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—Soy casado con una mujer que no me quiere, que nunca me querrá... ¡Por favor, basta ya! He entrado aquí para olvidarme de todo eso, para ahogar en ron hasta el último rastro de lo que ha pasado...

—¿Por qué no te acercas al alma de Mónica? O, si lo prefieres, al corazón...

—Está ocupado. Lo llena totalmente la imagen de otro hombre, y el remordimiento de amarlo, que para ella es un pecado mortal. Sufre como una condenada, se retuerce como entre las llamas de un infierno, y yo no soy lo bastante abnegado para soportar ese sufrimiento por el amor de otro.

—¿Quieres decirme que reconoces que Mónica te interesa de un modo extraordinario?

—¡No reconozco nada! ¡Déjeme en paz! Le convidé a tomarse una copa, no a colocarme sermones que ni me hacen falta ni quiero escucharlos —rechaza Juan con violencia; pero en seguida se reprime y en tono de suave amargura, se disculpa—. Le agradezco su buena voluntad, Noel, pero no insista, no me haga remover el fondo de este pozo amargo que es mi alma, no insista en sacar a flor de labios la verdad...

—¿Y por qué no, hijo mío?

—¿Piensa usted que yo no he querido acercarme al alma de Mónica? ¿Piensa que no he tenido lástima de su tortura, que no he llegado a sentir la ilusión de que por fin se rompían las cadenas de su amor maldito, y de que eran mis manos, mis palabras, mi devoción silenciosa las que habían hecho el milagro?

—¿Has hecho todo eso?

—Sí, Noel, he hecho todo eso, y he fracasado. ¿Y sabe usted por qué? Porque Mónica de Molnar no puede amar a Juan del Diablo. Puede casarse con él, en un torbellino de locura; puede hasta morir por él, si hace falta, pagando una deuda que su orgullo no le permite conservar. Pero amarlo para la vida, compartir con él la vida, sentirlo a su lado como a un igual... no, Noel...

—Creo que estás totalmente equivocado con respecto a esa muchacha. Ella no tiene prejuicios. Y si los tiene, rómpelos tú, que fuerza tienes para ello y para mucho más. Rompe su amor imposible, sácala del infierno en que se agita, levántala en tus brazos, y sálvala... sálvala contra ella misma... Tú puedes hacerlo, Juan, es tu esposa y...

—No, Noel, ella puede gritarlo frente a un tribunal, pero no sentirlo dentro de sí. No soy más que un proscrito, un excluido de todas partes. No tengo derecho a usar ni siquiera el nombre de mi madre. ¿Con quién se casó Mónica de Molnar? Con nadie, Noel, con nadie...

Repentinamente exaltado, chispeantes las pupilas, ha hablado Juan como si por fin dejara asomar a flor de labios su amarga verdad... Pero la mirada del notario, honda, comprensiva, cargada de simpatía y amistad, le mueve a abandonarse, dejando correr, rotos los diques, el enorme torrente:

—Accedí a casarme con Mónica porque la odiaba, porque aborrecía en ella todo cuanto desde niño me había ofendido, infamado... ¿Comprende usted? Era como una venganza... Odiándola, hubiera podido mantenerla a mi lado; aborreciéndola, habría sentido el placer, la necesidad de hacer más fuerte el nudo que nos ata... arrastrarla a mi abismo, mancharla con mi fango, engendrar en ella hijos que, como yo, no hubieran tenido nombre legal con que empadronarse... Pero no odiándola, ¿cómo puedo hacerle tanto daño? Ella ha nacido para otro mundo, para otra cosa. Por ella, y sólo para ella, creo que debe existir ése mundo al que detesto, al que quisiera destruir y destrozar: el mundo de las gentes limpias, sin una mancha, sin una sombra...

—En eso te equivocas, Juan. También hay sombras y manchas, aun en el corazón de esa criatura admirable. Tu loco amor la eleva demasiado. Ella también es de barro, puesto que ama a quien no debe amar...

—¡Y con cuántos dolores no ha expiado ese amor que su conciencia le dice culpable! ¿Acaso, por él, no ha renunciado casi desde niña a todos los placeres de la vida? Venga usted, asómese. Vea esas paredes que tenemos delante. No son menos sombrías que los muros de una cárcel...

Ha arrastrado al notario hasta la puerta de aquella taberna, como escondida entre la vuelta de dos callejuelas, pero desde donde puede abarcarse de una sola mirada el macizo edificio, convento de las monjas del Verbo Encarnado. Es como un bloque de piedra, con ventanas protegidas por doble reja, tapiadas con maderas que nunca se abren, con muros centenarios, anchos y sordos como los de una fortaleza...

—Es peor que una cárcel; es como una tumba, Noel. Y sin embargo, quiso volver a ella, quiso encerrarse tras esas paredes después de haber visto a mi lado el sol, el mar, el cielo azul y libre...

—Pero tú no le hablaste del sol ni del cielo. Le hablaste de llevarla a las tabernas del puerto...

—Son mi mundo, como aquél es el mundo de ella. Nacimos en los extremos de la vida... El azar nos juntó un momento...

—Y tu voluntad puede juntarlos para siempre. ¿Por qué no pruebas?

—¿A qué? ¿Arrastrarme a sus pies? ¿Reclamar derechos que, por la forma en que me fueron otorgados, es peor que mendigarlos? No, Noel. Puedo ser un bandido, un pirata, un paria, pero no un pordiosero...

—¿Me autorizas para ser yo quien hable a Mónica?

—¡No! Ni usted ni nadie hablará en mi nombre con ella. Ni a ella ni a nadie dirá nada de cuanto acabo de decirle, porque haría traición a la confianza que acabo de poner en usted y sería bien amargo que me fallara el único hombre en quien he confiado en mi vida entera.

—Juan de mi alma, óyeme, entiéndeme —se enternece Noel—, soy viejo y conozco la vida sin romanticismos, sin pamplinas... En el mundo triunfan los fuertes, los audaces, y tú lo eres. ¿No te lo han demostrado ya los hechos? Si quisieras luchar...

—Triunfaría de todos, menos de ella. Se vencen las tempestades, se doman los mares, se hacen polvo las montañas, se batalla contra los hombres hasta vencerlos, pero no se gana el corazón de una mujer por la fuerza...

—Por fuerte ama la mujer al hombre, como el hombre ama a la mujer por su dulzura y su belleza. ¿Dices que está muy alta? ¿Por qué no subir entonces? Tú vales lo bastante para ponerte entre los primeros, si te lo propones.

—Ya... Gobernador... Juan del Diablo... —se mofa Juan con sarcasmo.

—¿Y por qué no? Otros lo han hecho. Los árboles que crecen más altos son los que nacen en el fondo del bosque más espeso. Hasta ahora probaste tu valor despreciando al mundo. Pruébalo, conquistándolo y poniéndolo a sus pies...

—¿Mientras ella toma los hábitos? No, Noel, déjala en su convento. Yo tomaré mi barco mañana y me iré para siempre... ¡Ancho es el mar para los marinos sin rumbo!

—Como quieras. Esto es lo que se llama ganar para perder. Pero, ¿quieres que te diga una cosa? No valía la pena de enfrentarte a Renato para esto. Al fin y al cabo, vas a darle gusto en todo. ¿Sabes cual era la peor condena que podía salirte? El destierro... Era la pena máxima que reclamaba para ti Renato, y no me extrañaría nada que, a estas horas, doña Sofía D'Autremont esté intrigando con el Gobernador para que firme un decreto mandándote salir de la isla, aun después de haber sido absuelto.

—¿Los cree usted capaces?

—Bueno... no tendrán que molestarse... Tan pronto como sepan que te destierras voluntariamente y que abandonas a tu esposa...

—¡No la abandono! La dejo en libertad de hacer lo que quiera. Es lo que ella desea. Por nobleza, por lealtad, por deber se puso de mi parte... Pues bien, yo cedo...

—Dijiste públicamente que tendrían que matarte para separarte de ella...

—Me engañó su actitud ante el tribunal... —Se detiene un momento, y con repentina ira, se engalla—: Pero sólo de oírle decir a usted que los D'Autremont intrigan para mi destierro... Antes de irme, buscaré a Renato, y cara a cara le diré...

—Que ahí queda Mónica...

—¿Pretende usted enloquecerme? —se enfurece Juan.

—Pretendo que tomes el timón, como lo tomaste para sacar adelante el guardacostas a punto de naufragar. No te importó estar cien millas afuera del rumbo, no te importó que no funcionaran las máquinas, no te importó que te soplara un ciclón, empujándote al lugar más peligroso. Tomaste el mando, improvisaste velas, hallaste el rumbo, esquivaste los malos vientos... y no iba en el barco la mujer a quien amabas.