—¿Del patrón? Entonces, ¿no va a volver al barco? ¿Me quedaré sin ama?
—Tendrás otras amas, habrá otras mujeres en la cabina del Luzbel, y las manos de Juan se posarán sobre otras manos, guiando la rueda del timón hacia las islas maravillosas donde la vida parece dormida, donde no hay odios ni lágrimas: las islas en las que el amor es como un sueño, donde ni pecar parece pecado... Vete, Colibrí, vete... Vuelve con tu amo...
Nerviosamente, temblando de angustia, luchando contra aquella oleada de sentimientos qué crece más fuerte en el fondo de su alma cuando más pretende ahogarla en ella, Mónica ha desprendido de su falda las pequeñas manos oscuras de Colibrí, empujándole hacia la alta tapia de donde el muchacho descendiera. Un momento vacila Colibrí como si fuese a obedecerla; luego, corre hacia ella otra vez, con una queja que es súplica brotando quejumbrosa de su garganta:
—No... No, mi ama... Yo no quiero que vaya nadie al Luzbel... Yo la quiero a usted, a usted nada más... Y el amo tampoco quiere...
—¡Tú qué sabes! No puedes saber nada...
—El amo siempre piensa en usted. Con la otra, con la que iba a ser el ama, con la que fue a vernos la otra noche a la cárcel, el patrón no hace más que pelear...
—Tal vez. Pero, al fin y al cabo, terminan siempre por hacer las paces. Es como si hubieran nacido el uno para el otro, como si se hubiesen vaciado en el mismo molde sus formas de amar... Se aman ofendiéndose, despreciándose, tendiéndose trampas, vengándose cada uno de los dolores que el otro le causa, pero aferrándose a esa pasión que les llena la vida...!
Ha vuelto con inquietud la cabeza, escuchando el leve ruido de unos pasos bajo los anchos arcos de la galería que limita el cerrado huerto conventual. A lo lejos, como dos sombras blancas, cruzan dos novicias. Respira más tranquila viéndolas alejarse, pero Colibrí aun está junto a ella...
—¿La esperan para firmar ese papel contra el amo?
—No es contra él, Colibrí. Al contrario... estoy segura de que en el fondo de su alma me agradecerá que sea yo la que rompa este lazo que nos ata, y que lo rompa como voy a hacerlo: dándole la absoluta seguridad de que mi vida se acabará entre estas paredes...
—Pero al amo no le gusta que esté aquí encerrada...
—¿Te dijo él que no le gustaba? No mientas nunca, Colibrí, no mientas ni siquiera por piedad... Y aflora, vete... que yo te vea salir. Quiero tener la seguridad de que nadie te ve ni te ocurre ningún contratiempo... ¡Vete, que vienen!
Ha empujado al pequeño negrito a tiempo que llega la voz del padre Vivier que, al descubrirla, señala acercándose:
—Pero si está aquí... Mónica, hija, estas damas estaban muy inquietas...
—El Padre nos dijo que hacía un buen rato habías salido para el locutorio —comenta Catalina de Molnar—. Tienes cara de sentirte mal, mi Mónica...
—Tal vez Mónica no deseaba vemos —tercia Sofía D'Autremont—. Nos estaba usted esquivando, ¿verdad?
—No, señora —niega Mónica haciendo esfuerzos por serenarse—. Al contrario... Tomé por este lado para llegar cuanto antes al locutorio... Iba a firmar ese papel que ustedes pretenden... Iba a complacerlas inmediatamente...
—Deseo hacer constar que es contra mi opinión y mi consejo —advierte el padre Vivier—. Es mi deber prestarle a Mónica el apoyo necesario para que vea claro en el fondo de su conciencia...
—¿Qué más claro quiere que vea, Padre? Mi pobre hija está unida a un canalla, a un malvado...
—¡No sabes nada, mamá! —protesta Mónica.
—Estamos en familia, no delante del tribunal que le juzgó, hija. Comprendo que le defendieras allí por tu propia dignidad. Aquí puedes ser franca, no empeñarte en que creamos lo que no podemos creer...
—No creo que debamos perder el tiempo en discusiones que no van a ninguna parte —interviene Sofía—. Y perdóneme, Mónica, que me tome la libertad de inmiscuirme en sus asuntos privados. Lo hice solo en respaldo y ayuda de su pobre madre, que sufre demasiado, que sufre por las dos, aunque ni usted ni su hermana parezcan comprenderlo así...
—¡Le ruego que tratemos mis asuntos separadamente de los de mi hermana, doña Sofía! —se encrespa Mónica con visible enojo—. Si Renato entendiera que es indispensable que olvide mis asuntos...
—En este caso, no es Renato. Justamente de eso queríamos hablarle a solas, y para eso la esperábamos...
—Pueden quedar a solas —indica el sacerdote—. Bastará con que yo me retire, y es precisamente lo que iba a hacer...
—¡No, padre, aguarde...! —suplica Mónica—. Creo que no hay ninguna cosa, ni en mi corazón, ni en mi alma, que usted no conozca. No hay nada mío que no pueda tratarse en su presencia; al contrario...
—Entonces, escucha a la señora D'Autremont, hija mía.
—Quería decirle que en el último proyecto nuestro no ha intervenido para nada Renato —explica Sofía—. Es más, sospechamos que no será de su agrado. Pero no importa... Catalina y yo hemos tratado de solucionar las cosas sin él, evitando posibles habladurías al verle intervenir en cosas que no le conciernen.
—¿Quiere que firme para usted aquel poder general que Renato había preparado?
—Mucho menos. Sólo una solicitud para el Santo Padre... Solicitud de anulación de matrimonio por razones que no ofenden a nadie, ni siquiera a Juan del Diablo: Salud delicada, incompatibilidad de caracteres y una vocación religiosa que ataremos como causa principal de su resolución. En realidad, no es descabellado. Era usted casi una niña cuando se empeñó en ser religiosa, ¿verdad? Y las circunstancias que le impulsaron a ello, creo que no han cambiado...
Sofía D'Autremont ha clavado en los ojos de Mónica su mirada profunda, imperiosa, penetrante... Es como si quisiera vaciar de un golpe su corazón y, al mismo tiempo, penetrar hasta el último de sus pensamientos. Pero Mónica entorna los párpados, apartando las suyas de aquellas pupilas fieras e indiscretas.
—Para gentes de nuestra clase —expresa Sofía—, nada es más mortificante que andar en lenguas de todo el mundo. En la puerta del claustro se detienen las habladurías, se apaga el escándalo...
—Y eso, para usted, es lo principal, ¿verdad? —observa Mónica con leve ironía.
—Yo sólo quiero quitar a ese hombre todo derecho que pueda tener sobre ti —interviene Catalina de Molnar—. Me espanta la idea de que pueda otra vez llevarte con él, arrastrarte quién sabe a qué peligros, a qué enfermedades... Era para mí un gran dolor verte en el claustro, pero lo prefiero... Al menos, sé que aquí vives en paz...
Mónica ha vacilado, ha alzado la cabeza para mirar en lo alto de la tapia el lugar por el que viera trepar a Colibrí. Querría no haberlo visto, no sentir lo que siente en su alma, apartar de su pensamiento la bocanada de recuerdos que su presencia le trajo. La voz del sacerdote llega hasta ella, suave y confortante:
—En realidad, no creas que con eso hacemos algo más que comenzar. El Santo Padre suele dar muchas vueltas a una cosa de éstas. Pasarán largos meses antes de que el caso se resuelva, aun suponiendo que sea una resolución favorable...
—Por eso queremos apurar las cosas, Mónica —manifiesta Sofía—. Hacerlo todo sin ruido, evitar, a costa de lo que sea, que mi hijo vuelva a enfrentarse a ese Juan...
—Sí —confirma Mónica—. Es doloroso ver el odio entre hermanos...
—¡No era necesario mencionar ese detalle, esa leyenda que bien puede ser una patraña! —se revuelve airada Sofía.
—Para mí, sí era necesario recordarlo. Firmaré, doña Sofía... Deme ese papel... ¡Lo firmaré en el acto!
(Esta obra continúa, y finaliza, en la novela titulada: "JUAN DEL DIABLO")