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Me sentí molesto conmigo mismo. Por momentos me ganaba la melancolía y a los pocos metros volvía a estar sereno, dueño de una tranquilidad atemporal, ajeno a cualquier sobresalto. Pero el temor, lo sabía, seguía allí, incorpóreo y tenaz. ¿Qué era lo que temía? Sin duda no una agresión física, de eso estaba seguro. ¿Entonces por qué no reunía el valor suficiente para irme a casa o dedicarme a pasear sin mirar atrás constantemente, a la espera del par de españoles?

Finalmente volví a mis habitaciones después de divagar por barrios extremos, estaciones en desuso, avenidas que parecían no acabar nunca y que de la manera más abrupta desembocaban en terrenos baldíos que jamás hubiera esperado hallar en esa zona de París.

Llegué tarde y lo único que encontré agazapado en la oscuridad de las escaleras fue a madame Grenelle. Lloraba ruidosamente.

– ¿Madame Grenelle?

– …

– Soy yo. Pierre Pain, ¿qué le ocurre?

– Nada, nada, nada…

– Entonces deje de llorar y suba a su cuarto.

– Ah, pero qué mierda. Dios mío, qué mierda…

Al acercarme noté que estaba borracha, un olor a ajenjo, pesado y dulzón, la envolvía. No sé por qué, saltó de mi memoria, como un animal fragilísimo, la imagen de las dos adolescentes alejándose entre la multitud; ¿pero qué multitud si no había nadie? Una tristeza tranquila e inexorable trepó a mis espaldas y allí se quedó, como una joroba o como un hermanito infinitamente más sabio.

– Haga un esfuerzo y subamos. Si sigue aquí va a enfermar, hace mucho frío.

– Soy mala, monsieur Pain, pero, atención…

– Venga, suba.

– Es la soledad, ¿alguien lo puede entender? ¡Mire mi ojo!

Dudé un instante, las adolescentes caminaban por una calle vacía, ideal, interminable… Luego encendí un fósforo. La sombra de madame Grenelle subió, escalón tras escalón, hasta la pared descascarada del rellano superior. Tenía un ojo morado.

– ¿Qué le ha ocurrido?

– …

– Déjeme ver. Debería subir a su cuarto y descansar. Tiene el párpado hinchado.

– Es la soledad, monsieur Pain.

– Parece un golpe.

– No…

– ¿Le han pegado?

– Una mujer. Soy una mujer. Un ser humano también, ¿verdad? Disculpe. Este tiempo es horrible, no termina nunca de llover. ¿Por qué no se sienta un momento?

Tomé asiento en uno de los escalones.

– Esta mañana vino su amiga, ¿no? Estará feliz. Es una muchacha muy bonita.

– Prefiero no hablar de eso, madame Grenelle, preocupémonos ahora por usted… Sí, claro, me alegró…

– Yo lo respeto, monsieur Pain, algo que usted nunca… En fin… ¿Quiere un trago de absenta? Disculpe.

De algún lugar ignoto apareció su mano engarzada al cuello de una botella.

– No, gracias. Y creo que usted tampoco debería beber.

– …

– Estoy cansado, madame Grenelle, he tenido un día atareado, no se imagina usted cuánto…

– En cambio yo todo el día sola, sin nada que hacer, sabe, me aburro. Usted jamás ha entrado en mi casa, lo invitaré algún día para que la vea, ni una mota de polvo… Pero a la larga eso también aburre. Además, es tan pequeña que no cuesta nada arreglarla. Mi pequeño palacio.

Suspiré. Me sentía cansado de verdad.

– ¿No tiene nada para ponerse en el ojo?

– Rímel…

Creo que sonreí. Por suerte ella no podía verme la cara. El espectáculo debía de ser deprimente.

– Bueno, lo mejor será que no se ponga nada y descanse.

– Un pañuelo mojado irá bien, qué poco prácticos son los hombres.

– Excelente idea. Y ahora deje de beber y hágame caso, váyase a la cama.

– Tiene que venir algún día a mi casa. Esta noche no. No creo que fuera indicado. Pero otro día, cuando usted quiera. ¡Verá qué casa más limpia!

– Me lo imagino.

– Ayúdeme a levantarme…

Antes de cerrar la puerta de su habitación, dijo:

– Perdóneme si lo he molestado. No era mi intención molestar a nadie. ¿Sabe cómo me hice esto? -Señaló con el cuello de la botella, que no había soltado en ningún momento, su ojo hinchado-. Me caí mientras bailaba, aquí, en el pasillo, sola. ¡Qué ridículo!, ¿no?

– No me lo parece. Bailar es algo hermoso.

– Es usted un caballero, monsieur Pain. Buenas noches.

– Buenas noches, madame Grenelle.

Dormí bien, de un tirón, y si tuve algún sueño tuve también la virtud de no recordarlo. Desperté tarde, como iba siendo costumbre en los últimos días, y tras asearme bajé a desayunar al café de Raoul.

Mientras esperaba cogí el periódico de la mañana que alguien había dejado abierto sobre una mesa y mis ojos saltaron por los encabezados, las notas de relleno, las fotografías, buscando algo impreciso, sin apuro.

Debí de ofrecer una imagen de desaliento pues Raoul comentó del otro lado de la barra:

– ¿Malas noticias?

Las noticias eran sobre la guerra de España; el balance de bombardeos aéreos, fuegos cruzados de artillería, muertos a millares, armas nuevas que en la guerra del 14 desconocíamos.

– Los malditos alemanes ensayan su arsenal -dijo Raoul.

– Paparruchadas, no tienen nada extraordinario -apuntó un mecánico vestido con mono marrón oscuro que bebía su vaso de vino acodado en la barra.

– ¿Te parecen normales los bombarderos en picado, Robert? ¡Los Stukas! -anunció Raoul, que entendía de asuntos militares-. ¡Monomotor biplaza, armado con tres ametralladoras y capaz de transportar más de mil kilos de bombas!

– Se diría que te mueres de admiración.

– ¡Por supuesto que no! ¡Jamás…! Sin embargo, reconozcamos que…

– No he querido decir eso, Raoul, pero tampoco es necesario verlos como la séptima maravilla. Lo que cuenta es el hombre, el valor de las masas.

– Una guerra es una guerra -sentenció el chico ciego, sentado junto a la pared, el bastón blanco entre las rodillas-. Si no, pregúntenle a monsieur Pain.

– Así es -dije sin quitar la vista del periódico, la sección de anuncios, los deportes, las páginas culturales y de espectáculos, los escándalos…

– A Dios gracias, yo no he visto ninguna.

Algunos se rieron.

– Tú eres un payaso, Jean-Luc, eso es lo que eres -dijo Raoul.

– Lo he dicho en serio -protestó, medio en broma, el ciego.

– Es verdad -dije-, en ese aspecto se puede usted considerar afortunado, Jean-Luc. Los paisajes que nos proporciona la guerra son… dantescos. No: miserables… Indignos… El problema es que si se encontrara usted envuelto en una guerra, su ceguera sólo le evitaría ser enviado al frente, pero no lo sustraería de los desastres sin cuento que toda guerra trae consigo. La verdad es que ningún desgraciado, y no lo digo por usted sino por todos, se salva.

– ¿Ves, Jean-Luc?

– Ya es bastante -dijo el ciego-. Me doy por satisfecho.

– Cada día están mejor armados -refunfuñó Raoul mientras dejaba el café con leche sobre mi mesa- y a nosotros nos basta con declaraciones. Necesitamos hechos; hechos y una postura firme, viril…