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—Es porque tiene la conciencia de no haber procedido mal —interrumpe Noel como prosiguiendo los conceptos del presidente—, Porque piensa que sus intenciones están demasiado claras, que se transparentan de los hechos, y es además, señor presidente, señores magistrados, señores jurados, por la condición especial de la mentalidad del acusado. Y eso es precisamente lo que vine a decir ante este tribunal. Como existen hipócritas del mal, existen también hipócritas del bien, y el caso típico lo tienen ustedes delante, en el banquillo de los acusados. He aquí un hombre noble, generoso y humano; un corazón que destila piedad y amor al prójimo, demasiado herido, demasiado humillado para ser capaz de demostrar estos sentimientos. Le han tratado demasiado mal para que él pueda decir, sin rubores, que sigue siendo bueno y generoso, y que sigue amando a la humanidad...

»El señor presidente dijo al testigo, Segundo Duelos, que dijera cuanto sabía de Juan del Diablo, cuanto pudiera servirle para disculparse, para negar o suavizar los cargos... Pues bien, nada puede disculpar tanto los pecados de un hombre como el conocimiento de los dolores de su infancia. Segundo Duelos no los conoce. Tampoco creo que haya llegado a conocerlos a fondo la señora Molnar, aunque con su maravillosa intuición de mujer los haya adivinado. Yo sí, porque conocí al acusado desde niño, y puedo decir que es bueno, que es fundamentalmente bueno, señores jurados, a pesar de sus disparates, que siempre fui el primero en censurar...

—¿Puedo hacer una pregunta al improvisado testigo, señor presidente?

Todos los ojos se han vuelto hacia Renato. Este ha llegado trémulo, tembloroso de cólera, contenido sólo por el dominio admirable que le dan su educación y su voluntad, y avanza, clavando una mirada terrible en el rostro surcado de arrugas del viejo notario.

—Las preguntas que quiera, señor D'Autremont —concede el presidente.

—Más que testigo, panegirista de Juan, doctor Noel —apunta Renato destilando amargo sarcasmo—, ¿ha faltado o no ha faltado Juan del Diablo a las leyes y ordenanzas?

—Naturalmente que ha faltado, pero...

—¿Es o no lesivo para una sociedad, el que un hombre se crea superior a sus leyes y pase por encima de todo y de todos para proceder a su antojo, en forma arbitraria y dictatorial, distribuyendo premios y castigos como si tuviese los poderes de Dios en su mano? ¿Es o no lesivo, señor notario Noel?

—Bueno, desde luego... No es el sistema ideal de gobernarse, pero...

—¿Está o no está en este caso el acusado Juan del Diablo?

—No puedo negar que está en este caso...

—Entonces, los señores jurados no tienen más que dar un veredicto, en razón y en justicia, no es más que uno: ¡Sí... El acusado sí es culpable!

—Pero el acusado no es una fiera, es un hombre de carne y hueso —se rebela Noel con cierta violencia—. Y los señores jurados son hombres también, como somos hombres los notarios, los magistrados y los gendarmes. Y existe un momento en el que hay que hablar a la razón de los hombres, y por eso le pregunto yo a este tribunaclass="underline" ¿Qué ganará la sociedad con castigar a Juan del Diablo, si siguiendo las leyes, por su letra muerta, se le echa encima una pena excesiva y desproporcionada?

—La sociedad se librará de él y dará un ejemplo saludable a los que quieran imitar sus desplantes —remacha Renato con altivez—. Además, hará un acto de justicia, de verdadera justicia, no de justicia sentimental...

—Yo digo una cosa... Juan es como una fuerza ciega... Rechazándole e hiriéndole más, la sociedad le hace su enemigo, le convierte en una fuerza para el mal. Comprendiéndole ahora, absolviéndole, dándole una oportunidad de reparar sus faltas y de enmendar sus errores, la sociedad gana para sí una fuerza generosa y benéfica...

—Tal vez... Pero no por los medios legales. Usted es un hombre de leyes, notario Noel. Por eso son más sorprendentes, más absurdas, más descabelladas sus palabras, y me ha dado usted la más amarga sorpresa de mi vida. Pero no importa... Está en el fiel la balanza: de un lado, la sociedad y la ley; del otro, Juan del Diablo. ¿Por quién se decide usted, doctor Noel?

—Yo... Yo... —balbucea el viejo notario—. Yo estoy de parte de Juan...

—¡Silencio! ¡Silencio! —clama el presidente agitando con violencia la campanilla, en un intento más de acallar los fuertes murmullos—. Ha sido agotado el tiempo de los debates, han sido escuchados todos los testigos. Este tribunal cierra las actas. Los señores jurados pueden retirarse a deliberar. ¡Se suspende la audiencia!

El público invade ya la sala de audiencia aguardando el veredicto de aquellos jurados que ya vuelven lentamente, llenando el estrado... También los magistrados van dirigiéndose a sus puestos, y el presidente alza la mano, imponiendo silencio, al ordenar:

—Secretario, recoja el veredicto del presidente del jurado, y léalo en voz alta. Y usted, acusado, levántese...

—Aquí está el veredicto, señor presidente —musita el secretario—. El presidente del jurado dice: "Por mi honor y mi conciencia, ante Dios y ante los hombres... No... ¡El acusado no es culpable!"

Una oleada de alegría frenética ha sacudido los bancos en los que se agolpa el pueblo. Un rumor extraño, aprobación en unos, protestas en otros, estremece la amplia tribuna destinada a las personalidades importantes, a los invitados de honor de la sala de audiencia. Un vendaval de las más diversas emociones recorre, de uno a otro el extremo, la gran sala, mientras de pie, crispadas las manos que se apoyan en la baranda, Juan busca, con los suyos, los ojos de Mónica. La ha visto alzar la cabeza, levantar las manos temblando como si diera gradas a Dios, retroceder tambaleante de emoción hasta hallar el apoyo que le presta el respaldo de una butaca, para quedar luego inmóvil junto a Renato, mientras al otro lado de aquel hermano, convertido ahora en su peor enemigo, ha aparecido aquella otra mujer que un día encendiera su corazón y su carne, y que con falsa solicitud se vuelve a Renato, brindándole una vez más el espectáculo de su farsa:

—Renato mío, no vayas a preocuparte demasiado. Estas cosas pasan todos los días, y nadie les da verdadera importancia...

—¡Silencio! —solicita el presidente—. En virtud del anterior veredicto, este tribunal absuelve al llamado Juan del Diablo, reservándose el derecho de amonestarle aconsejándole más cordura de ahora en adelante. Pero en cumplimiento de la voluntad popular, expresada por el veredicto del jurado, ordena sea puesto en libertad inmediatamente, a no estar detenido por otro motivo... ¡Ah...! ¡Las costas del juicio quedan a cargo del señor acusador privado...!

Todo el mundo se ha puesto en movimiento... Segundo Duelos, Colibrí, los otros tripulantes del Luzbel, el teniente Britton y algunos marineros del Galión, han corrido hacia Juan, rodeándole con entusiasmo. Descienden los magistrados de sus tribunas, se apartan los gendarmes, el presidente del tribunal se acerca a estrechar la mano de Renato, y le dice:

—Lo siento en el alma, señor D'Autremont, pero era de esperarse. También lamento haber tenido que condenarle al pago de costas, pero la ley es la ley, y nosotros no podemos resolver las cosas a nuestro gusto, como los señores del jurado.

—Le estoy altamente agradecido, señor presidente, y no me sorprenden los resultados. Emprendí el asunto a todo riesgo...

—Y con el enemigo dentro de la propia casa... El presidente ha lanzado una mirada significativa al notario Noel, que desaparece entre la muchedumbre. Luego se vuelve a Mónica, pero ella no parece ver ni escuchar cuanto a su alrededor pasa. Aguarda inmóvil, tensa, pálida, las manos crispadas aferradas al respaldo de aquella butaca, y al fin echa a andar como una sonámbula...

—¡Mónica...!

Las anchas galerías se han vaciado, y a la voz de Juan, Mónica se detiene tambaleándose, como si no pudiese más, como si fuese a desplomarse. Él se ha librado de las manos tendidas, de los abrazos que le detuvieron, y ha corrido tras ella, pero algo se paraliza en su alma al mirarla, y las palabras tiemblan al salir de sus labios: