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—Quería verla para decirle que desde el momento en que la vi no he podido olvidarla, como tampoco podré olvidar a Juan del Diablo mientras viva. Considero que le debo la vida a ese hombre. Sin embargo, apenas he podido hacer nada para corresponderle, y pensé que la admirable mujer que le ama de un modo tan apasionado podría indicarme la forma de ayudarlo...

—¿De veras? Es usted demasiado noble, oficial. Yo pensé que venía usted a buscarme, pensando que el servicio que me hizo declarando a favor de Juan y entregando mi carta, merecía un premio... Y estaba bien dispuesta a otorgárselo. Usted dirá que soy una mujer muy extraña, pero me gusta pagar mis deudas.

—Me ofende usted, señora.

—No creo que pueda ofenderle —observa Aimée echando mano de su estudiada coquetería—. Mi premio era simbólico. Pensé que se sentía usted muy solo en Saint-Pierre, que acaso le gustaría pasear un poco, conocer los pintorescos alrededores de la ciudad. Por desgracia, yo sólo podría acompañarlo dentro del más estricto anónimo: esto es, disfrazada. Y como da la casualidad que estamos en carnaval...

—Me deja usted atónito, señora; sorprendido y encantado. Casi no me atrevo a hablarle por temor a ser indiscreto. ¿Es usted realmente la esposa de Renato D’Autremont?

—Sí... pero le agradecería que no le nombrásemos. ¿A qué hora tiene usted que estar en su barco?

—Pasan lista a las cinco en punto. Media hora después, zarparemos. He de estar a las cinco de la madrugada.

—¿Podría entonces esperarme esta noche a las diez, en esa puertecita por la que ha entrado?

—Desde luego... Claro... —balbucea el teniente, sorprendido y deslumbrado—. Quiero decir que estoy a sus órdenes... Pero...

—Alquile un disfraz y no olvide que hacer esperar a una dama es un pecado imperdonable... Aimée es mi nombre... Eme se dice en Francia. Aquí, en las islas, lo pronunciamos mal. Quiere decir amada. Me gusta llevarlo con toda razón. ¿No cree que lo merezco?

—¡Usted lo merece todo!

Charles Britton se ha inclinado, ahogado de emoción, de sorpresa, de asombro, casi de espanto, para besar aquella mano suave, blanca y perfumada, mientras una sonrisa diabólica ilumina el rostro de la esposa de Renato, cuando insinúa:

—Su segundo deber es olvidar mañana lo que pase esta noche, y salir en seguida de Saint-Pierre, como los justos de una ciudad maldita: sin volver la cabeza atrás... ¡Sin preguntar nada!

—Padre Vivier, ¿me ha mandado llamar?

—Precisamente, hija de mi alma...

—He esperado con ansia esta llamada. Su permiso es lo único que me falta para poder vestir de nuevo mis hábitos de novicia... Sor María de la Concepción me prometió hablarle... Tengo su promesa, la promesa de ambos... Usted no va a cerrarme la única puerta por la que me es posible escapar.

—Nadie escapa de sí mismo, hija mía. En este caso, de tus propios sentimientos. Pero, además, hay impedimentos legales... Estás casada, te ata un sacramento que no puede romperse a la ligera y sólo por tu voluntad...

—A mi esposo no le importa lo que yo haga.

—De cualquier modo, no podemos hacer nada sin su consentimiento legal, y sospecho que no va a otorgarlo. Hay en el locutorio una visita para ti...

—¡Juan! ¿Ha venido Juan a buscarme?

Mónica se ha puesto vivamente de pie, iluminadas sus pupilas. Un insospechado estremecimiento de alegría la recorre de pies a cabeza, como si despertara de un letargo, y los labios del padre Vivier sonríen con dulce tristeza, al negar:

—No, hija, no es él. Pero tu gesto y tu mirada han sido lo bastante elocuentes para indicarme hasta qué punto está en tu corazón ese esposo a quien pretendes abandonar...

—¡No... no... no es él, no podía ser él! —se queja Mónica con infinita amargura—. No sé cómo pensé semejante disparate. Él estará en su Luzbel, o en las tabernas del puerto, o en los rincones de la playa, donde se le brinda fácil el único amor que le interesa. De mí no se acuerda, en mí no piensa para nada. Me dejó en mi convento, y en paz. No va a oponerse a nada, porque nada de lo que yo haga le importa...

—Pues mucho temen que sea él el obstáculo, los que anhelan verte profesar...

—¿Quiénes son ésos?

—Por el momento, tu propia madre. Ella es la que te aguarda en el locutorio, en compañía de la señora D’Autremont. Esperan convencerte de que firmes cierto poder, que no quisiste firmar, para gestionar con ello; la anulación de tu matrimonio. Quieren hacerlo todo rápidamente y en secreto, antes que el estado de ánimo que ha hecho a tu esposo dejarte volver al convento, cambie. Sin embargo, yo quisiera pedirte que no te precipitaras, que no dejaras así, en manos de otros, un asunto tan intimo, tan personal... Y más aún, después de haberte visto temblar de alegría sólo con imaginarte que era él quien te aguardaba... Ese hombre, a quien Dios trajo a tu vida por caminos extraños, te interesa demasiado.

—No, Padre, está usted equivocado totalmente. Por una vez estoy de acuerdo con la señora D'Autremont, que es sin duda la que trae a mi madre. Firmaré lo que sea con tal de devolver a Juan su libertad. Ya sé que para él es igual, que en nada puede estorbar a su vida aventurera el insignificante detalle de tener una esposa. Yo soy para él menos que una sombra, menos que un fantasma, pero aun ese fantasma quiero borrarlo. Con su permiso, Padre, voy al locutorio donde me aguardan... voy a terminar cuanto antes...

Con pasos leves se aleja Mónica en dirección al locutorio, y de pronto, alguien la llama:

—¡Eh, mi ama...!

Paralizada de sorpresa; se ha detenido Mónica al cruzar muy cerca de las tapias que separan el huerto del convento, del mundo exterior... Apenas puede dar crédito a sus ojos, porque la menuda figura morena, que ha descendido con sorprendente agilidad para acercarse a ella con su paso silencioso y furtivo, es alguien cuya sola presencia remueve hasta el fondo las fibras de su angustia...

—¡Colibrí! Pero, ¿cómo puede ser esto? ¿Cómo estás aquí? ¿Por dónde has entrado? ¿Has saltado las tapias desde la calle?

—Sí, mi ama, tenía que verla, tenía que hablarle... por la puerta grande fui tres veces, y no me dejaron entrar... Me subí por arriba de un coche que está ahí parado, me agarré a las ramas de ese árbol, y luego me agaché tapándome con las hojas, porque había aquí unas señoritas vestidas de blanco que paseaban de dos en dos... Me estuve esperando, esperando, hasta que de pronto vi que venia, y entonces me bajé corriendo. ¿Hice mal, mi ama? Yo quería verla a usted...

—No, Colibrí, no has hecho mal...

La mano suave, con frágil blancura de nácar, se ha apoyado sobre la redonda cabeza oscura, acariciando los cortos cabellos lanosos; luego, tomando a Colibrí de la barbilla, lo obliga a mirarla frente a frente para leer en el fondo de las oscuras pupilas la respuesta real a la pregunta que balbucean sus labios:

—¿Con quién estabas, Colibrí?

—Con nadie, mi ama. Digo, Segundo me llevó para el Luzbel, pero allí no está usted, ni está el amo. Él no quería que yo viniera a tierra, pero me bajé por la cadena del ancla, me metí en un lanchón que estaba al fado cargando sacos, y cuando el lanchón arrimó al muelle me solté a correr. Cuando yo corro, mi ama, no hay quien me alcance. Corrí bastante, y cuando ya no me podía ver nadie desde el barco, tumbé para acá...

—No está bien entrar de esa manera en un convento. Esta no es mi casa, es un lugar que se rige por reglas estrictas. Lo que has hecho está prohibido, y hasta penado por la ley. Menos mal que no te ha visto nadie...

—¿Y me puedo quedar con usted?

—No. Debes volver junto a tu amo... Colibrí, tú eres lo único que me queda de los días más felices de mi vida, de la dicha a la que es preciso renunciar... Y en este instante voy a poner los medios. Crucé por aquí, justamente para llegar más de prisa al locutorio, donde mi madre y otra persona me esperan para arrancarme la firma en un documento por el que para siempre quedaré separada de Juan...