—¿Quieres callarte de una vez? ¡Maldita... Malvada...!
—¡Basta! ¡No eres tú quién pueda insultarme!
—Ni hay insulto que te llegue, Aimée. Has caído demasiado bajo... ¿Qué haces en el tribunal? ¿Qué es lo que has venido a hacer aquí, olvidándolo todo: tus deberes, tu nombre, tus juramentos... esos juramentos que pisoteaste por completo, los que hiciste al pie del altar, los que me hiciste a mí por la vida de nuestra madre?
—¿Pero con qué derecho...?
—Mira este papel. Lo reconoces, ¿verdad? Lo escribiste tú... Tiene tu letra, tu perfume, tu modo vergonzoso de expresarte.
—¿Quién te dio ese papel? ¿De dónde lo has sacado? No dudo que desearás con toda el alma cualquier cosa para perderme —expone Aimée con fiera burla.
—Perdida estás por tus propias obras, por tus propios actos. ¿Qué has venido a hacer a este tribunal? ¿Por qué escribes de este modo a Juan, cuando el precio de mi sacrificio fue justamente que borrarías hasta el recuerdo del pasado?
—¿El precio de tu sacrificio? ¡Ay, hermana, me parece que el sacrificio no fue tan grande! Si no, ¿por qué defiendes a Juan?
—Lo defiendo porque fue noble y sincero, porque tuvo piedad de mi desgracia, porque, de cualquier modo, soy su esposa... Porque, para salvarte entonces, no vacilaste en hundirme en lo que pudo haber sido mi muerte... Y ahora me echas en cara no haber muerto, ahora lamentas que el hombre en cuyos brazos me arrojaste, como se arroja una víctima a la jaula de las fieras, haya tenido sentimientos humanos...
—¿Sólo sentimientos humanos?
—¿Pues qué pensaste?
Aimée ha respirado, ha sentido que bruscamente se le ensancha el alma, se ha estremecido presa de una alegría egoísta, instintiva y carnal... Ha sentido aflojarse en su garganta el nudo amargo de los celos, que la ahogaba, y casi sonríe viendo retroceder a Mónica, temblorosa y pálida, ardiente sólo en ella como una chispa de curiosidad...
—Entonces, ¿quieres decirme por qué está ese papel en tus manos?
—No quiero decirte nada. ¡Ni eso ni nada! —rechaza Mónica airada—. ¡No te importa! ¿Entiendes? ¡No te importa ni tiene que importarte! Piensa sólo que pudo costarte la vida, y que, sin embargo, te lo devuelvo.
—¿Quieres que te dé las gracias por no delatarme? —se burla Aimée con cínico sarcasmo—. No soy tan cándida para creer que sólo por mí callaste... ¡Callaste por él, por Renato, por tu adorado Renato! ¡Todavía te importa más que nada, más que nadie!
—¡Imbécil! ¡Imbécil! —repudia Mónica fuera de sí.
—¡Oh... Calla... Calla! —se asusta Aimée de pronto. Y con repentina angustia, suplica—: ¡Cuidado, Mónica... cuidado, que...!
—¿Qué? —se sorprende Mónica. Y con voz ahogada por la sorpresa murmura—: Renato...
Ha quedado inmóvil, ahogado el grito de indignación en su garganta, mientras Renato D'Autremont se acerca, sorprendido y rápido, al tiempo que indaga:
—¿Qué haces aquí, Aimée?
—Renato de mi vida, me volvía loca en aquella casa —intenta justificarse Aimée, en tono doliente e hipócrita—. Sola, como quien dice sola... con doña Sofía no hay que contar. Desde que por la hora comprendimos que había empezado el juicio, se encerró en su cuarto a llorar y a desmayarse. Dice que este escándalo va a matarla, y no le falta razón, Renato. A sus años, con sus pergaminos, con su orgullo... A mí me da una pena horrible que por un asunto nuestro. Quiero decir, que por un asunto de la familia Molnar, hayas hecho algo semejante... Tu madre opina que no debías haberte metido en nada de esto...
—Y yo comparto la opinión de doña Sofía...
Bruscamente se ha serenado Mónica, ha vuelto a tener el gesto reservado y altivo de cuando vestía los ásperos hábitos de novicia, y esquiva, como si no la viese, la ardiente mirada de Renato, que explica en un intento de justificarse:
—Demasiado sabes que sólo cumplimos un deber tratando de deshacer el mal que te causamos.
—Es justamente lo que yo le estaba diciendo —intercede Aimée con falsa ingenuidad—. Aunque, al fin y al cabo, me parecía que el daño no había sido tan grande, ya que, mal o bien, Mónica está queriendo a Juan... Precisamente llegué a tiempo de asomarme por esa ventana en el momento en que ella lo defendía con tanto calor, dejándote a ti en una situación bastante desairada, Renato...
—Mónica también entiende que el deber es preciso cumplirlo por encima de todo, y considera que su deber es estar de parte de Juan, ya que consintió en casarse con él...
—¿Lo entiendes tú así? Menos mal... Tenía miedo de que te disgustaras, de que te enojaras con ella... Pero ya veo que no hay nada de eso. Por fortuna, los enemigos públicos se siguen llevando como buenos parientes en la intimidad...
—¿Qué quieres decir, Aimée? —indaga Renato sorprendido.
—No sé... No le des mucha importancia. Estoy tan nerviosa, que no sé ni lo que digo.
Un nervioso agitar de campanilla, ordenando silencio a los fuertes murmullos que llenan el espacio, ha hecho que Renato se dirija a la ventana que da a la sala del tribunal, sacudido por una extraña agitación, y es el instante que aprovecha Aimée para acercarse a su hermana, sujetando su braza mientras le habla al oído con la furia desesperada de quien pone en una intriga su alma entera:
—Juan va a salir absuelto. Todos los jurados con los que he podido hablar, están de su parte, y ese papel que tanto te molesta se lo mandé sólo para darle ánimos, contestando a otro que él me había enviado pidiéndome ayuda y amparo en nombre de aquel amor nuestro que no puede olvidar... Yo no tengo la culpa de que Juan no me olvide, de que siga considerándome como el único amor verdadero de su vida. Tuve que escribirle diciéndole que le amaba todavía, porque sin mi amor no le interesan ni la vida ni la libertad. Esa es la verdad... Ya la sabes... ¡Ahora, si quieres, díselo a Renato!
Sin dar tiempo a responder a Mónica, corre Aimée hacia Renato tras derramar el veneno en el torturado corazón de su hermana... Todo es ahora distinto en ella: el gesto ingenuo, la palabra tímida y dulce, la actitud suave y enamorada con que se apoya en el brazo de Renato, al preguntar:
—Renato mío, ¿qué es lo que pasa?
—¡Es el colmo... el colmo! Pedro Noel está entre los testigos de descargo...
—Notario Noel, ¿qué tiene usted que declarar?
Una vez más, a la voz y a la autoridad del presidente, se han acallado los fuertes rumores, los comentarios violentos, el batir de los pensamientos y las voluntades, cada vez más prendidos y dominados por el interés de aquel proceso que pone frente a frente a dos hermanos... Un asombro indignado hace mirarse, unos a otros, a los altos personajes de la tribuna de los influyentes. Un ansia de desquite, una curiosidad violenta, y en algunos malsana, sacude las apretadas filas del departamento en el que el público común se amontona. Y absolutamente sereno, como si por una vez en su vida se decidiera jugarse el todo por el todo, Pedro Noel da vueltas entre las manos al deslucido sombrero de copa, compañero inseparable de su gastado levitón, antes de hacer uso de la palabra.
—Casi, casi, señor presidente, mi declaración está de más...
—¿Entonces, ¿por qué insistió en ser llamado como testigo?
—Hubo un momento en que pensé que haría falta, pero la elocuencia de los argumentos de la señora Molnar ha hecho inútil toda intervención posterior. Ella tiene razón: las palabras están de más. Nos ha presentado los hechos en toda su cruda realidad... El martirio de Colibrí, escrito, no en actas, sino en la propia carne del muchacho, y su sabio ruego a los señores del jurado pidiéndoles mirar este caso con un sentido realmente humano de la justicia, creo que sean lo bastante para conseguir un fallo absolutorio, que es lo que la mayoría estamos deseando. ¿Verdad?
—Señor Noel, en su calidad de testigo, no es discurso de defensa lo que puede usted pronunciar —le recuerda el presidente—. Si el acusado ha renunciado voluntariamente a las ventajas de la defensa...