La puerta se cerró. Estaba solo. Ahora es cuando debe pasar algo, pensé; sin embargo recorrí los pasillos tenuemente iluminados hasta la salida de la clínica y la gente que pasaba a mi lado apenas reparó en mí. En la recepción pregunté a la enfermera encargada si podía facilitarme los nombres de los médicos españoles que trabajaban con Lejard o Lemière. Me miró como si estuviera desquiciado, luego hizo ademán de coger un libro de tapas negras, pero se arrepintió antes de abrirlo. El único médico español era el doctor Mariano Roca, afirmó.
– ¿Lo podría describir? -pregunté con la mejor de mis sonrisas.
– Viejo y gordo -dijo con asco.
– ¿Es el único médico español de la plantilla?
– El único extranjero -puntualizó-. Nuestro personal facultativo está compuesto por franceses, salvo la penosa excepción del doctor Roca. -Era evidente que éste no contaba con su simpatía.
– ¿Está segura de que no trabajan aquí, aunque sea de forma esporádica, dos médicos españoles o tal vez sudamericanos, jóvenes, aproximadamente de unos treinta años? -insistí.
– ¿Usted qué es? ¿Un detective?
– No, por Dios… ¿Tengo cara de detective? Simplemente estoy buscando a esos médicos para devolverles algo que les pertenece.
– ¿Qué?
La contemplé por primera vez con atención. Su rostro, paulatinamente, pareció transformarse. Ahora era una mezcla de cancerbero y de puta presentida y temida en mi adolescencia.
– Es algo personal…, ya me entiende.
– Me temo que no.
– En fin, si usted asegura que no trabajan aquí…
En la calle decidí tomar un taxi y dirigirme de inmediato a casa. El aire era fresco y ya no llovía aunque el empedrado de las calles estaba reluciente, como recién engrasado, y algunas personas caminaban aún con los paraguas abiertos.
Al llegar frente a la fachada de mi edificio ordené al taxista que se detuviera pero advirtiéndole que no me bajaría.
Miré por la ventanilla, el zaguán aparecía como una sombra compacta, vacía, y no se veía a nadie aunque bien podía haber alguien oculto en la oscuridad. Sentí que se desvanecían las ganas de estar en casa.
– Apague el motor -dije al taxista-, vamos a esperar un poco.
El taxista se dio la vuelta para mirarme y luego asintió con la cabeza, sin decir nada, las manos dóciles sobre el volante. Observé ambas aceras, ni trazas de los españoles, pero decidí esperar. Quince minutos después ordené al taxista que partiera. Por la ventanilla trasera me cercioré de que nadie nos seguía.
– ¿Está persiguiendo a alguien o lo persiguen a usted? -preguntó el taxista.
No contesté.
¿Qué tiene que perder en todo esto?, había preguntado uno de los españoles.
Tal vez el asunto estribaba en eso: perder o encontrar algo.
– ¿Qué tienen ustedes que perder? -respondí.
El flaco parpadeó.
– No sea terco -dijo.
Temí que no hubieran comprendido, pero no tenía importancia.
– Yo no entiendo nada -proseguí-, pero me consuela pensar que lo que ustedes pretenden es algo que no entendería nadie. Me están regalando el dinero.
El parpadeo del flaco se transformó en sonrisa cuando vio que a continuación procedía a guardarme el sobre con los dos mil francos en un bolsillo de mi chaqueta.
– En realidad, yo no tengo nada que perder -me excusé-, ustedes ni siquiera se lo imaginan.
– No se preocupe -sonrió el moreno-, tenemos mucho dinero, no es ninguna molestia.
– Además, no subestime la imaginación.
– La imaginación se lo imagina todo.
– Todo -dijo el flaco.
– Déjenos a nosotros cuidar de Vallejo, él es un amigo, un amigo del alma.
¿Un amigo del alma? ¿La imaginación se lo imagina todo? La sensación de malinterpretar las palabras de los españoles se agudizó.
– A la plaza Blanche. -Mi voz sobresaltó al taxista.
– ¿Adonde? -preguntó mientras aceleraba de golpe.
– A la plaza Blanche.
El taxista me miró por el espejo retrovisor, aturdido. Habíamos dado la vuelta a la manzana y estábamos otra vez en la calle donde yo vivía. Por un momento pensé que se iba a negar a seguir y tuve un ligero temor ante la perspectiva de quedarme solo, en la calle, a poca distancia de mi casa.
– Siga, siga, ya le indicaré…
Bajé en una calle que suponía cercana al domicilio de un amigo a quien pensaba visitar, tal vez contarle todo lo que me estaba ocurriendo. Al cabo de un rato cambié de opinión y me entretuve caminando por calles vagamente familiares que a medida que el tiempo y el paseo transcurrían se fueron haciendo cada vez más extrañas, hasta tener la certeza de que me había internado en un barrio completamente desconocido.
Entré en un café: el techo, las paredes, las mesas, los asientos, todo era verde. Como si el dueño en un ataque de locura hubiera intentado darle un toque selvático o, como pensé más tarde, pretendiera camuflarlo, consiguiéndolo en parte, aunque con manifiesta torpeza.
Me senté en una de las mesas, debajo de un quieto ventilador de dos aspas, verde también, contemplando con curiosidad el local desierto a excepción de dos muchachos rubios, a tres mesas de distancia, silenciosos delante de sus copas a medio vaciar.
– Tardan un poco en servir -dijo uno de ellos al cabo de un rato; tardé en comprender que se dirigía a mí.
– Perdón…
– He dicho que tardan un poco en servir. El camarero está haciendo pipí.
El que no había hablado se llevó una mano a la boca y ahogó una breve risita espasmódica. Me fijé un poco más en ellos. Eran jovencísimos, ninguno tendría más de veinte años, y vestían con extremo cuidado. Les dije que no me corría prisa. En realidad estaba cansado y la quietud de aquel café tan peculiar me hacía bien.
– En el pipí puede estar a veces hasta media hora.
Uno se siente inclinado a creer que está haciendo otra cosa, ya sabe, pero en realidad su objetivo es orinar… Unas cuantas gotitas… mercuriales…
– Pobre -apoyó el otro.
– Extraño lugar, éste -aventuré.
– El Bosque…
– ¿Cómo?
– El Bosque… Ese es su nombre.
– Muy apropiado.
– El bosque submarino -dijo indicando un extremo del café.
Observé en la dirección que el índice de mi interlocutor señalaba: adosada junto a unos cortinajes de satén había una enorme pecera cuadrangular.
– Puede verla. No es gran cosa pero seguramente hallará algunas curiosidades.
Me acerqué. En el fondo de la pecera, sobre una arena muy fina, reposaban miniaturas de barcos, trenes y aviones, ordenados de tal forma que simulaban catástrofes, infortunios detenidos en un mismo tiempo artificial, por encima de los cuales circulaban indiferentes algunos peces rojos.
Las miniaturas, conjeturé, eran de plomo y su fidelidad detallística notable.
– No hay cadáveres -murmuré, más para mí mismo que como una observación; el muchacho, no obstante, me oyó o tal vez adivinó mis palabras.
– Mire con cuidado -indicó.
En efecto, junto a uno de los trenes, a un lado del furgón de cola, yacía, semienterrada en la arenilla, una figurita con forma de hombre. Y no era la única: a poca distancia de un monoplaza, apoyada contra una piedra pómez, contemplaba el almanaque de calamidades otra figura, de metal sin pintar, gris oscura, y erguida, aunque uno adivinaba que si se retiraba la piedra la figura se derrumbaría sin remedio.
– Interesante.
– La luz no ayuda mucho. Lo ideal es una luz blanca y fría, no este verde de Indochina. Pero lo ideal, usted sabe… Un milagro…
– ¿Es usted el… creador?
– Nosotros.