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Un escalofrío recorrió mi espalda a todo lo largo de la columna vertebral.

«...el peligro principal radica en la posibilidad de un desgarramiento espontáneo del útero...»

Es-pon-tá-ne-o.

«...si el partero al introducir la mano en el útero, como consecuencia de la falta de espacio o por la influencia de la reducción de las paredes del útero, encuentra dificultades para llegar hasta la pierna, debe renunciar a intentos posteriores de realizar el viraje...»

Bien. Si por algún milagro llegara a ser capaz de determinar esas «dificultades» y de renunciar a «intentos posteriores», ¿qué haría con esa mujer anestesiada de la aldea de Dúltsevo?

Más adelante:

«...se prohibe terminantemente tratar de llegar hasta las piernas a lo largo de la espalda del feto...»

Lo tomaremos en cuenta.

«...sujetar la pierna que está arriba se considera un error, ya que al hacerlo el feto puede girar sobre su propio eje, lo que puede originar un grave encajamiento del feto y puede conducir a las más tristes consecuencias...»

«Tristes consecuencias.» Algo indefinidas, ¡pero qué palabras tan impresionantes! ¿Y si el marido de la mujer de Dúltsevo se queda viudo? Me sequé el sudor de la frente, reuní fuerzas y, saltándome aquellos terribles pasajes, traté de recordar sólo lo esenciaclass="underline" qué es lo que debía hacer y por dónde introducir la mano. Pero mientras recorría rápidamente los negros párrafos, una y otra vez me topaba con nuevas cosas terribles. Me saltaban a la vista:

«...debido al enorme peligro de desgarramiento... los virajes interno y combinado son de las operaciones obstétricas más peligrosas para la madre...»

Y como acorde finaclass="underline"

«...con cada hora de retraso, crece el peligro...»

¡Basta! La lectura trajo sus frutos: todo se confundió definitivamente en mi cabeza y en un instante me convencí de que no entendía nada, y sobre todo, de que no sabía qué tipo de viraje iba a realizar: ¡combinado, no combinado, directo, indirecto...!

Abandoné el Doderlein y me dejé caer en el sillón, forzándome a poner en orden mis fugitivos pensamientos... Luego miré el reloj. ¡Diablos! ¡Llevaba veinte minutos en casa! En el hospital me esperaban.

«...con cada hora de retraso...»

Las horas se componen de minutos y los minutos, en estos casos, vuelan a una velocidad increíble. Arrojé el Doderlein y corrí de regreso al hospital.

Todo estaba listo. El enfermero estaba de pie junto a la mesita y en ella preparaba la mascarilla y el frasco con cloroformo. La parturienta ya estaba acostada en la mesa de operaciones. Un gemido ininterrumpido se extendía por toda la clínica.

—Aguanta, aguanta —balbuceaba tiernamente Pelagueia Ivánovna, inclinándose hacia la mujer—, el doctor te ayudará ahora mismo.

—No tengo fuerzas..., no... ¡Ya no tengo fuerzas!... ¡No lo soportaré!

—No temas, no temas... —balbuceaba la comadrona—. ¡Lo soportarás! Ahora te daremos a oler algo... No sentirás nada.

El agua salía ruidosamente de los grifos; Ana Nikoláievna y yo comenzamos a limpiarnos y a lavarnos las manos y los brazos desnudos hasta el codo. Ana Nikoláievna, con un fondo de gemidos y lamentos, me contaba cómo mi antecesor —un experto cirujano— hacía los virajes. Yo la escuchaba ansiosamente, procurando no perderme una sola palabra. Y esos diez minutos me dieron más que todo lo que había leído sobre obstetricia cuando me preparaba para el examen estatal, en el que —justamente en obstetricia— había obtenido una nota «sobresaliente». Por palabras aisladas, frases inconclusas, insinuaciones hechas de paso, me enteré de lo más necesario, de aquello que no se encuentra nunca en ningún libro. Cuando comencé a secarme las manos —idealmente blancas y limpias— con gasa esterilizada, la decisión ya se había adueñado de mí y tenía en la cabeza un plan firme y determinado. En aquel momento ya no tenía para qué pensar si el viraje iba a ser combinado o no combinado.

Todos aquellos términos científicos ahora no venían al caso. Lo importante era una cosa: debía introducir una mano, con la otra ayudarme desde fuera para ejecutar el viraje y, confiando ya no en los libros sino en el sentido de la medida sin el cual el médico no sirve para nada, debía cuidadosa pero insistentemente hacer bajar una piernecita y, tirando de ella, extraer el bebé.

Debía estar tranquilo y ser cuidadoso pero al mismo tiempo ilimitadamente decidido y audaz.

—Comencemos —le ordené al enfermero, y empecé a untarme los dedos con yodo.

Pelagueia Ivánovna inmediatamente cruzó los brazos de la parturienta y el enfermero cubrió con la mascarilla el rostro extenuado. Del frasco amarillo oscuro comenzó a gotear el cloroformo. Un olor dulce y nauseabundo inundó la habitación. Los rostros del enfermero y de las comadronas se volvieron severos, como si estuvieran inspirados.

—¡Ah! ¡¡Ah!! —gritó de pronto la mujer. Durante unos segundos se agitó, intentando quitarse la máscara.

—¡Sujétenla!

Pelagueia Ivánovna la sujetó por los brazos, los dobló y los apretó contra el pecho. La mujer gritó unas cuantas veces más alejando el rostro de la máscara. Pero cada vez se movía menos..., cada vez menos... Luego balbuceó sordamente:

—¡Ah!... ¡Suéltame!... ¡Ah!

Balbuceaba cada vez más débilmente. La blanca habitación quedó en silencio. Las gotas transparentes seguían cayendo sobre la gasa blanca.

—Pelagueia Ivánovna, ¿el pulso?

—Es bueno.

Pelagueia Ivánovna levantó el brazo de la mujer y lo dejó caer; éste, inanimado como una rama, se precipitó sobre la sábana. El enfermero retiró la mascarilla y miró las pupilas.

—Duerme.

* * *

Un charco de sangre. Mis brazos están ensangrentados hasta el codo. En las sábanas hay manchas sanguinolentas. Coágulos rojos y bolas de gasa. Y Pelagueia Ivánovna sacude al recién nacido y le da golpecitos. Axinia hace ruido con los baldes al verter el agua en las palanganas. Sumergen al niño alternativamente en agua fría y caliente. El bebé calla y su cabeza parece sujeta por un hilo, cuelga sin vida y se balancea de un lado a otro. Pero de pronto: se escucha algo como un chirrido, o un gemido, y después se oye el primer grito, ronco y débil.

—Está vivo..., está vivo... —murmura Pelagueia Ivánovna, y coloca al bebé sobre una almohada.

Y la madre también está viva. Por suerte no ha ocurrido nada terrible. Yo mismo le tomo el pulso. Sí, es regular y claro; el enfermero sacude ligeramente a la mujer por el hombro y dice:

—Bueno, mujer, mujer, despierta.

Arrojan a un lado las sábanas ensangrentadas y apresuradamente cubren a la madre con una sábana limpia; el enfermero y Axinia se la llevan a la sala. El bebé, ya envuelto en sus pañales, se marcha sobre la almohada. Una pequeña carita marrón y arrugada mira desde el borde blanco sin dejar de emitir un agudo llanto.