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—Pues comienzo con toda cortesía: ¿A dónde debo llevarte, Mónica? ¿A nuestro cuchitril flotante, que espero nos sea devuelto, o preferirás el elegante hospedaje que nos brindan las tabernas del puerto? Nada de ello es digno de una dama, pero...

—¡Llévame al Convento de las Hermanas del Verbo Encarnado!

16

HERMANA TORNERA, HAGA la caridad de anunciarme inmediatamente al Padre Vivier y a la Madre Superiora. Dígales que Mónica de Molnar ha regresado. Pronto, hermana, por favor... creo que no podría esperar demasiado.

Con voz en la que tiemblan juntos el dolor y el apremio, Mónica ha hablado a la vieja tornera, que no puede apartar de ella los ojos sorprendidos. Una puertecilla disimulada se ha abierto en la alta reja, y al ademán de la tornera, cruza Mónica bajo aquel pequeño dintel que separa al mundo del claustro. Ha sentido el anhelo casi irrefrenable de volver la cabeza, de comprobar, mirándole cara a cara, que aún está allí Juan del Diablo, cruzados los brazos, clavada en ella la mirada... Pero no cede a la tentación, sólo respira con la angustia de aquel a quien le falta el aire, y echa a andar, casi tambaleándose, como si también la tierra le faltara, mientras Juan se muerde los labios y ve cerrar, tras ella, la pequeña puerta de barrotes labrados, símbolo frágil del muro que entre los dos se alza.

—Juan... Juan, ¿acabarás de explicarme?

—No creo que haya nada que explicar. Noel. Es hora de retirarnos...

—¿Sin ella? ¿Dejando a tu esposa en el convento?

—Puesto que ella así lo desea, sin ella será.

—Bueno, bueno... entendámonos. Al terminar el juicio, cuando me acerqué a felicitarte, me dijiste que todo se lo debías a Mónica. Tal vez hablaste con un poquito de ingratitud, pero al amor todo se le perdona, y no puede negarse que estuvo soberbia en el tribunal...

—Cumplió con su deber, pagó su deuda, considera que estamos en paz... Y como estamos en paz, no tiene obligación ni deseo de permanecer a mi lado. Esa es la verdad, la verdad que probablemente usted también sabe.

—Yo sólo sé que esa pobre niña sufría como una condenada... yo sólo sé que fue tu nombre lo primero que sus labios pronunciaron al pisar la tierra de la Martinica; que corrió a mí enloquecida, llenos los ojos de lágrimas, para pedirme que le ayudara a conseguir su único anhelo: verte esa misma noche, hablarte, Juan. No le asustaron las dificultades. Contra toda lógica, y contra toda la voluntad de Renato, logré que pudiéramos escurrirnos a través de la vigilancia del Fuerte. Usando del dinero y de las buenas amistades, le arreglé la forma de llegar hasta tu celda la víspera del primer día del juicio...

—Pero no llegó... no fue —refuta Juan, vivamente interesado—. Todo quedó en una buena intención, en un propósito vano...

—No llegó hasta tu celda, porque su lugar estaba ocupado. Había otra mujer. Por sus propios ojos la vio Mónica.

—¡No puede ser! —exclama Juan, desconcertado.

—Fue. Yo estaba cerca y la vi llegar a la reja, mirar hacia dentro y alejarse temblando. A Renato le dijo que se trataba de un abogado, pero después, a solas conmigo... No nombró a nadie, a nadie, ni tampoco hizo falta. Conozco bien el mundo, y sé hasta dónde son capaces de llegar las mujeres de la pasta de Aimée.

—¡No puede ser...!

—Pues sí es. De un solo golpe se destrozaron sus ilusiones, sus recuerdos... y demasiado noble ha sido declarando a tu favor y poniéndose de tu parte mientras llevaba la muerte en el alma...

—Me temo que sea usted muy cándido, Noel —augura Juan, incrédulo—. Mónica es una mujer admirable... no soy yo quien vaya a regatearle los méritos, ni el valor, ni la entereza, ni la lealtad... Pero no quiere, ni me querrá nunca. ¿O le dijo ella que me amaba?

—Bueno, decírmelo, decírmelo así de claro, con palabras, no me lo dijo... Pero hay que tener en cuenta su humillación y su despecho... Ella, como esposa...

—¿Como esposa? No, Noel, Mónica no ha sido mi esposa jamás. La mujer que legalmente me entregaron en Campo Real, a que llevé a la fuerza sobre el arzón de mi caballo, como conquista de vándalo, continúa siendo la señorita de Molnar.

Un gesto amargo ha plegado los labios de Juan. El viejo notario le mira confuso, desorientado, pero Juan reacciona bruscamente, clavando en su hombro la mano ancha y dura como una zarpa, al amenazar:

—¡Pero piense que se lo he dicho a usted, a usted solamente, y que repetirlo podría costarle demasiado caro, porque soy capaz...!

—Quítame la mano del hombro, que me estás derrengando, y déjate ya de decir sandeces —le interrumpe Noel con falso malhumor—. Ni yo voy a repetir a nadie lo que no le importa, ni me dan miedo tus tontas amenazas. ¿De modo que esa fue tu conducta con ella?

—Estaba enferma, casi moribunda. La fiebre la aturdió durante días enteros. Durante varias semanas no supo de sí misma. Cuando volvió a la vida, ya mi borrachera de odia había pasado, y ella no era más que una pobre mujer dulce y frágil como una flor... como una golondrina con las alas rotas, que hubiera caído sobre la cubierta de mi barco...

El viejo notario ha bajado la cabeza. Hay un extraño nudo de emoción en su garganta, que no le deja hablar, y algo como un velo de llanto en sus ojos cansados, al comentar:

—Resultas un tipo bastante extraño, Juan.

—¿Por qué? —refuta Juan con simulada indiferencia—. No es mérito de ninguna clase. ¿Qué importa una mujer más? Y una mujer que quiere a otro...

—¿Que quiere a otro? Muy seguro pareces estar.

—Lo oí de sus labios muchas veces. Luché por ayudarla a salir de ese amor malsano. Hace una hora, pude comprobar que aún continuaba. Es un amor que le causa horror, que le espanta, que la humilla, pero del que no se puede librar.

—Yo hubiera jurado que era a ti a quien amaba, que era por ti por quien lloraba cuando la hallé llorando sola en los acantilados que están junto a su vieja casa. Claro que ella me dijo que no, pero... —Duda un momento, y luego lentamente, murmura—: ¿Quieres decir que Mónica ama a Renato?

—Sí, Noel, eso he dicho sin quererlo decir; pero ya está dicho y es inútil volver atrás las palabras. No es por el pobre diablo de Juan, es por el caballero D'Autremont por quien Mónica del Molnar quiere enterrar su juventud entre estas paredes y ocultar su belleza en las sombras del claustro.

—Gracias por haberme recibido en seguida, Madre...

—Naturalmente. Este humilde convento es tu casa... Pero la hermana tornera me dijo que venías acompañada de tu esposo y de un notario... ¿Dónde están? ¿Por qué no pasaron?

—Vinieron sólo acompañándome. Pedro Noel, el notario, como amigo. Le pedí a mi esposo que me trajese aquí, y él complació mi súplica. Podía no haberlo hecho... Podía haberme dejado en mitad de la calle, o haberme arrastrado con él adonde dice que va a hospedarse: las tabernas del puerto. Pero, para eso, hubiera sido necesario que realmente me considerara su mujer, que me amara... Creo que le importo muy poco... Esa es la verdad... Creo que no es capaz de hacerme ningún daño, porque no es malo... Creo que es capaz de sentir compasión por mí, porque su corazón se compadece de todos los que sufren, aun cuando no quiera él mismo confesarlo... Creo que cortésmente me trajo hasta esta puerta, porque hay en su alma un instinto de nobleza y de dignidad... Pero nada más, Madre, absolutamente nada más...

Mónica se ha cubierto el rostro con las manos, ha caído, como si se desplomase, en el ancho taburete monacal puesto junto al limpio escritorio de la madre abadesa, y ésta, tras mirarla con sorpresa dolorida, pasa en una caricia su pálida mano sobre los rubios y sedosos cabellos de la afligida, e intenta consolarla:

—Hija... Hija, cálmate... Estás fuera de ti, como si hubieras enloquecido...