– ¿Te marchas? -Su voz sonó quejumbrosa.
– Sí. Gracias por todo.
– ¿Qué harás?
– Creo que no tengo más que una alternativa… No lo sé… Ya veremos…
Cuando Pleumeur-Bodou sonrió pude ver resumidos, en el dibujo de sus labios, todos mis años inútiles y estériles. Sentí que si no hacía algo de inmediato me derrumbaría allí mismo, a los pies de mi ex condiscípulo.
– Espero que cuando regrese a España no corra riesgos inútiles -dije con amabilidad no sentida.
– Lo dudo. La República está condenada. Además, descuida, yo trabajo en la retaguardia. Soy oficial de Inteligencia, ¿te lo había dicho? Aplico mis conocimientos mesmeristas en los interrogatorios de prisioneros y espías. -Lanzó una risotada-. Algo muy efectivo, te lo garantizo.
Por fin, la desnudez, la miseria.
De improviso me sentí bien. O no: tan sólo un poco mejor. Me sentí descargado. Comprendí que iba a enfrentarme a algo infinitamente más peligroso que Pleumeur-Bodou, y que estas cosas, bien miradas, no importaban tanto. Cogí su copa de grog y se la arrojé a la cara.
– ¿Qué? -Su rostro, más que indignación, expresó sorpresa.
Casi de inmediato se puso de pie y levantó con pésimos propósitos una silla por el respaldo. Retrocedí un paso.
– Vuelva a sentarse -dije-. No convirtamos esta despedida en una pelea de rufianes.
– Te voy a partir el espinazo.
– Tengo una pistola en el bolsillo -mentí-. Si sigue avanzando dispararé.
– Dispara, perro.
El encargado del bar y dos clientes nos miraban desde la barra.
– Llame a la policía -grité. Uno de los clientes pareció reaccionar y salió corriendo por la puerta.
Pleumeur-Bodou se sentó.
– Eres un crío. Pierre, venga, lárgate de una vez.
Sacó un pañuelo y comenzó a secarse la cara con cuidado.
– Te compadezco -dijo sin mirarme-, eres tan viejo como yo y ni siquiera sabes en qué lado estás. Deberías arrodillarte y besarme las manos. Pobre estúpido. ¿Tienes una pistola? ¿Tú? Qué ridículo. Lárgate de una maldita vez. Qué haces ahí mirándome. Te compadezco, en serio, en serio, eres digno de lástima, en serio, en serio, te compadezco…
Salí. La lluvia seguía cayendo sobre las calles.
A las siete de la tarde pedí un café en un bar cercano a la Clínica Arago. Estaba dispuesto a esperar la salida de madame Vallejo o en caso contrario a preparar cualquier estratagema que me permitiera entrar.
A las siete y media, mientras en una mesa vecina un grupo de estudiantes hablaban, todos al mismo tiempo y con profusión de interjecciones, de la guerra civil española (uno de ellos sostenía que mejor que discutir en París era enrolarse en las ambulancias de España), decidí que no tenía otra opción que colarme en el hospital por mis propios medios.
Pagué y salí a la calle, la cabeza hundida entre los hombros, con un plan no del todo bosquejado.
Oculto detrás de un árbol esperé el momento propicio; debo admitir que no me gustaba la idea de enfrentarme otra vez con la recepcionista y el bretón.
Al cabo de un rato los estudiantes que discutían en la mesa vecina salieron del bar y enfilaron sus pasos hacia la clínica. Me mezclé con ellos de forma discreta y cuando alcanzamos la otra acera me encontraba guarecido en medio del grupo, del brazo de uno de ellos, tal vez el que quería irse a España.
– Loables ideas, joven -dije-, loables ideas, no hay que dejar pasar al fascismo.
Me miró con un asomo de sorpresa; luego sonrió, tenía casi todos los dientes cariados, y dijo:
– Se equivoca, caballero. Mi vocación es la obstetricia.
– Es igual, amigo mío -dije-, todos debemos poner nuestro granito de arena.
Era un chico agradable y espontáneo, y parecía muy seguro de sí mismo.
Irrumpimos en la recepción tan ruidosamente como si aquello fuera una sala de baile. A los pocos segundos conseguí escabullirme por un pasillo cualquiera. A mis espaldas resonaron, cada vez más lejanas, unas voces juveniles:
– Adiós, Hélène.
– Adiós, Paul.
– Adiós, Lisa.
– Adiós, Robert.
Como un desertor, como el desertor que hubiera podido ser de no mediar el gas, me introduje en el hospital sin seguir demasiado tiempo un mismo derrotero, evitando a las enfermeras o a las visitas que de pronto aparecían, llorosas o sonrientes, por puertas que se abrían en los recodos más inesperados.
Mi deseo de evitar ser visto hizo que al cabo de unos minutos involuntariamente me perdiera. A esto también contribuyó la escasez de letreros que informaran al visitante de su situación actual, bien al contrario, las salas no estaban numeradas de forma correlativa, lo que dificultaba cualquier orientación; de igual manera, las escaleras, caprichosas, desiguales, con abundancia de rellanos inútiles, sumadas a los círculos y semicírculos de los pasillos, conseguían que el más avezado de los visitantes ignorara en un momento dado en qué piso se encontraba. Todo lo anterior resultaba agravado por mi determinación de no preguntar nada a nadie.
Pronto no hubo a quién preguntárselo. El pasillo al que llegué era oscuro y húmedo, con las paredes de cemento sin estucar, flanqueado por dos habitaciones: un cuarto de baño a medio construir y un trastero sin luz en donde se arracimaban colchones y paquetes de mantas comidas por la polilla. El pasillo terminaba en una pared en la que se apreciaban los trazos ilegibles de una inscripción hecha cuando el cemento estaba fresco, de carácter pornográfico, enmarcada dentro de un gran corazón. Todo allí olía a orina, a podrido, a revoltijo de heces humanas y animales, como si una costra de mugre delgada y dura alfombrara todo el suelo.
Decidí que esperaría hasta las nueve refugiado en el cuarto de baño y luego buscaría a Vallejo.
Cuando salí la actividad había decrecido considerablemente. Las visitas se habían marchado y los blancos pasillos se sucedían como páginas de un libro escrito en lengua extranjera, perturbados apenas por el sonido de voces remotas, sosegadas, el tintineo de las mesas de ruedas que portaban medicinas o recogían la cena de los enfermos, el borborigmo del agua en los depósitos, el estrépito mínimo que llegaba de las calderas.
Sólo en dos ocasiones encontré gente; la primera, una enfermera que saludó inclinando la cabeza, confundiéndome o creyéndome médico; la segunda, un anciano que se arrastraba por un pasillo lateral a los grandes pasillos y que ni siquiera me miró.
Bajé, subí escaleras; me recuerdo mirando por una ventana una casa de tres pisos en el otro lado de la calle con igual fascinación que si mirara un planeta quimérico; evitaba salir a lo que creía eran los pasillos más transitados y cuando lo hacía era rápido, disponiendo sólo del tiempo necesario para reorientarme; abrí puertas, contemplé el rostro demacrado de un hombre gordo que dormía con la lamparilla del velador encendida; la cabeza de una anciana hundida en la almohada con expresión de felicidad mientras a su lado, en un sillón, dormía un hombre maduro, tal vez su hijo o su amante; vi el rostro redondo de una niña que también me miró, sin miedo y sin sorpresa.
Las galerías se alargaban a medida que transcurrían los minutos. Cada vez sentía más frío, mis pasos parecían resonar a lo largo de todos los pabellones, sabía que no iba a encontrar jamás la habitación de Vallejo.
Fue entonces, mientras intentaba hallar la salida de una zona en la que la búsqueda había sido infructuosa, cuando vi aquello al final del pasillo, como si todo el tiempo hubiera estado allí esperándome. Era apenas una silueta confusa, un cuerpo sin brazos, una pesadilla catapultada de golpe desde la infancia. Inspiraba más piedad que miedo, pero su presencia era insoportable. Abrázala, pensé, pero no me detuve mucho tiempo a considerarlo. Mis manos temblaban.