—Si... Creo que si... Usted, naturalmente, sabrá lo que dice...
—No, hijo, nunca llegué a leerla. Bertolozi la envió con el propio Juan, como ya te conté, y tu padre la leyó frente al cadáver del que había sido su implacable enemigo...
Fija la vista en aquellas líneas que le queman, Renato permanece silencioso e inmóvil mucho tiempo, y al fin comienza a leer en voz alta lo que ya leyó con la mirada. Comienza a leer con la misma angustia, con el mismo invencible respeto conque leyó su padre frente al cadáver de Andrés Bertolozi.
Con mis últimas fuerzas te escribo, Francisco D'Autremont, y te pido que vengas a mi lado... Ven sin miedo... Es tarde para que yo me cobre en sangre todo el mal que me has hecho. No he de repetirte cuánto te odio. Tú lo sabes... Si se matase con el pensamiento, te habría aniquilado, pero sólo yo mismo me he consumido inútilmente en la hoguera de este rencor que me pudre el alma. Me mata el odio más que el alcohol... Por odio he callado durante años enteros. Hoy quiero decirte algo que acaso te interese. Esta carta la pondrá en tus manos un muchacho. Tiene doce años y nadie se ocupó jamás de bautizarlo. Yo le llamo Juan, y los pescadores de la costa le dicen algo más... Juan del Diablo. Es una fiera, un salvaje, lo crié en el odio... Tiene tu corazón malvado, y yo le he dado, además, rienda suelta a todos sus instintos, he destilado sobre su corazón rencor y veneno... ¿Sabes por qué? ¡Es tu hijo!"
La vieja carta de Bertolozi ha temblado en las manos de Renato, como tembló primero en las de Francisco D'Autremont. Sus ojos, agrandados de angustia, se alzan para recorrer la estancia, sin verla, y la figura desolada del viejo notario, inmóvil, mudo junto a él... Un instante respira con dificultad, ahogado por la emoción de aquella tragedia, no por lejana menos cruel; pero de nuevo los renglones desiguales le atraen como si ardiesen. Otra vez vuelve a ellos, y otra vez bebe en aquellas letras todo el veneno que Andrés Bertolozi pusiera en ellas:
—“Si tu hijo está frente a ti, míralo a la cara. A veces es tu vivo retrato, otras se parece a ella... a ella... la maldita ramera que me traicionó, la que me arrancaste, la que fue tuya, como es tuyo ese hijo, vergüenza de mi vida. Tómalo, llévatelo... Tiene el corazón podrido y el alma dañada de rencor. No sabe más que odiar, que aborrecer... Si lo llevas contigo, será tu enemigo, envenenará tu hogar y turbará tus sueños. Si lo abandonas, rodará a lo más bajo, será un asesino, un pirata, un bandido que acabará en la horca... Y es tu hijo... ¡Tu hijo...! Tiene tu misma sangre... ¡Esa es mi venganza!"
Con dolor intenso, pálido de espanto primero, rojo de indignación un instante después, Renato D'Autremont estruja aquella carta, último mensaje del rival vencido, del enemigo triunfador en la muerte. Y como Francisco, en aquella madrugada fatal, siente el anhelo de escupir sobre el rostro muerto, sobre la tumba de Bertolozi...
—¿Puede un hombre ser tan vil, Noel? ¿Puede alguien vengarse de este modo en la carne indefensa de una criatura inocente? ¿Sabía usted todo esto?
—Lo presentía, aun sin haber conocido hasta ahora esta carta horrenda...
—¿Y Juan? El pobre Juan...
—Mi compasión por él tenía, como ves, toda la razón del mundo. Era bien justa, como justo era el empeño de tu padre en protegerlo. Pero todo se puso contra él...
—Fue mi madre la que se puso contra él... Recuerdo aquellas horas, como si las viviera de nuevo. Recuerdo aquella noche en que mi padre salió a caballo por última vez, y el recuerdo es como una quemadura... ¡Porque yo también me volví contra él!
—Renato, hijo, ¿qué dices?
—Fue por defender a mi madre, y sus últimas palabras fueron para librar del peso a mi conciencia... Sí, Noel... En su lecho de muerte, mi padre me dijo dos cosas: que había hecho bien defendiendo a mi madre, aun contra él, y que ayudara a Juan, que le tendiese mi mano de amigo, de hermano... De hermano, sí, esa fue la palabra que usó, la recuerdo perfectamente... Y esa palabra se clavó para siempre en mi corazón de niño, y le juré cumplir su deseo, ¡y contra el mundo entero lo cumpliré, Noel!
Ha dejado caer la carta sobre la mesa, Se ha enjugado las sienes, húmedas de un sudor de angustia. Luego, con rápido movimiento, toma el viejo papel estrujado y lo enciende en la llama amarilla de la lámpara, comentando:
—Ahora quemo esta infamia, este papel odioso, este grito de rencor y bajeza, que es la herencia de Juan... Yo le daré otra, le daré la que mi padre quiso que le diera: mi confianza, mi afecto, mi cariño de hermano... y la mitad de estas tierras que por su sangre le pertenecen...
—Hijo, por Dios... Ten prudencia...
—Prefiero tener justicia, Noel. Que al fin haya justicia sobre la tierra de los D'Autremont... Justicia, comprensión, amor y piedad para los que viven, y perdón para los pecados de los que han muerto...
Ha dejado caer sobre el ancho cenicero de porcelana la carta que es ya sólo un puñado de ceniza negra; luego, con rápido ademán, va hacia la puerta, y el viejo notario pregunta:
—¿Dónde vas, Renato? ¿No esperas a Juan?
—No puedo ya esperarlo. Noel. ¡Ahora voy a su encuentro! En el ancho portal casi en penumbras, Renato retrocede un paso contemplando a Yanina. Ha estado a punto de tropezar con ella al salir del despacho. Por primera vez, los ojos claros y dulces del hijo de Sofía se fijan en ella con suavidad. Tiene el corazón henchido de ternura, de comprensión humana, de amor y compasión para todos los seres de la tierra. Se siente inmensamente generoso, dispuesto a la bondad y a la indulgencia, y domina hasta él movimiento instintivo de antipatía que le produce la delgada y oscura mestiza, y pregunta afectuoso:
—¿Qué pasa, Yanina, por qué me miras de esa manera?
—Parece usted contento, señor...
—Sí, Yanina, estoy contento...
—Sin embargo, es preciso que sepa la verdad, que no le engañen más, que no se burlen más de usted... Que sepa quién le miente, quién le deshonra...
—¡Yanina! ¿Qué estás diciendo? —se exalta Renato, endureciéndose el gesto de su expresión, hace un momento todo dulzura.
—¡Lea usted esta carta, señor Renato! ¡Léala!
Las palabras de la mestiza han sido una sacudida brutal, un descender violento del exaltado y luminoso clima de ternura, de amor y de nobleza en que su alma vivía. Es un halo que se le derrumba, un mundo de ilusiones que se despeña, una espantosa sensación de caer en el vacío... De un manotazo ha arrebatado el sobre de manos de Yanina sin mirar siquiera a quién va dirigido. Luego lee de golpe, como si tragase de un solo sorbo un vaso de veneno, y conmina a la mestiza:
—¿Qué significa esto? ¿Quién te dio esta carta? ¿Para quién es?
—¡Para Juan del Diablo!
—Para Juan de Dios... —rectifica Renato, leyendo—. ¿Quién escribió esta carta?
—¿No lo está viendo? ¿No lo sabe? ¿No conoce la letra de...?
Otra vez ha vuelto Renato a mirar aquellas líneas, aquellas letras que parecen danzar ante sus ojos, arder en chisporroteo de burla y de ignominia... aquellas palabras cuyo significado horrible no quiere comprender, y que, sin embargo, va penetrándole más y más, hasta clavarse en su fibra más sensible. Con ojos de loco mira a Yanina, que retrocede como disponiéndose a huir, cuando él le cierra el paso:
—¡Te he preguntado quién te dio esta carta!
—No me la dieron a mí... La robé, la recogí cuando la dejó caer la estúpida con quien la enviaron. Esta es la carta que la señora Aimée mandó a Juan del Diablo con Ana su criada de confianza. ¡La mandó entregarla a Juan del Diablo!
—¡A Juan del Diablo! ¡A Juan del Diablo! ¡Lo que dices es mentira!
—¡Es verdad! ¡Lo juro! La señora Aimée...
—¡No la nombres para mancharla, porque te va en ello la vida! ¡Mientes... Mientes...!
—¡No miento! ¡La señora Aimée quiere a Juan del Diablo! ¡Se ven a solas, tienen entrevistas...!
—¡Calla! ¡Calla!
Rudamente, la mano de Renato ha tomado la garganta de la mestiza y aprieta enloquecido, mientras, sin defenderse, lanza Yanina su postrer chorro de veneno: