– No lo fue. El director de Actualidad, concederás que es un título divertido, ¿no?, trabajó en los años veinte en aquel centro de investigaciones y filmó un híbrido de documental de propaganda del instituto que nunca fue exhibido. Años después añadió parte de ese material a los momentos oníricos de su película.
– ¿Cuándo se filmó esta película?
– ¿Actualidad? Hace cuatro años, al menos yo la vi por primera vez hace cuatro años. Las partes de Terzeff fueron filmadas en 1923, es cine mudo, se nota, ¿no?
Debía recobrar la sangre fría, la calma, la distancia, salir de esa sensación de irrealidad que se estaba apoderando de todo. Pensé: hay un inocente de por medio. Pensé: el sudamericano va a pagar por todos.
En la pantalla Michel se despide cariñosamente de sus padres. Un automóvil se interna en el bosque. «La vida no tiene demasiada importancia.» Un auditorio de hombres viejos contemplan a Michel en silencio. Este se frota los ojos, cada vez con mayor violencia. En su gesto hay una reminiscencia infantil. Bebe un vaso de agua. Estudia el líquido a través del cristal. Alrededor de sus párpados hay profundas ojeras. Pauline duerme sola en una cama con baldaquino. «Nadie puede culparme, sólo yo, y yo soy inocente.» El médico sube a un tren que se aleja de París. El valet de Michel observa el atardecer desde la ventana oblonga de una buhardilla. En el interior, limpio y decente, colgada de la pared está la foto de un antiguo lacayo, presumiblemente su padre o un familiar cercano, de gran parecido físico con él, pero de expresión diametralmente opuesta: lo que en el valet es melancolía, resignación no carente de encanto, en su padre es puro y simple terror. Unas manos de hombre parten una barra de pan. De las nubes, pero muy lejos, brotan relámpagos. Michel, hundido en el sillón de la biblioteca, se cubre los ojos.
– Hace poco hablé con monsieur Rivette; dijo que usted vivía en España.
– Ah, el viejo Rivette, un espíritu superior, ciertamente… Es hermosa España, sí, y es sólo el preludio… Pero la ciudad de mi corazón es París… Atención, fíjate, lo que te decía, ese infeliz de médico pretende robarle la mujer al calzonazos.
– Necesito hablar con usted. Salgamos.
– Creo que ya no hago falta -dijo el español.
– De acuerdo, José María, nos veremos después. -En el tono de Pleumeur-Bodou se adivinaba al hombre acostumbrado a mandar, sin embargo en el modo de dirigirse al español había, además, un cierto respeto, un comedimiento cercano al temor, del que él probablemente no tenía conciencia.
El español saltó con agilidad sobre mis rodillas y en unos segundos alcanzó el pasillo. Era menudo y la ropa daba la impresión de irle grande. No dijo adiós.
– Estoy en París desde hace sólo dos días -explicó Pleumeur-Bodou-, se diría que vine exclusivamente para ver esta película. No sé si recuerdas que Terzeff era mi mejor amigo.
– Sí. También recuerdo que se colgó. Curiosamente hace unas noches monsieur Rivette tuvo la amabilidad de refrescarme la memoria. -En la pantalla se ve un callejón oscuro; un clochard está durmiendo entre cubos de basura; sobre los cubos hay gatos; en realidad el callejón está infestado de gatos de todas las condiciones.
En primer plano aparece Pauline y un desconocido de aire misterioso. «Debo hablar con usted», dice el hombre. «¿Qué quiere, quién es usted?» «Debe confiar en mí. Por su bien.» Pauline intenta huir pero el hombre se lo impide. Por un momento sus rostros casi se tocan. «Soy detective, tenemos serias sospechas de que su marido fue el autor de la explosión en el centro de investigaciones que costó la vida a todo el personal.» «Usted delira, aquello fue un accidente.» «Hay indicios que nos hacen pensar en un asesinato en masa fríamente planeado.» Pauline ensaya un gesto sarcástico. «No tiene usted idea de cómo quedó Michel después del accidente.» «¿Cómo?, dígamelo usted.» «Destruido moralmente, sin ánimos de nada, recordando a todas horas aquella pesadilla.»
– Vaya, vaya, así que has hablado con monsieur Rivette… Debo hacerle una visita al viejo antes de marcharme.
El detective sonríe: «Tal vez esté fingiendo.»
Una especie de ola blanca, una ola compuesta de luz, irresistible, cubre el rostro asombrado de Pauline.
– Qué hijo de puta, lo que quiere es ligarse a la mujer. ¡Pobre diablo!
– De paso me contó la historia de Terzeff con Irene Curie.
– El viejo es sabio, muy sabio, pero no esperes que lo sepa todo.
Al despedirse, el detective retiene la mano de la mujer más tiempo del normal. Pauline baja la mirada. Michel aparece en la azotea de su casa y contempla, armado con unos prismáticos, el horizonte plagado de nubes oscuras. Junto a él ha instalado un artefacto que se asemeja sobremanera a una piedra de sacrificios azteca. Detrás, en una postura rígida, su valet aguarda.
– Ni siquiera conoció a Irene. Se dijeron muchas cosas, se exageró mucho.
– Salgamos, vamos a caminar o a un café, a cualquier sitio. Quiero hablar con usted. Se lo ruego, no tengo tiempo que perder.
– De acuerdo. Total, la parte que me interesaba ya la he visto. Mañana volveré otra vez.
Fuera llovía.
Nos metimos en un bar de la rué D'Amsterdam y Pleumeur-Bodou pidió un grog y yo una menta. Debíamos de formar una pareja extraña pues concitamos de inmediato la atención de los pocos clientes que se volvieron para observarnos sin demasiada discreción. Tal vez la causa fueran los modales de Pleumeur-Bodou, ruidosos y perentorios.
– Y bien, ¿de qué querías hablar?
– De Terzeff, y de su amigo español.
Lanzó una mirada despectiva a mi corbata y luego encendió un cigarrillo con gesto resignado.
– No veo la relación, pero empieza.
Le referí todo cuanto sabía del español, desde el encuentro en las escaleras de mi casa, pasando por el encuentro en la Clínica Arago, hasta el inverosímil soborno en el café Victor.
– Bueno -se burló Pleumeur-Bodou-, has tenido una oportunidad única para devolverle el dinero y no lo has hecho.
Quise protestar. Sentí que me ruborizaba.
– ¿Sabe usted qué motivos tenía para impedirme ver a Vallejo?
– Francamente, Pierre, no tengo idea.
– Pero usted es su amigo, incluso me atrevo a suponer que conoce al otro español.
– En efecto. Pero eso quiere decir muy poco. Tengo muchos amigos españoles, con algunos me unen vínculos muy profundos, con otros simplemente el compartir ciertas alegrías de la vida; José María está entre estos últimos; entre paréntesis te diré que es sobrino nieto de nuestro gran poeta Heredia, además de poseer una renta considerable y un alma generosa. Pero eso es todo. No debes dejarte engañar por las casualidades. ¿Recuerdas esa frase de Bergson sobre el azar? ¿La recuerdas?
– No.
– Era sobre el azar criminal, el azar como el último homicida, no sé, qué más da, al diablo Bergson… Tú lo seguías a él y me encontraste a mí. ¿Y qué? ¡Tanto mejor! Te sorprendería saber a cuánta gente encuentro a diario. Y en lugares mucho más peculiares que un vulgar cine. En cuanto al soborno, me atrevería a conjeturar que todo ha sido una broma. José María sabía, presumo que por boca de la misma mujer de tu enfermo o por algún amigo de éste, que tú serías llamado a su lecho. Tal vez de por medio haya una apuesta, a las que son muy aficionados los españoles, tal vez sólo una broma gastada a tu costa. Ten en cuenta su condición de médico, ese sector ilustrado de la raza española suele alardear de un positivismo incomprensible para nosotros. Por lo demás, ya sabes que los extranjeros ricos a menudo son un poco extravagantes, más aún si, como es el caso de éstos, tienen un temperamento artístico. En fin, Pierre, me asombra que no sepas distinguir una broma, aunque debo admitir que un poco pesada, de una amenaza real y tangible. Creo, querido, que te has dejado llevar por tus nervios. ¡Atención!, te lo dice un amigo que hace tan sólo unos días estaba en el frente.