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– Lo que no han hecho los médicos puede hacerlo usted con la acupuntura.

Puso su mano encima de la mía; sentí un ligero escalofrío; los dedos de madame Reynaud, por un instante, me parecieron transparentes.

– Créame, es usted la única persona que puede salvar al esposo de mi amiga, pero debemos darnos prisa, si acepta tendrá que ver a Vallejo mañana mismo.

– No puedo negarme, por supuesto -dije sin atreverme a mirarla.

Su exclamación atrajo la atención de algunas mesas vecinas:

– ¡Lo sabía! ¡Oh, Pierre, confío en usted, confío tanto!

– ¿Qué es lo primero que debo hacer? -la atajé mientras veía en el espejo mi rostro ruborizado, tal vez feliz, y la figura del camarero hablando con dos individuos vestidos de negro, altos y flacos, de rostros demacrados, al lado de la caja, como si estuvieran pagando una consumición o haciéndole una confidencia.

– No lo sé, amigo mío, debo hablar con Georgette, con madame Vallejo -puntualizó-, y concertar una cita para mañana a primera hora.

– Me parece muy bien. Cuanto antes me haga una idea del estado en que se encuentra el esposo de su amiga será mejor -aseveré.

El camarero y los dos hombres de negro se volvieron a mirarnos. Los desconocidos, extremadamente pálidos, movieron las cabezas, al unísono, como asintiendo. Tuve una sensación extraña: en ese momento me parecieron, ambos, una de las encarnaciones posibles de la piedad. Me pregunté si madame Reynaud los conocería.

– Nos están observando.

– ¿Quiénes?

– Allí, junto a la caja, disimule, dos hombres vestidos de negro. A mí me parecen un par de ángeles, ¿no lo cree?

– No diga tonterías, se lo suplico, los ángeles son jóvenes y tienen la piel rosada. Esos pobres hombres parecen recién salidos de la cárcel.

– O de un sótano.

– Aunque probablemente sólo sean oficinistas cansados, tal vez enfermos.

– Es verdad. ¿Los conoce usted?

– No, por supuesto, no -respondió, los ojos fijos en el prendedor de mi corbata.

Parecía haberse empequeñecido.

Pese a mis esfuerzos el esposo de madame Reynaud había muerto hacía seis meses, a la edad de veinticuatro años. Madame Reynaud se presentó en mi casa con unas líneas del viejo monsieur Rivette, un amigo común, exactamente una semana antes y desde el primer momento supe que no podría hacer nada; los médicos habían desahuciado a Reynaud desde hacía mucho y era evidente que sólo la desesperación juvenil de madame Reynaud concebía esperanzas acerca de la salud de su esposo. Contra mi costumbre, también contra mi cansancio, debo admitirlo, accedí a sus ruegos. Aquel mismo día visité a monsieur Reynaud en su lecho de moribundo en el Hospital de la Salpetrière, en donde ya de antaño contaba con la consideración de algunos doctores a quienes en ocasiones auxilié con mis elementales conocimientos de acupuntura en sesiones de terapia diversa.

Monsieur Reynaud era moreno y de ojos verdes oscuros, diríase un meridional, y fingía con gran soltura ignorar su estado de salud. Enseguida me resultó simpático; era hermoso y torpe y bastaban cinco minutos a su lado para comprender el amor que su mujer le profesaba.

– Todos están locos si creen que me voy a recuperar -me confesó la segunda noche, después de explicarle detalles sin importancia de mi rutina diaria, para entretenerlo y tal vez para crear una zona de confianza mutua.

– No lo crea -sonreí.

– Usted no lo entiende, Pain. -Su rostro brillaba, ladeado ligeramente hacia mí mientras sus ojos buscaban algo que yo no podía ver.

Estuve junto a él hasta su muerte.

– No debe culparse, todos sabíamos que era inevitable -me consoló el doctor Durand la noche que expiró.

A partir de entonces comencé a ver a madame Reynaud cada quince o veinte días. ¿Una amistad? No lo sé. Tal vez algo más, aunque nuestros encuentros se limitaban a paseos aderezados de diálogos que nunca comprometían opiniones sentimentales o políticas, o que al menos nunca comprometían las de ella; casi siempre era yo quien hablaba y los temas, muy a mi pesar, discurrían entre mi ya un tanto lejana juventud, la Gran Guerra, en la cual combatí, mis intereses por las ciencias ocultas, nuestro común amor por los gatos. También, es cierto, íbamos a sesiones de cine, siempre a instancias mías, o nos guarecíamos en restaurantes de cualquier barrio en donde por lo común permanecíamos en silencio. Un silencio que a ambos nos confortaba. Jamás hubo ninguna alusión íntima o sentimental, a no ser que se considere como tales algunas confidencias inofensivas que solía hacerme sobre su difunto esposo. Para finalizar, nunca nos habíamos visitado en nuestros domicilios particulares (exceptuando la primera vez que madame Reynaud fue a buscarme con la carta de presentación de monsieur Rivette), aunque ambos poseíamos nuestras respectivas direcciones.

Dulcemente, mientras regresaba a casa, comencé a recomponer el rostro febril de monsieur Reynaud al tiempo que meditaba en el hipo del desconocido monsieur Vallejo. Imagen recurrente, reflexioné; en los últimos meses me resultaba difícil no asociar la enfermedad e incluso la belleza con el recuerdo de monsieur Reynaud. Eran casi las doce y había pasado el resto de la velada en un café del barrio de Passy en compañía de un viejo conocido, sastre retirado que dedicaba gran parte de su tiempo al estudio del mesmerismo. Ya no llovía. De alguna manera, pensé, las personas que nos sirven de puente hacia los pacientes revelan el estado más profundo de éstos. Los intermediarios como radiografías. La teoría, ciertamente, era aventurada y en el fondo no creía en ella. ¿Qué me había revelado madame Reynaud de mi futuro paciente si no su propio deseo, un deseo morboso, de verme curar por fin a alguien? ¿Y qué significaba esto si no el justificado deseo de afianzar su confianza en mí? Puesto que no había salvado a su esposo, y ése era mi papel y mi misión cuando aparecí en su vida, debía salvar ahora al esposo de su amiga y dar fe con este acto de una realidad, de un orden lógico y superior dentro del cual podíamos seguir siendo quienes éramos. Tal vez llegar, finalmente, a reconocernos, y tras el reconocimiento cambiar, en mi caso aspirar a la felicidad. (Una felicidad razonable, parecida a la diligencia y a la confianza.) Sin embargo había algo que no calzaba, que intuía en los silencios de madame Reynaud, en mi propio estado sensorial, alerta por razones que desconocía. Un malestar extraordinario subyacía detrás de las cosas más nimias. Creo que vislumbraba el peligro, pero ignoraba su naturaleza.

De pronto, como para justificar mis temores, al doblar la esquina de mi calle de ordinario desierta a esas horas, escuché unas pisadas que se aceleraban. Caminé aún unos cuantos metros antes de detenerme, sorprendido. Me siguen, constaté con la misma mezcla de certeza y asombro con que los soldados se descubren una pierna gangrenada. ¿Era posible?

Con cautela miré por encima del hombro; dos hombres, a unos veinte metros, caminaban en mi misma dirección, muy juntos, uno al lado del otro hasta parecer hermanos siameses, los sombreros de ala ancha, desmesurados, las siluetas negras recortadas por el farol de la acera de enfrente.

Supe que mientras caminaban no me quitaban el ojo de encima. Me sentí observado hasta el dolor, un dolor que me desnaturalizaba. Recorrí deprisa el tramo que me separaba de mi edificio. No recuerdo haberlos oído correr, por lo que supongo que mi reacción debió de tomarlos desprevenidos. Al trasponer el umbral, después de cerrar no sin esfuerzo la puerta del zaguán, me descubrí empapado de sudor. Apoyado de espaldas en la puerta, pensé: La transpiración es señal inequívoca de salud. Después me sentí profundamente avergonzado; debo de haber corrido, me dije, y los hombres deben de haber pensado, con toda razón, que huía de ellos, etcétera. Justo al terminar con estas recriminaciones que a nada conducían salvo a mi propia humillación, cuando ya cogía aliento para escalar los empinados peldaños hasta el quinto piso, oí, al otro lado del portal y casi a la altura de mi oído, las voces de dos personas farfullando algo en español.