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Me quedé con la boca abierta. Era Pleumeur-Bodou. Satisfecho de la impresión causada, sonreía.

– ¿Usted aquí?

El español me miró con curiosidad; luego torció el rostro y miró a Pleumeur-Bodou como si lo único que le interesara fuera registrar nuestras reacciones.

– Hacía una eternidad que no nos veíamos, ¿no? Pero el tiempo no borra las jetas de los amigos verdaderos, ¿eh?

Asentí con la cabeza. No sabía qué decir.

Pleumeur-Bodou me observó con una mezcla de felicidad y arrogancia. Iba a seguir hablando pero cambió de idea y se dirigió al españoclass="underline"

– José María, ¿por qué no me cede su asiento?, así no tendrá que adoptar esta postura tan incómoda, lo estamos casi emparedando, y mi amigo y yo podremos hablar como la gente decente, sin que se entere de nuestros negocios todo el cine. Ya sabe, un poco de tacto, un poco de buena educación y hasta en el infierno seremos bien recibidos, ¿eh?

El español se concedió un tiempo para traducir el discurso de Pleumeur-Bodou y luego se levantó. Pero Pleumeur-Bodou era demasiado ancho y al intentar permutar las butacas de forma simultánea se estorbaron mutuamente. Por un instante ambos permanecieron trabados. Detrás de nosotros alguien protestó. De otro sitio surgió un murmullo pidiendo silencio. El cine podía ser viejo y pequeño, pero los espectadores eran exigentes. Pleumeur-Bodou volvió a sentarse.

– José María, atención, pase usted primero y siéntese aquí -golpeó la superficie de cuero de la butaca de su lado izquierdo-, y cuando yo me haya sentado aquí -tocó el pecho del español con la punta del índice-, puede usted, sólo entonces, ocupar mi asiento.

– ¿Qué hace usted en este lugar? -musité-. ¿Cómo conoce a este hombre?

Me guiñó un ojo.

– Un momento, Pain, quieto.

José María, que había vuelto a levantarse, fue obligado por una de las zarpas de Pleumeur-Bodou a retornar a su butaca. El español olía a ropa mojada. Miré hacia la pantalla: Michel dormía en el diván de la biblioteca. En primer plano su mujer y su amigo (que era al mismo tiempo su médico) lo observan hablando a media voz, como si temieran perturbar su sueño. Un halo de tragedia envuelve todo el cuadro. «Era el mejor de su promoción», dice el amigo. Pauline llora. «Uno de los talentos jóvenes más prometedores del país; lo tenía todo…, lo perdió todo…» Atento ahora, indica Pleumeur-Bodou. En la pantalla aparecen, como la escenificación de la pesadilla de Michel o como ilustración de la historia que cuenta el médico, imágenes cuyo granulado, encuadre e incluso calidad las hacen suponer de otra película, en donde un grupo de jóvenes investigadores son expuestos a la cámara en distintas actitudes, primero en el interior de un laboratorio de dimensiones considerables y después deambulando por un parque. Entre éstos, fíjate bien, Pain, susurra emocionado Pleumeur-Bodou, está Terzeff.

– Terzeff-dije.

Algunas voces en los asientos posteriores volvieron a pedir silencio.

– A callar, imbéciles -dijo Pleumeur-Bodou.

Terzeff y los jóvenes científicos, entre los que no se veía a Michel, daban brincos por el laboratorio, yendo y viniendo, metiendo la nariz en las probetas de sus compañeros, brindando con los recipientes, felices, como si estuvieran en una clase de química elemental y el profesor se hubiera ausentado. Pleumeur-Bodou se levantó, debía de medir por lo menos un metro noventa, y buscó en la penumbra al que le había chistado. Casi de inmediato se volvió a sentar y me susurró a dos palmos de la cara:

– ¿Qué te parece? ¡Nuestro querido Terzeff, moviéndose, riéndose, más joven y lozano que tú y que yo! ¡Allí está! ¿No te da un poco de envidia? ¡Es lo que llamo misterio del arte! Porque esta vivo, ¿no? -El español soportó con estoicismo los kilos que se desparramaron sobre su asiento.

En la pantalla los científicos habían dejado el laboratorio y ahora posaban en el jardín, sentados en una banca, alrededor de la fuente, en las escalinatas, haciendo bromas y mirando desvergonzadamente hacia la cámara.

– No entiendo nada. ¿Qué hace Terzeff allí?

– Ese fue el primer laboratorio en el que trabajó. El ingreso era dificilísimo, había cientos de aspirantes y Terzeff, a pesar de todo, fue uno de los pocos admitidos. Incluso yo, sí, qué diablos, también opté por una plaza y fui rechazado. ¿Qué te parece?

– No lo sé. Mi pregunta es de qué manera todo eso se ha convertido en una película. Admita usted -me negaba a tutearlo pese a la familiaridad con que él lo hacía- que es extraordinario que aparezca Terzeff con sus compañeros de trabajo en medio de un melodrama siniestro.

– No me dirás que no es un documento fantástico.

– Depende de para quién. -En la pantalla se reflejaba ahora el atardecer cayendo sobre los edificios de la fundación científica. En una sucesión de imágenes cada vez más oscuras, preludio del fin del sueño de Michel, puede apreciarse la puerta principal de hierro forjado adornada con un letrero ilegible, la bandera de Francia ondeando en un patio desolado por el que se deslizan sombras ambiguas, el vigilante nocturno atravesando el patio con un manojo de llaves colgado de la cadera, las ventanas cerradas de los laboratorios, la voluminosa puerta metálica del sótano, un gato que mira el objetivo encaramado sobre el seto.

– En realidad, Pain, son dos películas distintas. Se supone que el idiota ese -se refería a Michel- ha estudiado en un centro de investigaciones científicas. Mira, escucha lo que el médico le dice a su mujer.

«Murieron todos», el amigo de Michel contempla a Pauline como si la confesión lo hubiera desgarrado por dentro. «Sin embargo quedaron muchos interrogantes sin responder.» La silueta de Pauline, su perfil delicado y fisgón tiembla junto a un enorme óleo donde se entremezclan los cuerpos desnudos de ángeles y demonios.

– ¿Quiénes?

– ¡Escucha!

– Maldita sea, cállese de una vez. -La protesta surgió a tres filas de distancia y la voz que la había proferido parecía amoscada de verdad.

«¿Todos?» «Sí, todos, menos Michel, que se hallaba indispuesto y no pudo asistir.» «¿Pero cómo, qué accidente pudo…?» «Una explosión, una explosión que tuvo origen en el laboratorio de Michel.» «¡Dios mío!» «Las veinte promesas, los veinte mejores científicos jóvenes de nuestra nación, desaparecidos de un plumazo.» «¿Pero en qué trabajaba Michel?» «No lo sé. Nadie lo sabe. Las notas sobre su trabajo desaparecieron con la explosión y él no ha querido revelarlo jamás; lo único que puedo decir es que estaba relacionado con la radiactividad.» «Entonces abandonó su carrera y comenzaron las pesadillas, ahora lo entiendo.» «Sólo usted puede ayudarlo, querida.»

El médico coge la mano de Pauline mientras ésta lo mira a los ojos como si aquél fuera su captor y ella su prisionera.

– A ese cretino le pone cuernos su mejor amigo.

– ¿Se va a callar o no?

Pleumeur-Bodou se levantó amenazante.

– ¿Por qué no te largas, hijo? -Las garras crispadas de Pleumeur-Bodou se apoyaron en las caderas, diríase una copia del Mussolini que veíamos en los noticiarios.

El español se había vuelto y miraba en silencio al muchacho, sin duda un cinéfilo o un estudiante ocioso o ambas cosas, del asiento posterior. Éste de alguna manera intuyó que era mejor no avanzar en la disputa y se sumergió en su butaca. El español, sentado, parecía mucho más peligroso que la masa de humanidad que Pleumeur-Bodou mantenía en equilibrio inestable.

– Hay cada tonto del culo.

– No tenía idea de que Terzeff hubiese sido actor -susurré, más que nada por cambiar de tema. Estaba seguro de que todos los espectadores dividían su atención a partes iguales entre la película y nuestro peculiar grupo.