– Quiere usted decir que Lemière no toleraría mi presencia en la habitación de su paciente -protesté-. El médico y el curandero son incompatibles.
– No he dicho eso, monsieur Pain, además usted no es un curandero.
– He sido tratado como tal, ¿ya lo ha olvidado?
– ¿El incidente con Lejard? ¿Está usted enojado por eso?
– No…
– Entonces no ponga esa cara. Y tenga cuidado dónde pisa, ha metido el pie en un charco.
En realidad, yo estaba feliz. La lluvia, la noche, las reconvenciones de madame Reynaud, la felicidad llega con las cosas más sencillas.
– ¿Y el doctor Lejard qué pinta en este asunto?
– Lejard sigue siendo el médico de cabecera de monsieur Vallejo. Digamos que Lemière, en el mejor de los casos, sólo estará a título de consejero, que ya es bastante.
– Por lo que he visto, Lejard no se lleva muy bien con madame Vallejo.
– Tampoco con monsieur Vallejo, según tengo entendido.
– Por qué no cambiar de facultativo, entonces.
– Porque no depende de ellos, querido amigo. Le haré una confidencia: Lejard estuvo cuatro días sin visitar a Vallejo, ¿qué le parece?
– Una atrocidad.
– El problema es que los Vallejo no tienen dinero. Su ingreso en la clínica fue gestionado por un compatriota suyo, un tal monsieur García Calderón. Esta misma persona puso a disposición de Vallejo su propio médico, es decir el doctor Lejard.
– ¿Desde cuándo está internado?
– Ingresó el veinticuatro de marzo.
– Es curioso, creí reconocer a dos de los médicos del séquito de Lemière, pero no puede ser, aquellos con quienes los he confundido son extranjeros, españoles, según creo, y la verdad es que me cuesta imaginarlos como médicos o estudiantes de medicina. Más bien parecen aprendices de gángsters. Pero no inspiran el menor miedo -me apresuré a aclarar.
– ¿Cómo son?
– Delgados, morenos… No creo que conozcan la ciudad. Se divierten, aunque no me pregunte por qué sé que se divierten. La verdad es que no lo sé. Simplemente tengo la impresión de que se trata de dos juerguistas.
– Ignoro si algún médico español ha visto a monsieur Vallejo. Hay un médico peruano que viene a menudo. Monsieur Vallejo es peruano, ¿ya se lo había dicho?
A las diez en punto de la noche, después de despedirme de madame Reynaud en la boca de un metro, llegué al café Victor, en el Boulevard Saint Michel. Mi nombre estaba escrito en la libreta del maitre y en el acto fui guiado hasta uno de los reservados donde me esperaban los españoles. El restaurante, pese a una iluminación impecable y sin nada anormal, provocó en mí la sensación de acceder a un cine oscuro, la película ya empezada, precedido por el camarero, que en este caso se transmutaba en el acomodador que me conducía a mi asiento. El murciélago, pensé. El camino que une al hombre que sirve y al hombre que ve en la oscuridad.
– Llega usted puntual -dijo uno de los españoles.
Permanecí inmóvil, con el sombrero entre las manos, sin trasponer la puerta color sangre del reservado. Resultaba difícil reconocerlos sin las batas, pero era evidente que los dos médicos que seguían a Lemière y los dos españoles con los que me había cruzado en la escalera y que luego, por la mañana, habían dejado el mensaje, eran las mismas personas.
– ¿Un vaso de vino? -preguntó el más flaco, y llenó hasta el borde, con paciencia, la tercera copa que había sobre la mesa.
Me senté frente a ellos, lo más cerca que pude de la salida, obviando las explicaciones que debía pedirles.
– Ya sé, esto debe parecerle bastante raro, pero no lo es -sonrió el otro, el más moreno, aunque en honor a la verdad debo decir que ambos eran flacos y morenos y que, por momentos, y de una manera bastante inquietante, ésas eran sus únicas características.
Mi mano tembló al coger la copa; gran parte del contenido se derramó sobre el mantel.
– En realidad teníamos ganas de conversar con usted, no se preocupe por la mancha, es igual.
– Una charla de amigos, si me permite la confianza.
– Distendida.
– Pero beba, beba, hemos encargado algo de comida, nada especial, carnes frías para ir picando, luego podemos irnos a cenar por ahí.
– Soy vegetariano -fue lo primero que dije.
Los españoles se miraron sorprendidos -o tal vez fingiendo una sorpresa que no sentían- y después sonrieron bondadosamente, como si hubiera contado un chiste malo y me lo perdonaran.
– Gastón -ordenó uno de ellos cuando el camarero entró con dos bandejas repletas de pedazos de jamón, costillitas troceadas y diversas clases de queso-, trae nueces y almendras para nuestro invitado.
Quise protestar pero me lo impidió con una mano arrugada y pálida.
– No te olvides del maní, Gastón -dijo cuando el camarero ya había desaparecido.
El moreno se aflojó el nudo de la corbata y me sonrió, el otro se había abalanzado sobre una de las fuentes y tragaba grandes pedazos de queso que apuraba con sorbos de vino sin mostrar el más mínimo decoro.
– Señores -dije manteniendo la copa a la altura de la nariz, como si oliera el contenido-, la verdad es que no he venido para comer.
Los españoles rieron con entusiasmo no exento de simpatía; el que comía se atragantó, brindó por mí y siguió ocupado con las bandejas.
– ¿Sabe una cosa? -dijo el moreno-, no tengo ni idea de cómo se llama el camarero, a todos les decimos Gastón y cuando uno acierta, es decir cuando uno llama Gastón a un verdadero Gastón, el otro paga la comida, ¿entiende?
– No, no entiendo. Con ese sistema no puede haber ganador. -El moreno me miró interrogante-. Si usted y su amigo llaman indistintamente Gastón a todos los camareros es evidente que ambos ganan o que ambos pierden. Uno debería llamarlos Gastón y el otro… Raoul.
El moreno pensó durante un instante y luego asintió repetidas veces.
– Tiene razón. Nuestro sistema tal vez es demasiado perfecto. Usted sin duda ha leído a Newton, claro.
No contesté.
– Sabemos que piensa atender a Vallejo -dijo con voz triste el flaco.
Lo observé a través de la copa de vino: una anguila roja, lenta, que se chupaba los dientes y bebía con falsa parsimonia.
– ¿Es ése el motivo por el que me siguieron anoche?
– Hemos ido a buscarlo a su casa, dos veces -sonrió obsequioso-. Sabemos dónde vive, monsieur Pain. ¿Qué interés podríamos tener en seguirle?
– Es verdad. Pero si no fueron ustedes debieron ser dos compatriotas suyos.
– ¿Cuándo? -Su interés parecía sincero.
– Ayer por la noche, después de nuestro encuentro en las escaleras.
Los españoles parecieron meditar durante unos segundos.
– Vaya, vaya… En fin, es irrelevante, ¿no? Una coincidencia, porque lo cierto es que no fuimos nosotros. -No lo dijo muy convencido-. Pero vayamos al punto central.
– ¿El punto central?
– El bien común -dijo-. O el sentido común, como usted prefiera.
El moreno tragó un par de píldoras que extrajo de una cajita niquelada. La cajita era casi plana y devolvía transformada en extrañas figuras la luz que chocaba contra ella. Nunca había visto un objeto semejante. Sentí alivio cuando la volvió a guardar en el bolsillo interior de su chaqueta.
– Ya puede adivinarlo -dijo-, queremos que se olvide de todo, de Vallejo, de su mujer, de nosotros, de todo.