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—¿Qué idioteces estás diciendo?

—Nada. Usted no quiere oírme... Digo que el hombre, vuelta y vuelta para arriba y para abajo, pasea y pasea, y con tanto rato esperando va a desempedrar la calle. Hay que ver cómo se le alegraron los ojos al verme asomar... y va y me dice: "Yo la vi junto a ella. Seguramente, usted es su criada de confianza"... Hasta por encima de la ropa se me conoce, mi ama, que soy su criada de confianza. El hombre es más listo...

—¿De quién estás hablando?

—¿De quién va a ser? Del que está vuelta y vuelta, para arriba y para abajo, en la calle, de esquina a esquina, y mirando hacia acá. Se come con los ojos la puerta y la ventana... Y al fin fue y me dijo: "Si quisiera usted tener la bondad de avisarle a su ama que yo sería el más feliz de los mortales si pudiera hablarle a solas dos palabras"...

—Pero... pero, ¿de dónde sacas todo eso?

—Me lo dijo él. De pronto, así de pronto, no lo conocí, porque no viene de uniforme, sino de paisano. Pero, así y todo, está de lo más buen mozo... Creo que se llama el teniente Botton...

—¿El teniente Britton? —rectifica y pregunta Aimée—. ¿Le has visto?

—¿Pues no le estoy contando? Si se asoma a la ventana, lo verá desde aquí arriba. No sé desde cuándo está rondando la casa, y con unos ojos de enamorado... Hay que ver qué fino... Hasta el sombrero se quitó para hablarme...

—¿El teniente Britton ronda mi casa? Entonces, sabe quién soy, puesto que ha venido hasta esta casa.

—Seguro que sabe... ¿No va usted a hablar con él, señora? Está esperando que yo le diga algo... Para eso me dio veinte francos...

—¿Y tú los tomaste? ¡Debería echarte a puntapiés! ¡Este tenientillo es un fresco! Hay que ver... tratar de sobornarte...

—Está bien, no se ponga brava. Le diré que se vaya...

—Aguarda... Déjame pensar... El teniente Britton... El teniente Britton...

—Si le hago dar la vuelta y lo meto por la puertecita del corral, y se van a hablar allá al fondo, donde están las matas de mango, no los ve nadie —asegura Ana con entusiasmo—. ¿Le va a hablar, señora?

—¡No, no y no! ¡Espérate...! Se me está ocurriendo algo... Se me está ocurriendo una cosa que... Sí, Ana... Sal por la puerta del corral, hazlo pasar. Que me espere justamente en ese lugar donde no va a vernos nadie, y tú vuelve a ayudarme para que me cambie de ropa...

—¿Otra vez?

—Puesto que sabe que soy la señora D’Autremont, no voy a presentarme con el traje de una criada, sino todo lo contrario, precisamente todo lo contrario. El teniente Britton, ¿eh? Creo que ha llegado a tiempo... Este es el hombre que yo necesitaba... Dame el traje blanco... No... el rojo, el de seda. Sácalo antes de irte. Quiero parecerle muy hermosa, quiero gustarle todavía más de lo que le he gustado. ¡Anda... anda...! ¡Ay, Renato, qué pronto me las vas a pagar!

—¿Cómo? ¿Por aquí?

—Pues claro. ¿Pensó que iba a poder entrar por la puerta grande? Por este lado, y calladito... Calladito para que no lo oigan de la cocina o de la cochera y empiecen a hablar, esos chismosos. Calladito, y de prisa. Vamos... Vamos...

Aún más sorprendido que halagado, mirando a todas partes con la inquietud de un soldado bisoño y la audacia ingenua de sus veinte años, el oficial inglés cruza por la puertecilla de la huerta, detrás de Ana, y se interna con paso rápido y silencioso a través del enorme patio que, con todos los honores de huerta, remata sobre una callejuela solitaria la vetusta mansión de los D'Autremont, en Saint-Pierre...

—Espere a la señora. Con calma, ¿eh? Con mucha calma... Mire, ahí hay un banco. Lo mejor es que la espere sentado...

—¿Está usted segura de que va a venir?

—Pues, claro. ¿Para qué si no me iba a mandar meterlo por esta puerta? La señora está muy aburrida del señor Renato... Ya verá... Ya verá...

Charles Britton calla, cada instante más desconcertado. Aquella mujer de ojos maliciosos y sonrisa bobalicona llega a hacerle dudar de lo que por sí mismo mira y oye. Un instante le ha parecido que se burlaba de él... Luego, incapaz de seguir el consejo de sentarse, aguarda a pie firme, frenando apenas su impaciencia...

—Buenas tardes, señor oficial —saluda Aimée con irónica coquetería—. Confío en no haberle hecho esperar demasiado...

—Toda la vida puede esperarse con tal de verla llegar. Charles Britton se ha detenido, deslumbrado ante la radiante belleza de Aimée de Molnar. Aquel traje de seda carmesí, que tan maravillosamente resalta sus formas estatuarias, da también a su rostro un encendido color de vida. Los negros ojos brillan, a la vez malévolos, burlones y audaces, y es la fina y doble hilera de sus dientes blancos como un collar de perlas que se asomara entre los corales de los labios sensuales y golosos...

—Comienzo por devolverle a usted su propina, en nombre de Ana. Aquí tiene sus veinte francos... Si, como supongo, tiene algo realmente importante que decirme, no necesita pagar para que le anuncien.

—Yo no intentaba pagar nada. Sólo trataba de corresponder a la buena voluntad de la muchacha —se disculpa el oficial, sintiéndose embarazado.

—La pobre Ana es tonta de capirote. ¿No lo ha notado? Su falta de seso me pone a cada momento en situaciones verdaderamente lamentables. Pero es demasiado leal y demasiado adicta a mi persona para no perdonárselo.

—Comprendo —asiente el oficial con desencanto—. Trata usted de decirme que si está aquí, si me ha recibido de esta manera, como yo no me atrevía a soñarlo, sólo se debe a un error de su doncella...

—Más o menos... Pero no ponga esa cara, no se entristezca de esa manera. Usted no tiene la culpa si ella no supo explicarme...

—Aguarda usted a otro, ¿verdad?

—Le confieso que sí. Pero no se atormente más... Le aclaré el punto por miedo a que me tomara usted por lo que no soy...

—Yo no puedo tomarla sino por la mujer más bella que he visto...

—¿Exagerado, o galante, señor Britton? Pero, ¿para qué vamos a discutir? Sea por lo que sea, el caso es que aquí estoy, y si realmente tiene que decirme algo, algo de interés, algo de importancia...

—Me temo que para usted no lo sea, señora. Creo que es preferible hablar con absoluta sinceridad. Tomé a su doncella por una de esas sirvientas más listas que tontas, con capacidad suficiente para, sin molestar a nadie, permitirme realizar el deseo de verla un instante y de decirle adiós antes de partir... Mi misión terminó con el juicio, y debo volver a la Dominica aprovechando la fragata que se halla en puerto, y que zarpa en las primeras horas de la madrugada.

—¿Tan pronto se va? ¡Qué lástima!

—¿Le parece a usted demasiado pronto? ¿Lo siente de verdad?

—Franqueza por franqueza, no voy a negárselo. Me fue usted extraordinariamente simpático, y me alegro muchísimo de que la casualidad me haya puesto en condiciones de hacerle una pregunta. ¿Cómo fue que habiendo usted puesto el papel que le confíe, en las manos de Juan, otra persona tuviera ese papel en su poder una hora más tarde? Por desgracia, fue a parar a manos de alguien que tiene mucho interés en perjudicarme...

—¿Cómo? ¿Es posible? ¿Entonces...? ¿Pero cómo pudo ser...? Le doy mi palabra de honor, le juro que lo puse en las propias manos de Juan.

—Sí. Casi le vi ponerlo en sus manos. Pero, para que vea que no miento, aquí lo tiene usted, aquí está. ¿Lo reconoce?

—¡Oh, sí! ¡Es increíble! Estoy realmente desolado, señora. ¿Dice usted que este papel la ha perjudicado?

—¡Oh, no! Dije que pudo haberme perjudicado, leído por una persona que seguramente lo habría interpretado mal...

—No creo que nadie pueda interpretarlo de otro modo. Juan del Diablo es el hombre más afortunado que conozco, ya que usted lo ama... Recuerdo sus palabras: "Dígale que este papel se lo envía una mujer que da la vida para salvar a Juan del Diablo"...

—La vida puede darse también por gratitud, por deber o por lástima. Si usted supiera. Cuando una mujer se siente sola, triste, desamparada... Cuando el hombre que es su esposo le vuelve la espalda; cuando se siente una intrusa, una extraña en su propio hogar... Pero no hablemos de mí, sino de usted.. ¿Quería verme para decirme adiós, nada más?