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—¡Es la verdad, es la verdad! ¡Máteme a mí si quiere, por decírselo; pero mátela también a ella por ser una traidora!

—¡Oh, basta! ¡Basta!

La ha soltado haciéndola caer; un instante la mira como fuera de sí, luego vuelve la espalda y corre hacia su alcoba...

Aimée se ha puesto de pie apoyándose en el reclinatorio, donde ha permanecido inmóvil, de rodillas, juntas las manos, sin llorar ni rezar, doloridos por la tensión el cuerpo y el alma... Ahora sacude la oscura cabeza, ante la llegada de su madre, que la interroga:

—Hija, ¿qué ha pasado? ¿Dónde está tu hermana?

—Ha ido a un recado mío. Le pedí que me hiciera un favor, y está haciéndomelo... Eso es todo... Iba a esperarla aquí...

Aimée se ha dirigido hacia la ventana, ha tratado de percibir todos los ruidos, pero ninguno llega hasta ella en el hondo silencio de la noche... Todo está en sombras, todo parece totalmente tranquilo, sólo un paso que llega muy de prisa hace helarse la sangre en sus venas. Quiere retroceder, esconderse, huir, pero ya es tarde, pues Renato irrumpe en la habitación y ordena autoritario:

—¡Aimée! ¡Ven!

La ha arrastrado casi, llevándosela consigo, los dedos como garfios de acero clavados en el brazo de ella, obligándola a alejarse de aquella alcoba donde queda sola la asustada Catalina, que no ha tenido tiempo siquiera de pronunciar palabra alguna. La ha empujado, colocándola por la fuerza bajo el farol de luz amarilla, y queda mirándola muy de cerca de hito en hito, con expresión, fiera y terrible, mientras ella tiembla y en vano intenta retroceder... No tiene dónde dar un paso atrás, y él está allí... En sus ojos claros hay una llamarada de cólera infinita, de rencor sin nombre, un fuego que Aimée nunca ha visto en aquellas pupilas, pero que bien conoce en otros ojos, y suplica asustada:

—¡Renato! ¿Estás loco?

—¡Loco y ciego tuve que haber sido! ¡Hipócrita! ¡Perdida!

—¿Por qué hablas de ese modo? ¿Por qué me miras así? —Y con ahogado espanto intenta defenderse—: Renato, ¿has perdido el juicio?

—¿Recuerdas esta carta? ¡Dime!

—Yo... Yo... Yo... —balbucea Aimée sin encontrar salida.

—Es tuya... No lo niegues, no puedes negarlo. ¡Es tuya, sí, tú la escribiste! ¡Me engañabas!

—¡No, Renato, no... ¡

—En esta carta gimes, suplicas, le pides compasión a otro hombre, y es a mí a quien debías pedirla... Pero no lo hagas, porque será inútil... ¡Será inútil!

Aimée ha tratado de huir, pero las manos de Renato la atenazan oprimiéndola, suben a su garganta, rudas y decididas... Con la suprema audacia del terror, Aimée logra rehuirlas para destilar el veneno de una acusación:

—No soy yo la culpable. ¡Te lo juro! ¡Es ella... ella...! Pido compasión, pero no para mí. Pido piedad, pero es para ella. Me humillo y suplico, pero es para salvarla a ella. ¡A Mónica!

—¿Qué es lo que dices?

—¡Mónica es la amante de Juan del Diablo!

—¡No! ¡Imposible!

—Juré callar a costa de todo... Juré no decirlo... Por mi madre. Renato, por nuestra pobre madre, quise salvar a mi hermana. Quise salvarla a costa de mi misma. ¡Ten piedad de ella, Renato! ¡Ten piedad de ella, y ten piedad de mí!

Como si un golpe brusco le despertara, como si ascendiera del fondo de un abismo, como si en sus tinieblas se hiciera la luz de repente, como si en medio de su desesperación sin límites un rayo de esperanza llegara deslumbrándole, Renato ha retrocedido buscando la verdad en los ojos de Aimée, que ahora lloran de espanto, en sus manos extendidas que piden compasión y piedad, es aquella voz que el terror ha quebrado en sollozos, mientras torpe y desesperadamente barbota su mentira:

—Es Mónica... Es Mónica... Mi pobre hermana que está loca, ya te lo dije. Le escribí a esa fiera de Juan para detenerlo. No era posible abandonarla en manos de esa bestia sin corazón. Darla a Juan es igual que entregarla indefensa en las garras de un tigre... ¿No me entiendes, Renato? ¡Mónica es la amante de Juan! Se entregó a él en un momento de locura, sin saber lo que hacía, y él la ha convertido en su esclava, en su víctima. ¿No comprendes?

—¿Y cómo puedo comprender...?

—Ella le quiso, perdió la razón un momento, y ahora él es el amo. Manda, ordena, la arrastra como a un guiñapo... y amenaza con el escándalo. Y ella se muere de espanto, y sufre, y llora y... ¡Es un canalla, Renato, un canalla, un bandido! Pero no le provoques, no te pongas frente a él... Deja que sea yo quien le hable, quien le diga...

—¡No mientas más! —estalla con furia Renato.

—¿No crees lo que te digo? ¡Te juro que es por Mónica que escribí esta carta! Ella estaba enloquecida de espanto y me pidió auxilio. La tiene acorralada, aterrada, y ahora mismo...

—Ahora mismo, ¿qué?

—¡Están discutiendo allí, tras la iglesia! Ella lucha por convencerlo de que se aleje, de que la deje volver a su convento... Es lo único que le pide, lo único que le implora...

—¿Detrás de la iglesia dijiste?

—Renato querido, ten lástima de Mónica... y perdóname... Perdóname por no habértelo dicho. Ella no me perdonaría jamás si supiera que tú lo sabes. Ella está arrepentida... Quiere matarse, morirse...

—¿Por Juan del Diablo? —prorrumpe Renato con desbordado sarcasmo y amargura.

—No por él, sino por su pecado, por su vergüenza... Yo quiero ayudarla a que él se aleje. Se lo he prometido... Comprar su marcha y su silencio... Tal vez un poco de dinero bastaría...

—¿Crees tú que basta con un poco de dinero —salta Renato con ira concentrada— ¿Crees que Juan es el más vil, el más canalla, el más prostituido de los hombres?

—Sí, Renato, sí. Es todo eso... Por ello Mónica está enloquecida. Sabe que mamá se moriría si ella diera un escándalo así. Le prometí hablar con esa fiera, detenerle, pedirle... —Se interrumpe de pronto y al observar el movimiento de Renato, pregunta espantada—: ¿Dónde vas?

—¡Voy allí, y tú vienes conmigo!

Ha arrastrado a Aimée, llevándola consigo. En vano ella lucha, en vano se resiste... Él va como loco, como ciego, sin acertar siquiera a distinguir en qué caos de sentimientos, en qué torbellino de locura van envueltas su razón y su vida. Y forcejeando, Aimée suplica:

—¡No, Renato, no! ¡Por favor, espera... óyeme!

—¡Frente a Dios dirás lo que tengas que decir!

—¡No... no...! ¿Estás loco? ¡No me lleves así! —Y en su desesperación grita Aimée—: ¡Por favor...!

—¡Renato... Aimée... Hija... Hija...! —En vano ha clamado la voz espantada de Catalina, pues tomo una tromba cruza Renato salas y jardines, arrastrando a Aimée consigo, mientras la voz de Catalina de Molnar, persiste en un grito—: ¡Renato... Aimée...!

La anciana intuye la tragedia, la presiente, la adivina. Quiere correr, pero le falta el aire, se le nubla la vista, y cae fin de rodillas... Ha visto cruzar una pequeña sombra oscura... Es Colibrí, pero éste no se detiene a la voz desesperada que clama en un sollozo:

—¡Muchacho... muchacho! ¡Pronto... Socorro...!

—¿Qué pasa? ¿Quién llama? —Es la voz del viejo notario que espantado ante los gritos de auxilio se acerca y, asombrado, exclama—: ¡Doña Catalina...!

—¡Oh, Noel, amigo mío! ¡Pronto! ¡Hay que impedirlo! ¡Llame a doña Sofía! ¡Hay que impedirlo!

—Pero, ¿impedir qué?

—¡Va a matar a mi hija! ¡Ay...!

Se ha quedado inmóvil, sin sentido. Noel, trémulo, mira a todas partes. Sombra y silencio caen sobre campos y jardines... Un trueno cercano parece agitar el espacio y una ráfaga de viento silba entre el follaje y la espesura. También él presiente, intuye, adivina, tiembla ante el terror de lo que ve venir, y alza en vano los ojos al cielo mientras la tormenta se avecina... Tan inútil como el deseo de detener la tormenta, tan imposible como sujetar el rayo, es impedirlo... Y ante su impotencia, exclama como en un rezo: