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– Sí, pero Mesmer ya estaba muerto y sus seguidores, como usted ha dicho, se preocupaban más de los espíritus juguetones que de la verdad. Además, en 1837 se le condenó de forma definitiva, pese a las posteriores experiencias de Baraduc. Hay algo de teatro de marionetas en todo esto. Puede verlo así: las enfermedades, todas, son provocadas por desarreglos nerviosos. Desarreglos inducidos, planeados con antelación y frialdad; ¿por quién?, por el mismo enfermo, por el ambiente, por Dios o por el Destino, no viene al caso… El hipnotismo invertiría el proceso y provocaría la curación. Es decir, el olvido. Dolor y olvido inducidos, piénselo por un instante, y en medio nosotros…

– Una utopía en toda regla.

– Una entelequia maligna. Cuando pienso en esos médicos y curanderos del siglo XVIII, no puedo dejar de sentir simpatía. Simpatía en el vacío, si usted quiere, pero simpatía. En realidad yo también soy un utopista, aunque a diferencia de ellos un utopista inmóvil. Para mí el mesmerismo es como una tabla medieval. Hermosa e inútil. Extemporánea. Atrapada.

– ¿Atrapada?

Me quedé quieto un instante, quiero decir quieto dentro de la quietud, mirando la brillante superficie de la mesa.

La fascinación, el horror, pensé, y yo una especie de doctor Templeton menos memorioso.

– No sé por qué lo he dicho… Atrapada… Idea atrapada… Supongo que he querido decir atrapada en el tiempo.

– O atrapada por alguien.

– ¿Por el padre Hell?

Un pudor acaso atávico nos impidió sonreír.

Al salir del café llovía. Una lluvia fina, compuesta casi de aire, que apenas se notaba. Sentí un estremecimiento de frío. Entonces, sin transición, cuando aún no había traspuesto del todo el umbral del café oí el aullido. Me pareció el aullido de un lobo. Seguramente sólo era un perro. Permanecí inmóvil, la calle estaba inusualmente vacía, pensé que tal vez se tratara de un corno que alguien, un morador no habitual de uno de los edificios que me rodeaban amenazantes, había soplado. Un músico solitario y nervioso. Un músico extranjero (del Polo Norte, pensé, de África, pensé) con los nervios a flor de piel. A través del cristal de la puerta contemplé el interior del café. Sautreau seguía sentado en la misma mesa mirando distraídamente el periódico que yo antes había hojeado. Al dar la vuelta, las páginas tocaban la punta de su barba. Raoul, con medio cuerpo fuera de la barra, daba la impresión de oír con interés a la niña que tenía los brazos levantados como si pidiera que la alzara. Los demás hablaban, probablemente de la guerra de España o de ciclismo, pero era imposible distinguir ni un solo sonido. Me abotoné el abrigo hasta el cuello. Pasados unos segundos que me parecieron eternos volví a oír el aullido. La propuesta del músico (pues se trataba de un músico, no me cupo duda) era fácil de descifrar. Un sonido cavernoso y al mismo tiempo desgarrado que se descolgaba del artesonado y que rebotaba en las ventanas cerradas de las casas. Un sonido que barría por una fracción de segundo las calles vacías. Como un corno. Pero no era un corno. Sentí una enorme e inútil piedad. Estaba helado.

A las tres menos cinco de la tarde llegué a la Clínica Arago. Es una regla del establecimiento que toda persona ajena, antes de franquear las puertas batientes que conducen al interior, deje su nombre y el nombre del paciente que va a visitar o su número de habitación. Después de cumplido este requisito y cuando ya me alejaba de la recepción, oí la voz de la enfermera deteniéndome.

– No puede pasar -informó.

Al principio pensé que no había oído bien o que se trataba de un malentendido y volví a dar mi nombre y el de monsieur Vallejo, añadiendo que el día anterior ya lo había visitado y que hoy acudía por petición expresa de su mujer. Recalqué esto último. La enfermera pareció dudar un momento y luego me miró con curiosidad. De un cajón extrajo una hoja de cartulina y la leyó un par de veces; acto seguido volvió a guardarla en el mismo cajón mientras denegaba con suaves movimientos de cabeza.

– Nadie puede ver a monsieur Vallejo -mintió-, son órdenes.

– Pero a mí me están esperando.

– Venga otro día -sugirió no muy segura.

– Estoy aquí por deseo expreso de madame Vallejo. Ella debe de estar ahora en la habitación, con su marido, comuníquele mi presencia. No puedo irme sin verla. Por favor… Apelo a su indulgencia…

La enfermera vaciló un instante, tal vez conmovida por mi ruego. Pero no tardó en reafirmarse en su anterior resolución.

– Es imposible, la orden la dio un médico -dijo como si nombrara a Dios.

– ¿Qué médico?

– No lo sé, aquí no lo especifica, pero esto sólo puede ordenarlo un médico, como usted comprenderá.

Alcé las manos exasperado.

– ¿Me permite ver la hoja?

Una sonrisa de comadreja se instaló en su rostro, comprendí que no me iba a dejar pasar.

– No puede ser, va contra las reglas, las órdenes son confidenciales, pero si cree que estoy mintiendo…

Sopesé la posibilidad de meterme pasillo adentro con o sin autorización, pero lo inverosímil de la situación, lo inesperado, me mantuvo pegado al mostrador de la recepción con la fuerza de un imán. Probé otra vía:

– ¿Puede mandar a buscar a madame Vallejo? Yo la estaré esperando aquí.

– Ya se lo dicho. Es una orden superior, no hay nada que hacer. -Su rostro tendía a blanquearse, a adquirir cualidades lactescentes acordes con su uniforme.

Insistí.

Por un momento tuve la ilusión de haberla convencido. Me pidió que esperara y abrió a sus espaldas una puerta disimulada en la pared que antes no había visto, desapareciendo de inmediato sin darme tiempo a distinguir más que un rectángulo de oscuridad rojiza, como si la habitación vecina fuera un cuarto de revelado fotográfico. Cuando salió, la acompañaba un auxiliar alto y rubio, de melancólica mandíbula de boxeador.

La enfermera parecía haber asumido definitivamente el papel de su vida:

– Acompañe a este señor a la puerta -ordenó al auxiliar.

No atiné a decir nada.

El rubio dio la vuelta al mostrador, llegó hasta mí con suavidad y en un áspero francés de la Bretaña me pidió que fuera razonable, que lo siguiera.

Traté de ignorarlo con todas mis fuerzas. Creo que no lo logré.

– ¿Qué significa esto? -conseguí balbucear.

La enfermera, sentada delante de su mesa, revisaba un voluminoso libro de entradas y salidas.

– Cálmese -dijo sin mirarme.

Luego levantó los ojos del libraco y silbó:

– Lárguese de una vez y no vuelva a poner los pies en este lugar.

Pasados los primeros instantes de perplejidad, durante los cuales sólo supe dar vueltas por algunas manzanas del barrio sin que me atreviera a marcharme de forma concluyente pero tampoco con el valor necesario para intentar una nueva escaramuza con la enfermera, decidí esperar atrincherado en un restaurante desde donde dominaba la puerta principal de la clínica.

Mi intención era permanecer allí hasta que saliera madame Vallejo y explicárselo todo. A las seis de la tarde mis esperanzas comenzaron a desvanecerse. A las ocho aún seguía en el café, pero más que nada por inercia; era improbable que pudiera reconocer a madame Vallejo si ésta finalmente aparecía, cosa que dudaba, pues la oscuridad ya era total.

A las nueve decidí marcharme y llamar por teléfono a madame Reynaud. Con una mueca de irritación comprobé que no llevaba encima su número; debía ir primero a casa y buscar la libreta y luego volver a salir y llamarla.

Detuve un taxi. Tenía la manija cogida cuando sentí un golpe en la espalda, casi un empujón casual; el hombre que lo había hecho tenía una ceja cubierta por un parche que dejaba ver algunos puntos de sutura.