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Consciente de mi aspecto desaseado, la ropa arrugada y la barba sin afeitar, apreté el timbre. Mientras esperaba volví a alisarme el pelo. Me dolían los dedos del pie derecho, ignoraba si por alguna fisura producida durante el incidente del taxi y que justo ahora se manifestaba o por una mala postura en la bañera.

La puerta se abrió lentamente, sin ruido, y del interior (debían de estar las cortinas corridas) surgió la nariz ganchuda y luego el rostro ajado y blanquísimo de una mujer cercana a los setenta. Había dormido tan mal como yo o acababa de llorar. Pregunté por madame Reynaud. Me miró sin comprender, murmuró algo similar a una excusa y cerró sin violencia la puerta. Volví a llamar.

Casi de inmediato reapareció la vieja:

– Madame Reynaud no está, yo soy la anciana madame Reynaud, quién es usted.

Tenía los ojos azules y le temblaba la voz. Hacía muchos años debió de ser hermosa. Ahora sólo parecía asustada.

– Mi nombre es Pierre Pain, soy amigo de madame Reynaud -de la joven, pensé, casi a punto de soltar una carcajada histérica-, es de extrema importancia que la vea.

Mis palabras la hicieron sonreír imperceptiblemente, acaso añorar el mundo, las relaciones galantes, los paseos en barca.

– Pues no podrá ser hasta dentro de una semana -dijo.

Creo que debí de poner una cara de espanto, pues la vieja retrocedió asustada.

– Se marchó a Lille, a casa de su tía -exclamó desde la oscuridad del vestíbulo.

A continuación, siempre desde el lado oscuro, musitó como para que me hiciera cargo de la situación:

– Soy la madre de su difunto esposo.

A la una de la tarde regresé a mis habitaciones. Llené una jofaina con agua y me lavé de cintura para arriba, friccionando con energía los antebrazos, las axilas, el cuello, las costillas, hasta dejar la piel enrojecida. Luego me cambié de ropa y volví a salir. Algo, más un sentimiento de solidaridad que una intuición apremiante, me decía que no había tiempo que perder.

Volví al Boulevard de Courcelles, al piso de madame Reynaud. La vieja parecía más animada y aceptó filosóficamente la pueril excusa que inventé. No, madame Reynaud no se ha marchado hoy sino ayer por la noche. No podría afirmar que estuviera nerviosa (tampoco negarlo), su actitud era la de siempre, como una hija distante, usted comprende, es joven y viuda, es decir que ya conocía la desdicha, informó desde el umbral, la puerta apenas entreabierta. Había preparado una maleta a toda prisa, su marcha coincidía con la llegada de un telegrama de Lille. Sí, el telegrama se lo llevó con ella, el ceño interrogante, ¿es que pretendía leer la correspondencia ajena?

La entrevista duró escasamente unos segundos. Ya en la calle me dirigí al primer teléfono público y marqué el número de madame Reynaud. Nadie contestó. Mientras bebía un vaso de vino pensé que había dos probabilidades: o bien la vieja tenía por costumbre no contestar el teléfono o bien el número que madame Reynaud me proporcionó no era el de su casa. Sin saber cómo, me encontré aceptando sin restricciones (es decir, abriéndola a cualquier desmesura) la segunda hipótesis. Madame Reynaud no tenía teléfono en su casa, ergo el número telefónico que me dio y al cual llamé en numerosas ocasiones, contactando en todas con la propia madame Reynaud, no pertenecía a su casa. Y sin embargo ella lo llamaba «el teléfono de mi casa». A este problema, que para otro hubiera sido una trivialidad o en el peor de los casos una suerte de acertijo, y que para mí era un clavo martillado en mi paciencia, había que añadir el singular e inesperado viaje de mi amiga, viaje que me parecía inconcebible tanto por el interés que para ella revestía la salud del esposo de madame Vallejo, como por no haberme dejado ni siquiera un mensaje avisándome de su partida.

Trastornado aún por los últimos acontecimientos llamé, desde el mismo teléfono, a monsieur Rivette. No sé por qué lo hice. Obedecía a impulsos desconocidos. Sentía una cólera vaga, una ligera sensación de estafa que poco a poco, como un taxidermista, me iba acorazando por dentro.

– Soy Pierre Pain, el asunto se ha complicado.

– …

– No sé qué hacer… Estoy perdiendo los cables… Los cables con la realidad…

– …

– No sé ni siquiera por qué lo llamo… Qué me impulsa a no cortar esta relación… Retazos de un tiempo que resultó completamente estéril, aunque eso ya lo habíamos previsto, ¿verdad?… Hace unas noches soñé con usted… Se veía muy viejo, en realidad tan viejo como es ahora… Arrugado e inquieto… Pero eso sucedía en 1922 y estaban los otros, ya sabe… ¿Por qué pienso en ellos?… Son como fantasmas…

– …

– Usted miraba hacia todas partes, pero sólo movía los ojos, como si tuviera un tic nervioso o como si lo estuvieran estrangulando con una lentitud extrema… No era muy tranquilizador… ¿Buscaba a alguien escondido en la habitación?… Un mensaje, unas palabras de certidumbre… No lo sé… Esta mañana, sí, he tenido una mañana horrible, pensé que todos deberíamos morirnos… Usted, yo, todos los que de alguna manera pueden llamarse compañeros de viaje… Aprendices de brujo… Como chiste no puede ser peor, pero no es eso… El único escondite estaba en el techo… ¿Una araña?… Usted sabía que nos observaban desde los rincones… Yo me di cuenta y tuve miedo…

– …

– Igual que si alguien escondido en el techo me hubiera señalado con el dedo… ¿Por qué yo?…

– …

– No exagero, los sueños no exageran, estoy desesperado… Y no porque crea que está sucediendo algo extraordinario, sino porque tengo la impresión de que lo estoy perdiendo todo…

– …

– ¿Qué?… Pocas cosas, casi nada, pero antes no me daba cuenta…

– …

– Disculpe esta llamada… Ya estoy mejor…

– …

– ¿Simpatía?… Siento por usted la simpatía que siente un condenado a muerte por otro… Ya ve, a eso hemos llegado al cabo de los años… Es irrisorio… Lo llamo para insultarlo… Perdóneme… Creo que van a asesinar a Vallejo… Mi paciente… No me pregunte cómo lo sé… No hay explicación que valga…

– …

– Estamos todos implicados en este infierno…

– …

– Adiós, usted no ha hecho nada en contra mía… Pero nada a favor, tampoco…

– …

– …

Colgué. Mi ruptura, mi desplante con monsieur Rivette había sido tan inesperado para él como para mí. No obstante me sentí bien, más ligero, más limpio. En honor a la verdad, al colgar tuve que hacer un esfuerzo para no reírme.

Pobre y venerado monsieur Rivette, él no tenía la culpa de nada pero no podía afirmarse que estuviera instalado en la tierra de nadie, las manos impolutas alrededor de su vejez. En realidad, pensé con maligna satisfacción, el viejo Rivette se merecía un rapapolvo. Me detuve en esa palabra: rapapolvo. El desastre, de forma insólita, se ocultaba detrás de ella. Comprendí entonces que el viejo y yo éramos semejantes no sólo en nuestra disposición frente al laberinto sino también en nuestra común condición de espectadores.

Comí, otra vez sumido en mis propios problemas, pero ya de mejor ánimo, más inclinado a la reflexión, lejos de la cólera y del resentimiento que todo lo velan, en un restaurante económico reputado por sus excelentes platos y al que solía ir de vez en cuando.

Todo lo que podía hacer era formularme unas cuantas preguntas. ¿Qué hacía madame Reynaud en Lille? ¿Su presencia allí estaba relacionada con el caso de Vallejo? ¿Qué amenazas o promesas contenía el telegrama que la obligó a partir de forma tan intempestiva? ¿Cómo designar -cómo entender- mi experiencia en el almacén? ¿Fue una alucinación producida por desarreglos nerviosos o una aparición cuyos motivos parecían inescrutables? ¿El hipo fingido era de carácter burlón o premonitorio? Había afirmado que pretendían asesinar a Vallejo: ¿de verdad lo creía? Me llevé la servilleta a los labios y cerré los ojos. Sí, lo creía.