La cerilla se apagó y encendí otra; pude distinguir entonces, en el fondo del almacén, una máquina de hierro similar a un molino, de unos tres metros de alto y provista de aspas inverosímiles; a su alrededor se alzaban otros ingenios de metal, oxidados, inconmovibles. Aquello indudablemente era un almacén de trastos inútiles, pero no pude discernir la naturaleza ni la utilidad que éstos hubieran podido tener. Con dificultad creí reconocer, aunque completamente deformados por el paso del tiempo, algunos objetos de uso doméstico. Poco a poco mis pasos se hicieron menos vacilantes. Los trastos, pese al abandono, estaban amontonados con un cierto orden que permitía circular a través de ellos por pasillos estrechos, entre hileras de viejas cocinas de campo y tablas de planchar metálicas, grandes jarrones de bronce y arcones de maderas podridas. Al cabo de un rato descubrí que todos los pasillos convergían en el centro. Allí, por el contrario, los objetos, además de escasear, estaban esparcidos de cualquier manera, dejando un espacio amplio desde donde, con una buena iluminación, se podía dominar el resto del almacén.
Grité.
Sin sorpresa oí mi grito apagado por las montañas de bultos inservibles, como una piedra en el vacío, incapaz de levantar ningún eco. Si esperaba que acudiera a mi llamada un hipotético celador o vigilante nocturno, en ese momento deseché la idea.
Resignadamente me dispuse a buscar cobijo para pasar el resto de la noche. Cerca del molino que presidía aquel singular cementerio encontré una especie de bañera o cuba que tras cubrir con arpilleras comprobé que no resultaba del todo incómoda. Además, supuse que no tardaría demasiado en amanecer.
Antes de dormirme encendí dos cerillas más: a pocos metros de mi improvisado lecho observé útiles de labranza, palas oscuras recubiertas por una costra de tierra alquitranada, hoces, chuzos, picas, horquillas, arneses azules y dorados, quinqués con las campanas de cristal rotas, hachas, una colección de atizadores de chimenea de distintos tamaños reclinados en perfecto orden contra un tablón. Los aperos del campesino ideal.
Sé que empezaba a dormirme pues ya había entrevisto algunos rostros recurrentes de mis sueños (tal vez más indicado sea decir el peso de esos rostros) cuando me despertó el sonido. Apenas una gota de agua, pero en el centro de mi conciencia. Abrí los ojos, no tenía miedo, esperé.
El ruido se repitió, un duplicado imperfecto, entre las hileras de bultos a mi derecha, casi frente a mí, como si se deslizara pegado a la pared. Manteniendo el más estricto silencio busqué entre mis ropas la caja de cerillas, saqué una y la sostuve entre los dedos, sin encenderla, como un arma o un talismán, a la espera de que mi curiosidad fermentara.
Debo decir que si aún me quedaba algo que injustamente pudiera llamar temor, éste desapareció tragado por la calma fatalista de saber sin lugar a dudas qué era lo que producía el sonido y la resignada decisión de no hacer nada para averiguar con qué fin lo producía. Sólo había una cosa clara, el ruido se desplazaba intermitentemente hacia donde yo estaba. Pensé: ahora sigue la línea de la pared, pero dentro de un rato tendrá que separarse y avanzar hacia el centro, hacia donde estoy. Lo más probable era que se separara cuando estuviera paralelo a mí, pero también cabía la posibilidad de que siguiera avanzando, dejándome atrás para luego proceder a abordarme, eso era inevitable, por la espalda.
Hubo un momento, lo reconozco, en que cedí a la debilidad, en que me pareció insoportable mi situación y quise encender la cerilla, iluminar la escena que intuía se montaba a mi alrededor. La oscuridad era tan delgada, el sonido se desplazaba a intervalos tan regulares, la bañera se tornaba tan fría y recordaba tanto un ataúd, que cualquier acto hubiera valido para romper la desdichada coherencia, la lucidez torcida que emanaba del sonido y del almacén. Empero no hice ningún movimiento.
Temí que se me acalambraran las piernas si aquello se prolongaba. Sentí que algo me quemaba en la boca del estómago. Los ojos me dolían.
De pronto el ruido se despegó de la pared y empezó a abrirse paso entre los cachivaches. Así pues, aparecería por mi lado derecho. Me ladeé lo más que pude, la nuca reclinada contra el borde ondulado de la bañera, las piernas encogidas, mirando fijamente hacia el lado por donde tenía que aparecer. Es curioso, todos mis sentidos se concentraron no en el miedo o en la lucha o en la revelación, sino más plásticamente en el espacio delimitado de forma perfecta en el cual tenía que brotar la silueta esperada.
Los pasos se hicieron más pausados, rodearon un mueble, tal vez un ropero, oí el roce de prendas de vestir, luego silencio.
Adiviné en la oscuridad una presencia temblorosa. Me supe observado. Conté hasta tres, quise encender la cerilla, pero entonces me di cuenta de que ya no la tenía entre los dedos. Intenté incorporarme; mis brazos resbalaron sin un ruido. Enroscado en el fondo de la bañera, en la postura de la víctima ideal, busqué otra cerilla. Tenía la caja en algún bolsillo del abrigo y no la encontraba. Por fin, levanté el brazo con mi débil candil y me asomé: no vi a nadie.
Quienquiera que fuese estaba detenido a unos diez metros de la bañera, fuera de mi campo visual.
Aunque no lo viera sabía que estaba allí. Oía su hipo. Con toda claridad. Espasmódico, molesto.
– ¿Vallejo? -Mi balbuceo murió casi sin salir de los labios.
No hubo respuesta.
La sombra volvió a hipar y comprendí, como si metiera la cabeza en un remolino, que aquel sonido no era natural sino simulado, que allí había alguien fingiendo el hipo de Vallejo. ¿Pero por qué? ¿Para asustarme? ¿Para advertirme? ¿Para burlarse de mí? ¿Sólo por un insondable sentido del humor y la ignominia?
Avanza, pensé, avanza hacia mí.
Ignoro cuánto tiempo esperé.
Que no daría un paso más, lo supe al cabo de un rato.
La inmovilidad, al principio crispada, se fue haciendo regular.
En dos ocasiones intenté levantarme, en ambas resbalé, como si el destino no quisiera dejarme correr el más mínimo riesgo. Por el hueco del techo comenzó a filtrarse un cambio en el cielo; dentro de poco amanecería. En algún momento, quizá en el último intento de salir de la bañera, dije ay o ah, mi única queja, más de desesperación que para pedir ayuda.
Desperté con los miembros agarrotados, un persistente dolor en el cuello y una resaca espantosa. Eran las once de la mañana y un polvo hialino caía, o subía, por el agujero del techo. El almacén estaba en silencio, los trastos obstinadamente protegidos por el aura del abandono, cosa fuera del afán humano que la luz parecía evitar. No fue difícil encontrar la puerta; carecía de picaporte y comunicaba con un patio de gravilla con dos parterres abandonados a cada lado. La mañana, el lomo del cielo, parecía caerse a pedazos. Hasta cierto punto era un consuelo, yo me sentía igual. A la izquierda vislumbré una puerta metálica, cerrada. Junto a ella, como si esperara desde siglos, una pequeña caja de madera en la cual me senté. Respiré hondo. Por mi pecho pasaron confundidas las imágenes de las fugas y las decepciones, los sueños y los delirios de aquellas últimas horas. Se acabó, pensé en voz alta, se acabaron las calesas que no van a ninguna parte. El cielo de París, si bien más claro que el del día anterior, parecía más siniestro que nunca. Como un espejo suspendido sobre el agujero, me dije. Pero nunca podríamos saberlo con certeza. Lenguaje indescifrable. Oriné largamente contra la pared. Me sentí cansado, un pobre diablo solitario y confundido en medio de un laberinto demasiado grande para él. ¿Qué hacer? No sabía si era el cielo o yo quien temblaba.
Pronto estuve en la calle buscando un taxi que me llevara al Boulevard de Courcelles.