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—Mónica... Creí que te marchabas... Creo que tengo que darte las gracias y, sin embargo, no encuentro las palabras que quisiera emplear. Fuiste muy noble y muy generosa... Desde tu loca proposición de sacrificar tu dote, hasta tu forma de hablar en favor mío...

—Creo que todos, o casi todos, hablaron a favor tuyo, Juan. No tienes nada que agradecerme, pues no dije nada que no fuera verdad...

—Pero el solo hecho de que esa verdad esté en tu corazón, ya significa mucho para mí. El solo hecho de que recordaras tan claramente aquella tarde, cuando te hablé del martirio de Colibrí, y tú...

—No he olvidado ninguna de las horas que pasé a tu lado, Juan —confiesa Mónica. Y cambiando de pronto, exclama casi violenta—: No creo que debas perder el tiempo en inútiles cortesías. Sabes mejor que yo, que hay alguien a quien tienes mucho más que agradecer. Guarda para ella tu gratitud y dale las gracias como se merece. Ella lo está esperando...

—¿Eh...? No sé a quién puedes referirte, Mónica... Te juro que no entiendo...

—Entiendes demasiado. Claro que lo menos que puedes hacer es disimular, pero conmigo el disimulo es vano, absolutamente innecesario. Tengo la obligación de ser discreta... He sabido callar y seguiré callando...

—¿Callar? ¿En qué vas a callar?

—No me preguntes demasiado, pues hasta mi voluntad y mi paciencia pueden tener un límite, porque yo también puedo enloquecer y gritar como se grita de dolor, sin que nos sea humanamente posible soportar más...

—Te juro que...

Bruscamente ha callado, Juan... Muy cerca de Mónica, a sus espaldas, se yergue la figura altanera de Renato, pálido de ira, apretadas las mandíbulas, relampagueantes las pupilas. Al gesto de Juan, Mónica se vuelve, para retroceder espantada... Como dos espadas han chocado en el aire las miradas de aquellos dos hombres, pero no brota de ninguno de los labios el insulto que parece temblar en las pupilas de ambos. Es como si dos mundos distintos estuvieran frente a frente, multiplicando su veneno al calor de aquella sangre traidoramente fraternal, hasta que al fin Renato parece hallar el arma más cruel con que pueda herir al hermano sin nombre: el desprecio. Y vuelve la cabeza, ignorándole, para hablarle a Mónica:

—Supongo que es inútil pedirte que vuelvas con nosotros a casa...

—¡Totalmente inútil! —salta Juan sin poder contener la ira que lo embarga—. Perdóname que responda por ti, Mónica, pero todavía estamos casados y no hay pena infamante, no hay falta en mí, que te autorice a pedir ese divorcio que tanto anhela Renato. Es lo que más aprecio de esta libertad que tú misma has hecho que yo alcance, y por la que te estoy dando las gracias...

—Hoy todos tienen razón contra mí, pero no por eso voy a desalentarme —confiesa Renato con amargura incontenible—. Ya veo, Mónica, que quieres cumplir hasta el fin tu papel de esposa ejemplar. Por desgracia, no tengo el poder de estorbarlo... Siempre a tus pies, Mónica. Por si no lo sabes, quiero decirte que tu madre sigue aguardándote en tu vieja casa, y que en la mía, pase lo que pase, están abiertas de par en par las puertas para cuando quieras regresar. Buenas tardes... — y con paso rápido y gesto altivo, Renato se aleja dejando solos a los esposos.

—Déjame ahora, Juan —ruega Mónica con desaliento—. Ya me diste las gracias... gracias que no merecía, puesto que no hice sino cumplir con mi deber...

—¿Que te deje? —se sorprende dolorosamente Juan—. Entonces, ¿cuanto dijiste en el tribunal fue sólo porque consideraste tu deber reparar una injusticia? Entonces, ¿tu actitud poniéndote de mi parte y en contra de Renato, era tu conciencia, no tu corazón quien la dictaba?

—Supongo que para ti es igual.

—No es igual, puesto que te lo pregunto de este modo. No es igual, cuando te exijo... Sí, te exijo que me digas la verdad de tu alma...

—No creo que tengas derecho a exigirle nada a mi alma. Nuestra deuda está pagada... Supongo que hoy, tu orgullo y tu amor propio están bien satisfechos. Hoy no puedes dudar de lo que siente por ti la mujer que un día te traicionó. Por ti ha engañado, ha mentido, ha comprado voluntades... Por ti se ha expuesto a todo, bajando hasta tu calabozo para que la tuvieras en los brazos...

—¿Quién te ha dicho, Mónica...? ¿Quién...? ¿Acaso...?

—Acaso yo misma le he visto, pero eso no tiene ya ninguna importancia, porque eso es cosa mía, ¿y qué importo yo? ¿Qué puedo yo importarte?

—¿Y si me importaras más que nadie, más que nada en el mundo?

—¿Como qué? ¿Como botín? ¿Como arma contra Renato?

—¿Por qué no te olvidas de Renato? ¿Es que no puedes decir dos palabras sin nombrarle?

—Fue a él a quien desafiaste. Por odio, no por amor, hablaste de retenerme a tu lado... Pero, ¿qué sabes tú lo que es amor?

—¿Y por qué he de saberlo menos que Renato? ¡Tu Renato!

—¡No es mi Renato ni lo será nunca!

—Tal vez lo sea ya, tal vez ahora haya aprendido a amarte, y tal vez tú suspires por él todavía. ¡Pero tú no vas a ser suya! ¡No vas a serlo nunca! ¡Jamás!

Furiosamente, ciego de ira, como en los días tormentosos en que tras su forzada boda la llevase a través de los campos hasta el Luzbel, habla Juan, oprimiendo entre sus anchas manos las frágiles muñecas de Mónica, y ésta echa hacia atrás la cabeza, entornando los párpados. Siente las ilusiones muertas, el alma rebosante de amargura, pero al contacto de aquellas manos, a la vez imperativo y tierno, rudo y cálido, la invade un placer que no sintió jamás, un como derrumbamiento de su voluntad, un anhelo de no pensar nada, de no decidir nada, de ser como fuera en aquellas horas terribles del pasado: un botín en sus manos. De pertenecerle, aun cuando fuera a la triste manera de una esclava, aun cuando sangre en su corazón el desengaño por pensar que otra es la dueña del corazón de Juan.

—¡Antes de permitirlo, Mónica, creo que soy capaz de matarte!

—Están de más tus amenazas. Respeto el juramento que hice al pie del altar, y acabo de demostrarlo. También, aunque para ella nada valga, respeto el sacramento que lo hace esposo de mi hermana...

—Aun por encima de tus sentimientos, que todavía son de amor por él, ¿verdad? Las mujeres como tú no cambian...

—¿Y para qué vamos a cambiar? No puede extrañarte, puesto que tú tampoco cambias. La traición más rotunda, la burla más sangrienta, fue la boda de Aimée con otro, mientras tú luchabas contra la tierra y contra el mar para conquistar algo que ofrecerle... La perfidia más negra, fue la de ser a la vez tu amante y novia de Renato.. Y sin embargo, todo lo ha perdonado tu corazón...

—¡Tengo que perdonárselo todo ya que ella, al menos, me sigue amando!

—¿Y estás muy satisfecho de ese amor?

—¿Te importa como yo me sienta? ¿Te importa de verdad?

—En realidad, creo que no me importa nada... con lo que supongo te correspondo ampliamente. En realidad, ¿qué pueden interesarte mis sentimientos? ¿Cuándo te importaron?

—Nunca... nunca me importaron nada —comenta Juan en tono sarcástico—. Te felicito por tu maravillosa intuición... Cuando a un hombre como yo le importa mucho una mujer, está perdido, es el momento de debilidad en el que se pierde la batalla. Para los hombres como yo, las mujeres no pueden representar más que una hora de placer... Tú, ni eso... No te preocupes, porque tú eres mi legítima esposa, lo único legítimo que hay en mi vida desdichada. No tengo ni la más remota idea de cómo debe un hombre hablarle a su legítima esposa... Supongo que con muchísimo respeto y con muchísima frialdad... Debo inclinarme, cederte el paso y preguntarte con exquisita cortesía: ¿A dónde quieres que te lleve, querida, cuando salgamos del tribunal? ¿Es eso lo que esperas de mí? ¿Son esos los modales que debo usar?

Mónica siente que sus mejillas enrojecen, pero su cabeza se alza venciendo su dolor a fuerza de orgullo. No quiere que él la vea temblar, ni llorar; no quiere dejar escapar frente a él el triste secreto de aquel amor, que es como un crimen en los sombríos pasillos del palacio de justicia... Herida en su dignidad, quemada de despecho y de celos, aprieta los labios y calla, calla, mientras él vuelve a preguntar con voz que rezuma amargura, la cruel y burlona amargura de su desencanto: