—Es cierto, todo eso es cierto. Pero quería llegar, quería volver a verla, quería saber si la luz que yo había visto en sus ojos era verdad o mentira.
—Y ahora, ¿no quieres saberlo? Juan, una vez te pregunté si no te importaría llamarte Noel...
—Y rechacé el honor, pero no crea que no supe agradecerlo.
—En aquel momento, me dolió. Hoy pienso que tuviste razón al rechazarlo. Poca cosa es mi nombre para un hombretón de tu temple. Hay dos clases de hombres, Juan: los que hacen los nombres y los que los heredan. ¿Por qué no hacer el tuyo? Ya casi está hecho. Llamarse del Diablo es lo mismo que llamarse del Valle, o del Mar, o de la Montaña, y si buscamos los orígenes de esos apellidos, llegaremos a que los dio un pedazo de tierra, como a ti te dio el tuyo tu Peñón del Diablo...
—Tal vez tenga razón...
Juan se ha puesto de pie, ha apartado la botella y el vaso, ha llegado otra vez a la puerta, para observar con una intensa mirada las oscuras paredes del convento. Luego, echa a andar calle abajo, y, con una esperanza en las pupilas, Pedro Noel marcha en su seguimiento...
17
—¡RENATO... RENATO... ÁBREME! ¿No me oyes? ¡Renato...!
Al alzar la falleba, ha cedido la puerta que Aimée supuso cerrada, y su rápida mirada recorre vividamente la vasta biblioteca hasta hallar en el extremo opuesto la elegante figura de Renato. Está de espaldas a la habitación, apoyado en el marco de la ventana que da al patio interior, mirando, sin ver, a través de las rejas de madera. Parece abstraído en un pensamiento demasiado amargó, hosco y ausente, pero sus cejas se alzan con disgusto al sentir acercarse a la mujer que llega.
—¿Puedo hablarte un momento? Supongo que no te interrumpo en la tarea de no hacer nada...
—Deseo estar solo, Aimée. ¿No lo comprendes?
—En cambio, yo estoy harta de encontrarme siempre sola, y creo que tú también podrías comprenderlo. Ya sé que estás furioso, que no quieres oírme ni verme, que en el fondo de tu corazón me echas toda la culpa de lo que ha pasado.
—¡Oh!, ¿te has propuesto desesperarme?
—¡Me destrozas el corazón con tu indiferencia, me torturas con tu desamor y tu frialdad...! ¡Y yo no quiero sino conquistar tu amor cada vez...! ¡Vuélveme a querer, mi Renato, vuélveme a querer!
Aimée ha echado los brazos al cuello de Renato, poniendo un beso de fuego sobre sus labios. Es la batalla que comienza, el combate que necesita ganar para sentirse firme, para poder erguirse altanera bajo el techo de los D'Autremont. Aquel hijo ofrecido en vano, que necesita poner realmente en manos de Renato... Aquel hijo a cuya sola espera se doblega la razón y el orgullo de Sofía... Aquel hijo que indispensablemente tiene que llegar, y que aún no late en sus entrañas... Aquel hijo sin el que todo estará perdido para ella. Para lograrlo, es preciso que venza el desamor de Renato, que rompa el muro de hielo en que se envuelve, que reconquiste su pasión aunque sólo sea por una hora... una hora de sentirlo otra vez esclavo entre sus brazos... Pero Renato, suave y frío, la rechaza:
—Mi pobre Aimée, por favor... Cálmate...
—No me quieres ya... Me olvidas, me abandonas, sólo piensas en ese asunto desdichado...
—En ese asunto desdichado están mi honor y mi prestigio... Y la vida entera de Mónica...
—¿Por qué te empeñas en hacerte responsable? Bastante has luchado y has expiado ya esa culpa, en caso de que la hubiera...
—No fue bastante, puesto que no he logrado nada. Necesito no dar paz a la mente, torturarme el pensamiento, atormentar la imaginación hasta que surja de ella el nuevo plan de combate, la conducta que debemos seguir, los recursos de que podemos valernos... ¡Déjame, Aimée, te lo ruego! Necesito pensar, y para pensar... perdóname, pero me estorbas...
—¡Oh! Eso es tanto como llamarme... —se hace la ofendida Aimée.
—No es llamarte nada. Simplemente, es hablarte claro. Creo que por una vez en la vida, puedes comprenderme... Y en este momento, piensa que se trata de tu propia hermana.
—¡Se trata de una odiosa rival, de la que te ocupas más de lo que debieras! —se engalla Aimée con auténtica ira—. ¡Harás que la aborrezca!
—¡Calla! Si alguien te oyera expresarte de ese modo...
—No necesitan oírme a mí para decirlo y pensarlo. Si realmente no quieres dar un escándalo, no sigas por ese camino. Tu propia madre opina que vas muy mal. ¡Ya veo que contigo no se llega a ninguna parte! Es inicua la forma en que me tratan todos en esta casa. Todos, si, todos... Porque no eres tú solo. Y ya no puedo más, ¿entiendes? ¡No puedo más! Estoy cansada de tu injusticia, de tu abandono, de tu frialdad... Deberías tener más cuidado. ¡No se abandona así a una mujer de mis años!
—No te he abandonado. Te pido que me dejes pensar... ¡No estoy para soportar tus niñerías y tus celos! No eres sino una consentida, una malcriada, una criatura a quien su madre echó a perder a fuerza de mimos. Si pensaras como una mujer hecha y derecha, que no eres ya...
—¡Si pensara como una mujer, te cobraría muy caro este desaire! —amenaza veladamente Aimée.
—¿Qué desaire? Te he suplicado unos días, unas horas de tranquilidad... ¿Dónde está la ofensa y el desaire? ¿Por que no sales a dar un paseo? Las tiendas están llenas de adornos, de perfumes, de trapos... Entretente con eso, ya que supongo que es lo que echas de menos en el campo.
—Perfectamente. Tú lo has querido... ¿Quieres que te deje en paz? ¡Pues voy a dejarte! ¡Pero no te quejes si, de ahora en adelante, no acudo cuando tú me llames! —Y alejándose rápidamente, sale Aimée, dando un fuerte portazo.
—¡Aimée! ¡Aimée! —llama Renato, abriendo la puerta—, ¿No me oyes? ¡Ven acá! ¡Aimée!
—No es la señora, mi amo. Ella cruzó el patio y ya va por la escalera, echando chispas, lo mismito que un rayo. Como cohete prendido va...
Renato D'Autremont ha vacilado. A través de la baranda de la escalera, bajo los arcos de piedra de aquel viejo patio, divisa un jirón del lujoso traje claro que viste Aimée, pero el primer impulso de correr tras ella se ha enfriado. Le parece pueril, caprichosa, estúpida, y el recuerdo de Mónica vuelve a apoderarse de su alma, mientras Ana se acerca zalamera y solícita:
—¿Quiere que llame a la señora, señor Renato? ¿Quiere que le diga que usted la manda llamar? ¿Quiere que venga?
—No, Ana, no te hará caso. Más vale aprovechar la tregua de sosiego que me da su rabieta. Dile a Cirilo que me traiga coñac a la biblioteca. O mejor, tráelo tú misma. Tráelo tú sin decírselo a nadie, y después mira a ver cómo te las arreglas para distraer a tu ama. Anda...
—¡Vaya! ¡Hasta que apareciste! Llevo una hora llamándote, Ana...
—Es que primero el señor, y luego, cuando fui al comedor, al pasar por la puerta de atrás...
—¡No quiero oír cuentos! ¿Tienes algún vestido nuevo? Una blusa, una falda, un pañuelo, un chal… ¡Tráemelos en el acto! Voy a vestirme con tu ropa. Tráemela pronto, y prepárate a acompañarme.
—¿En el coche?
—No iremos en el coche. Saldremos sin que nos vea nadie, ni nadie pueda contar luego por dónde estuvimos. Tráeme la ropa... Apúrate... Anda...
—Pero, señora, déjeme decirle primero lo que pasa... Es que...
—¡Anda, estúpida!
Con una furia ciega e incontenible ha despedido Aimée a la mestiza sirvienta, y ahora espera impaciente su regreso, que no se hace esperar cuando advierte, llegando sofocada:
—Aquí está, señora Aimée... Pero el hombre sigue esperando...
—¿El hombre? ¿Qué hombre? ¡Pronto, dame la falda!
—Aquí está. Le traje también mi blusa nueva, pero si me la suda mucho me la va a estropear.
—¡Te compraré cien blusas, estúpida! ¡Ayúdame a vestir! Abróchame... Dame el pañuelo mientras voy cambiando de peinado.
—Está bien... Y el hombre en la calle, vuelta y vuelta... Y como buen mozo, es buen mozo. Más que el señor Renato...