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—¡Soy la criatura más desgraciada de la tierra, Madre!

—No digas eso. Es pecado exagerar nuestros dolores. Miles, millones de criaturas, sufren infinitamente más de lo que puedas tú sufrir en estos momentos...

—Tal vez, pero yo no puedo más. Si usted supiera...

—Sé, hija, sé. Me han contado... Hasta el fondo de este retiro llegó la resaca, y, desde que me hablaron de tu extraña boda, cada día he estado esperando verte llegar y saber la verdad de tus labios... Acabas de decir que tu esposo no es malo...

—No lo es, Madre... ¡Él, que parecía mi enemigo, es quizás el único amigo que he tenido sobre la tierra!

—Pues, entonces, hija, ¿cuáles son tus males?

—Él es un hombre bueno, generoso... Por mí sintió primero odio y desprecio; compasión más tarde, al verme desdichada. Ahora... ahora no siente nada... Si acaso, un poco de gratitud... nada más que un poco, y quizás la compasión despectiva a que nos mueven los dolores que no comprendemos...

—Bueno... Pero esos sentimientos no pueden herirte ni dañarte...

—¡Me hieren y me dañan, me destrozan el alma, porque él quiere a otra! La quiere locamente, con una pasión sin freno, con una locura de pecado; la quiere sin importarle nada ni nadie; la quiere por encima de sus traiciones y de sus infamias; la quiere sabiendo que nunca le pertenecerá por entero; la quiere sabiendo que no tiene corazón, y busca sus labios aunque beba veneno en cada beso...

—Pero... pero eso es horrible —se desconcierta la abadesa—. Eso... eso no es amor, hija de mi alma... Eso no es sino una trampa del infierno... Pasará... pasará...

—No, Madre, no pasará... Es más fuerte que él, y le llena la vida. Quiere a la más falsa, a la más hipócrita, a la más cobarde y traidora de las mujeres, y la quiere para siempre... la quiere con toda su alma...

—¿Y tú...?

—¡Yo lo quiero a él del mismo modo, Madre! ¡Lo quiero loca, ciegamente, con ese mismo amor de locura y pecado... pero me moriré mil veces antes de confesárselo!

Cubriéndose el rostro con las manos, solloza Mónica, roto por fin el dique de su llanto tan largamente contenido... Llora, mientras la abadesa calla un momento permitiendo el desahogo de las lágrimas, antes de replicar:

—¿Y por qué ha de ser amor de locura, hija mía? ¿Acaso no se trata de tu esposo? ¿Acaso no lo aceptaste ante el altar, no juraste seguirlo, amarlo y respetarlo? ¿No cumples un juramento sagrado al ofrecerle ese sentimiento?

—Pero él no me ama, Madre. Usted no sabe en qué horrible circunstancia se ha celebrado nuestra boda. Nos arrastró un torrente de pasiones desbordadas, y no fue él el más culpable. Yo también le acepté, yo también permití que el sacramento se profanara tomándolo por esposo cuando no sentía por él sino horror, miedo, casi odio... Sí, creo que era odio el sentimiento que me inspiraba. Después, todo cambió...

—¿Qué té hizo cambiar?

—Yo misma no podría decírselo, Madre. Acaso la bondad y la piedad de Juan... No sé por qué le amé, no sé cómo ni cuándo... acaso porque hay en él todas las cosas que pueden cautivar el corazón de una mujer: porque es fuerte, hermoso, varonil y sano; porque su alma está llena de nobleza; porque su vida está llena de dolor; porque las cualidades de su alma me hicieron mirarlo como a una piedra preciosa caída en el fango de la calle; porque, aunque jamás le oí rezar, su bondad para con los desgraciados le acerca a Dios...

—Entonces, en tu amor no hay más que un pecado: la soberbia. Esa soberbia con que prefieres morir mil veces antes de confesarlo.

—El se reiría de mi amor...

—Si es como tú dices que es, no creo que lo haga. Y en último caso, ofrece la humillación a Dios en el fondo de tu alma.

—Eso no es posible, Madre. En el mundo no es posible. Usted, bajo el escudo de sus hábitos, en la sombra del claustro, mira las cosas de otro modo...

—En todas partes se puede servir a Dios, hija mía, y ofrecerle el sacrificio de nuestros pecados. Y tu pecado de orgullo...

—No es sólo orgullo, Madre, es pudor, dignidad... No sé, Madre, es algo superior a mis fuerzas, como si mi suerte estuviera decidida de antemano, como si mi destino lo marcara. En mi corazón, los amores no nacen sino para secarse a solas, para crecer con el riego amargo de mis lágrimas... Él no me quiere, Madre... Cuando me habló de acompañarlo, lo hizo en términos de que yo no aceptara; cuando le hablé de traerme aquí, ni siquiera me preguntó si era por unos días o por toda la vida que pensaba acogerme a los muros de esta santa casa. No quería sino deshacerse de mí; parecía impaciente, irritado, ansiosa por recobrar la poca libertad que mi presencia puede restarle.

—De todos modos, eres su esposa, y tu deber es estar a su lado. Debes esperarle en un lugar donde pueda regresar a ti, no en el claustro, sino en tu casa...

—No es sólo mía. Antes que a nadie, pertenece a mi madre, y también a mi hermana. En ella entran y salen gentes a las que no quiero volver a ver, a las que no puedo volver a ver, Madre. En aquella casa me vuelvo loca, acabaría hasta por olvidar que soy cristiana...

—Calma, cálmate... Esta es siempre tu casa, pero ya no como antes. Estás casada, tienes un deber ineludible en el mundo...

—No puedo volver junto a los míos. Mi madre odia a Juan... ha sido la primera aliada de Renato, la que más le ha animado, la que, con lágrimas en los ojos, le ha pedido que haga todo lo humanamente posible para librarme de ese matrimonio que le causa horror. Y mi hermana... mi hermana... ¡No, Madre, no puedo volver a ver a mi hermana!

—Escucha, hija mía. Prescindiendo de tu gente y de tu casa, tienes modo de vivir sola y honestamente. Tu dote fue depositada en este convento por tu propio padre. Cuando me dijeron que llegabas con tu esposo y un notario, pensé que venías a retirarla. Es perfectamente legal, ese dinero te pertenece...

—En efecto, tendré que hacerlo retirar; pero, en realidad, ya no es mío. Sirve de garantía a una deuda, una deuda que quiero pagar pase lo que pase. Madre, tengo su promesa, su promesa y la del Padre Vivier. Cuando hace algún tiempo salí de esta casa para probar mi vocación, ustedes me dijeron que si algún día volvía herida, destrozada, sin fuerzas para luchar ni para sufrir más, se abrirían las puertas de esta casa... Si ustedes no me acogen, si ustedes me rechazan...

—No te rechazaremos. Si es realmente así como te sientes, quédate y que la paz de Dios llegue a tu alma...

—Juan, antes de beberte ese vaso de veneno, quiero que me digas qué te ocurre para estar en ese lamentable estado de ánimo...

La mano decidida del viejo notario ha detenido el ancho vaso lleno de ron hasta los bordes, impidiendo que Juan lo lleve a sus labios, y los ojuelos vivaces parpadean muy de prisa, como si quisiera penetrar hasta el fondo los pensamientos que se ocultan tras aquella cabellera encrespada, a través de los grandes ojos italianos, desdeñosos y magníficos, cargados de dolor y de sombra...

—¿Todavía quiere usted que le diga lo que me ocurre? ¿Lo que me ocurrió siempre?

—De lo que te ocurrió siempre no vamos a hablar, sino de lo que te ocurre ahora. ¿No has salido con bien de ese proceso, de ese proceso de todos los diablos? ¿No te han dicho en el Juzgado que la goleta está a tu disposición desde mañana, sin que tengas por ello que pagar un solo centavo, porque los señores jurados, al declararte "no culpable", desvían de ti toda acción de la justicia, anulan el embargo de tu propiedad y te dejan limpio de toda mancha?

—Sí. ¿Y qué?

—Cuando llegaste de un misterioso viaje, que desde luego ya no es tan misterioso, ¿no me dijiste que traías dinero bastante para cambiar de vida? ¿No me hablaste de una empresa de pesca? ¿No me confiaste tu proyecto de levantar una casa en el Peñón del Diablo?

—¡Bah! Más vale no hablar de estas cosas. Ya lo que siento no es rencor, no es odio, sino asco...

—Calma el asco, deja el ron y escúchame. Ibas a casarte; ahora ya estás casado. ¿No te parece que tu proyecto viene de perlas a tu nuevo estado civil?