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Intuí que la silueta también estaba temblando. Di media vuelta y eché a correr.

El laberinto, el gusto por el laberinto, se apoderó de mí: cada pasillo que surgía, cada escalera y ascensor eran una tentación a la que claudicaba, afiebrado, caminando a ciegas bajo la luz inconstante de las galerías. Descubrí que transpiraba a chorros, me apoyé contra una puerta, la puerta se abrió.

La habitación tenía dos camas, ambas vacías. Cerré la puerta y dejé que mi vista se acostumbrara a la penumbra. Fuera, el pasillo recobró su silencio especular de paisaje nevado. Me tendí en una cama. Las ramas de un árbol se asomaban por la ventana como trazos de un grabado japonés. Pensé en madame Reynaud, en la sencillez filiforme de la vida, en la necesidad de verla. Hacía frío y supuse que en alguna parte tenía que haber algún sistema de calefacción. Al aproximarme a la ventana vi bajo ésta a tres personas en medio de un cuadrilátero de hormigón que pretendía ser una plazoleta interior. La luz de un farol alargaba sus sombras hasta más allá de unas arcadas grises.

Eran dos hombres y una mujer; conversaban; la mujer de cuando en cuando golpeaba el suelo con el tacón del zapato; llevaba un vestido de dos piezas, negro, y sujetaba con el mismo brazo una gabardina gris y la cartera. Uno de los hombres vestía bata blanca de médico y el otro, pequeño, grueso, llevaba un sombrero calado hasta las orejas. Este último daba la impresión de escuchar a los otros dos sin convicción, impaciente, mientras miraba de reojo y con desconfianza su propia sombra que se extendía hasta el pie de las arcadas.

No podría precisar qué fue lo que me llamó la atención, pero después de dar una vuelta por el cuarto buscando la calefacción que de antemano sabía inexistente y que, caso de haberla, por prudencia y discreción tampoco hubiera encendido, me precipité de un salto junto a la ventana, como si me faltara el aire, la nariz y la boca pegadas al vidrio hasta empañarlo.

Llegué a tiempo para ver al hombre grueso cruzar la plazoleta y perderse en un corredor abierto donde alcancé a vislumbrar enormes tinajas de greda negra. La mujer y el otro permanecieron en una actitud de espera, el rostro del hombre inclinado, como estudiando el dobladillo del vestido de su acompañante, el de ella recorriendo sin curiosidad las ventanas que tenía a su derecha, todas opacas. En algún momento el hombre sacó cigarrillos y le ofreció. Ella movió la cabeza, la palabra gracias apenas insinuada, y volvió la vista hacia la izquierda, dubitativa, como si ahora contara las ventanas de esa fachada, en la cual, si escudriñaba bien, podría descubrir mi silueta, asustarse de encontrarme allí, contemplándoles, asustarme. De improviso volvió a aparecer el que se había marchado y acaparó las miradas.

Pude apreciar que se parecía a Lemière (el que estaba con la mujer se parecía a Lejard, pero ella no era, por supuesto, madame Vallejo). Bamboleándose con rapidez, con andares de pato asustadizo atravesó el empedrado. Había salido directamente de las arcadas y parecía tener prisa por reunirse con los otros. Con delicadeza, morosamente, la mujer le puso una mano en el hombro y el hombre grueso (no era Lemière) hizo un gesto, sin mirarla, que no comprendí. El médico cogió entre las suyas la mano de la mujer y el hombre grueso se sacó el sombrero, esperó que los otros dejaran de consolarse y repitió el gesto. Era un simple no, la cabeza movida horizontalmente a derecha, a izquierda, a derecha… Con una crispación interna que la convertía en algo mucho más punzante la barbilla del hombre grueso golpeó como un badajo contra su clavícula, como si al denegar se estuviera esfumando su propia libertad. La mujer retiró la mano que el médico sostenía y se la llevó a los ojos, desde donde resbaló hasta la mejilla, autónoma, como una araña, los dedos cubriendo la boca. El hombre grueso se encogió de hombros. El médico hizo con la cabeza un gesto brusco, falsamente optimista, y cogió a la mujer de la cintura. Esta se dejó llevar, dócil, en dirección contraria a las arcadas, hasta pasar justo por debajo de mi observatorio (el médico tenía la coronilla calva, perfectamente tonsurada, y el pelo de ella parecía suave, cayendo en ondas que reflejaban la luz amarilla del farol). El hombre grueso permaneció todavía un instante de pie en medio de la plazoleta, el mentón hundido, las manos en los bolsillos, y luego echó a andar detrás del médico y la mujer.

No tuve que aguardar mucho para saber que, fuera lo que fuese lo que allí se representaba, aún no había terminado. Enfrente, en la franja oscura amparada por las arcadas, vi el rescoldo de un cigarrillo, adiviné a una persona fumando sentada en el banco de madera que corría a lo largo de la pared. Creo que estuvo allí todo el tiempo y creo que ellos lo sabían o lo intuían cerca, al menos el hombre grueso tuvo que saberlo, tuvo que verlo, probablemente fue él quien, adulador y medroso, le encendió el cigarrillo, quien tapó con su cuerpo el chispazo de la cerilla.

Alcancé a decirme que estaba espiando cosas que, amén de ajenas, carecían de interés, me mentía; después el cigarrillo describió una parábola en el aire nocturno y el hombre se mostró, salió al espacio iluminado con las manos en los bolsillos y la actitud despreocupada del paseante insomne.

No me costó demasiado comprender que me había visto. Se detuvo, cuando parecía que iba a seguir el camino de los otros, y levantó los ojos directamente hacia mi ventana. Creo que supo que yo lo miraba, percibió mi asombro, tal vez mi perplejidad y tristeza. Su postura, de todas maneras, no indicaba sino indiferencia apenas teñida de interés. Como si observara a un loco, pensé (por mi cabeza pasaron, como dos canoas, la imagen de la enfermera que me había impedido la entrada y mi propia imagen, envuelto en una camisa de fuerza). De pronto descubrí que mis manos intentaban abrir la ventana, infructuosamente. Después del primer momento de sorpresa (no era mi intención abrirla) acepté la idea y mis dedos siguieron tanteando a lo largo del marco. Fue inútil, la ventana no tenía pestillo ni era de guillotina ni se abría. El hombre continuaba en el centro de la plazoleta, mirándome. Golpeé el vidrio con los nudillos. Si me oyó no hizo ningún ademán que lo demostrara. Busqué el interruptor, deseaba, guiado por un impulso irracional, dar la luz, enseñarme. Confirmar sin asomo de duda mi presencia, mi asistencia, un espectador humilde pero puntual. Tampoco la luz funcionaba, me había metido en el único cuarto donde todo estaba estropeado. Cuando regresé junto a la ventana, casi gimiendo, el hombre aún seguía allí, mirando la ventana como si yo en ningún momento me hubiera alejado de ésta, como si el cuarto, las paredes, la Clínica Arago, yo mismo, fuéramos transparentes, inútiles barreras para su mirada que hurgaba en el cielo oscuro, en las estrellas.

Aún permanecimos un instante más fijos el uno en el otro. Luego, pausadamente, reanudó su caminar con pasos que no resonaron, hasta desaparecer de mi vista. Pude tener entonces la medida de mi cansancio. Miré hacia arriba: un techo de cristal, asentado sobre andamios de hierro, separaba a la plazoleta de la noche exterior. Sin tropezar, con seguridad, como si algo del desconocido se me hubiera contagiado, me tiré en una de las camas y me quedé profundamente dormido. Desperté pasadas las doce de la noche, salí sin preocuparme de ser visto, nadie me detuvo ni me dijo nada.

Durante los días siguientes mi vida pareció volver a su cauce normal. La desesperación pura y simple alternada con períodos depresivos, acaso de origen religioso puesto que consideraba aquello como algo inevitable, sin pensar en ningún momento en el suicidio, sino aceptando la pena, apurándola, volvió a marcar la pauta de unos días lúcidos, pese a todo tranquilos.

Por supuesto, no olvidé a Vallejo, pero al mismo tiempo sabía y aceptaba mi marginación de su historia, de su realidad en donde yo no tenía cabida. El puente que unía nuestros mundos, madame Reynaud, había desaparecido y con ella cualquier posibilidad de acercamiento.