleado de Juan del Diablo...
—Se trata de un ciudadano libre, señor D'Autremont —rechaza el presidente—, que declarará bajo juramento y será reo de perjurio si sus declaraciones son falsas. —Y dirigiéndose a Segundo, advierte—: Acérquese a la barra de los testigos... ¿Se da usted cuenta de la responsabilidad en que incurre faltando a la verdad en sus declaraciones, testigo?
—Sí, señor... claro... Pero no necesito mentir para defender a Juan del Diablo...
—Bueno... ¿Jura decir la verdad, toda la verdad, y sólo la verdad, en cuanto le fuese preguntado? Conteste: "Sí, juro". Y levante la mano para jurar...
—Sí, juro...
—Baje la mano y diga cuanto sepa del acusado Juan del Diablo... Cuanto pueda servirle para negar los cargos o atenuar la responsabilidad de ellos. ¿Estaba usted presente cuando la riña en la taberna de "Dos Hermanos", donde resultó herido Benjamín Duval?
—No, señor presidente, nunca estaba con Juan cuando llegábamos a puerto. Yo cuidaba de la goleta anclada, él entraba y salía, contrataba las cargas, hacía todos los arreglos. Luego nos pagaba, unas veces por sueldo, otras por una parte de la ganancia... Era generoso y considerado con todos... Jamás nos engañaba...
—¿Puedo hacer unas preguntas al testigo, señor presidente? —solicita Renato. Y al concedérsele la autorización, se dirige a Segundo—: ¿Sabía usted que la mayor parte de las cargas que trasladaba el Luzbeleran robadas? Recuerde que está declarando bajo juramento...
—Pues bien, yo nunca le pregunté al patrón de dónde salían las cargas. No creo que haya ningún tripulante de barcos de cabotaje que lo haga, ni ningún patrón que soporte tales preguntas...
—¿Ha terminado, señor D'Autremont?
—Un momento, señor presidente. El testigo estaba presente en Jamaica cuándo fue secuestrado Colibrí. Él le vio golpear a los empleados de los Lancaster, le vio disparar contra las barricas de ron, le vio también esconder al muchacho en la goleta, tomándolo para provecho propio, y hacer levar las anclas para huir. ¿Le vio, o no le vio?
—Sí le vi. Pero lo de provecho propio no es verdad... Colibrí no hacía nada en el barco, no hacía nada en ninguna parte. Pasaba la vida de niño bonito, acompañando al patrón, y no me lo quiso dar para grumete, aunque varias veces se lo pedí porque lo necesitaba...
—¿Qué pretextos le expuso para no otorgar esa ayuda?
—Pretexto, ninguno... Sólo dijo que no quería grumetes en su barco... Que los grumetes sufrían demasiado...
—Sí, señor presidente —tercia Juan—. Viví como grumete durante tres años. Sé bien lo que es la suerte de un muchacho al que todos, desde el capitán hasta el último marinero, pueden mandar, reprender y castigar. No saqué a Colibrí de Jamaica para que siguiera siendo un esclavo... Lo era en casa de los Lancaster... Cien veces puedo asegurarlo, y Segundo Duelos, que ha jurado decir verdad, puede afirmarlo... ¿Cuándo viste por primera vez a Colibrí, Segundo? ¡Responde la verdad... la verdad!
—Arrastraba una carga de leña más grande que él mismo... Un capataz le tiraba piedras desde lejos, y le gritaba estimulándolo.
—He terminado con mis preguntas —ataja Renato con la intención de cortar los crecientes murmullos—. Considero inútil, señor presidente, la repetición de un relato tan profundamente desagradable, y repito lo que ya dije ante este tribunaclass="underline" ¿Por qué Juan del Diablo, o cualquiera de sus hombres, no denunció el hecho a las autoridades? ¿Por qué él, los que con él andan, se consideran autorizados para hacer la justicia por su propia mano? En esta desdichada historia de Colibrí...
—¡Están de más todas las palabras, señor presidente!
Otra vez Mónica se ha levantado, como impulsada por una fuerza incontrolable; otra vez se enfrenta al tribunal, esquivando el ademán de Renato, que intenta detenerla, desoyendo toda voz que no sea aquella que en su conciencia parece gritar...
—Están de más todas las palabras... ¡Ven aquí, Colibrí, acércate! Señores magistrados, señores jurados... no son palabras, sino hechos los que quiero mostrar. En la carne de este niño están impresas las huellas de la barbarie de los Lancaster, y ninguna palabra dice más que estas cicatrices. —Bruscamente ha despojado a Colibrí de su camisa blanca, mostrando a todos aquellas horribles huellas de crueldad que un día le hicieron estremecerse llevando a sus ojos las lágrimas—. ¡Esta es la prueba más clara! Este es el cargo más grave contra Juan, y desafío a cualquier hombre honrado a que siga sosteniéndolo tras mirar lo que todos han mirado...
Mónica ha hecho a un lado al asustado muchacho, ha recorrido con la mirada relampagueante a aquel tribunal que calla, sorprendido y emocionado, y sin mirar a Juan, se vuelve hacia Renato:
—Ya dije antes ante este tribunal, que Juan ignoraba la existencia de mi dote, una dote modesta pero intacta... Con ella garantizo el pago de esa deuda por la que se acusa a Juan de abuso de confianza. Hago promesa solemne, a los acreedores aquí presentes, de abonar hasta el último centavo, y confío en que la justicia no sea para ustedes, señores jurados, la letra muerta que castiga a ciegas, sino la comprensión humana que aplica esa ley a cada hombre, a cada corazón, a cada caso... Él no se defiende, no quiere defenderse; pero yo pido justicia... ¡Justicia humana para el acusado!
—¡Silencio! ¡Basta! —clama el presidente—. Ujier, obligue al público a guardar orden y silencio, o tendré que hacer despegar la sala... Y en cuanto a usted, señora Molnar, hágame el favor de abandonar la sala. El juicio debe continuar sin más interrupciones...
Como una sonámbula, ha abandonado Mónica la ancha sala del tribunal, no sin volverse desde la puerta para mirar a Juan un instante... pero aparta los ojos estremecida, quemada por el fuego luminoso que asoma a las pupilas de aquel hombre extraño... Aquellos ojos que ella nunca viera sino fríos y desdeñosos, amargos o burlones, aquellos ojos que parecen haber mirado todos los dolores y toda la tristeza del mundo, y que ahora brillan con un fulgor cálido de gratitud, acaso de admiración...
—¡Tú... aquí...!
Moviendo la cabeza, Mónica ha dado un paso atrás. Nada en el mundo hubiera podido dar a su alma un golpe tan brutal como la presencia de Aimée allí, junto a las ventanas que dan a la sala de los tribunales...
—Ya te oí defendiendo a Juan. Lo hiciste a las mil maravillas. Y ya vi también cómo él te miraba... Sabes arreglártelas perfectamente... Has cambiado de un modo extraordinario, y ya no podrá llamarte Santa Mónica...
—¡Calla! ¡Basta! ¡Si eres que voy a soportar...! —se revela Mónica a impulsos de la ira.
—Supongo que habrás tenido que soportarlo todo. Conozco a Juan. No es ningún caballero de la Tabla Redonda. Al contrario... No ha nacido la mujer que se burle de él...