El agua corre por los grifos de los lavabos. Ana Nikoláievna fuma ansiosamente un cigarrillo, arruga la cara a causa del humo y tose.
—Doctor, ha hecho usted muy bien el viraje, con mucha seguridad.
Me froto afanosamente las manos con un cepillo y la miro de reojo: ¿estará burlándose? Pero en su rostro hay una sincera expresión de orgullosa satisfacción. Mi corazón rebosa alegría. Miro el blanco y sangriento desorden que hay a mi alrededor, el agua roja de la palangana y me siento vencedor. Pero en algún recóndito lugar de mi ser se agita el gusano de la duda.
—Todavía debemos esperar a ver qué ocurre después —digo.
Ana Nikoláievna levanta asombrada la vista hacia mí.
—¿Qué puede ocurrir? Todo ha salido bien.
Murmuro cualquier cosa como respuesta. En realidad, lo que quisiera decir es lo siguiente: ¿estará todo intacto en el interior de la madre?, ¿no la habré lastimado durante la operación...? Esto atormenta confusamente mi corazón. ¡Pero mis conocimientos de obstetricia son tan poco claros, tan librescamente fragmentarios! ¿Un desgarramiento? ¿Cómo debe manifestarse? ¿Cuándo se presentarán los primeros síntomas, ahora o más tarde...? No, mejor no hablar sobre este tema.
—Cualquier cosa puede ocurrir —digo yo—, no está excluida la posibilidad de una infección. —Repito la primera frase que se me ocurre de algún manual.
—¡Ah, eso! —alarga tranquilamente las palabras Ana Nikoláievna—. Si Dios quiere nada ocurrirá. ¿Una infección? Todo está limpio y esterilizado.
* * *
Era más de la una cuando regresé a mi apartamento. Sobre el escritorio del gabinete, bajo la mancha de luz de la lámpara, yacía pacíficamente el Doderlein, abierto en la página «Peligros del viraje». Durante casi una hora, estuve bebiendo el té ya frío y hojeando el libro. Entonces ocurrió algo interesante: todos los pasajes que hasta ese momento me habían resultado oscuros se volvieron completamente claros, como si se hubieran llenado de luz, y allí, bajo la luz de la lámpara, por la noche, en aquel lugar apartado, comprendí lo que significa el verdadero conocimiento.
«Se puede adquirir una gran experiencia en la aldea —pensé mientras me quedaba dormido—, pero hay que leer, leer todo lo posible..., leer...»
1925
La tormenta de nieve
A veces como fiera aulla, a veces como niño llora.
Toda esta historia comenzó en el momento en que, según las palabras de la omnipresente Axinia, el escribiente Pálchikov, que vivía en Shalométievo, se enamoró de la hija del agrónomo. Era un amor ardiente, que secaba el corazón del pobre hombre. El escribiente fue a Grachovka, la capital del distrito, y encargó un traje. El traje resultó deslumbrante, y es muy probable que las franjas grises de los pantalones del escribiente decidieran el destino de ese desdichado. La hija del agrónomo aceptó convertirse en su esposa.
Yo, el médico del hospital N., de la zona X, de cierta provincia, después de haber amputado la pierna a una muchacha que había caído en la agramadera para el lino, adquirí tal renombre que estuve a punto de perecer bajo el peso de mi fama. A mi consultorio comenzaron a llegar por el camino apisonado hasta cien campesinos al día. Dejé de comer al mediodía. La aritmética es una ciencia cruel, pero supongamos que a cada uno de mis cien pacientes yo dedicara sólo cinco minutos... ¡Cinco! Quinientos minutos equivalen a ocho horas y veinte minutos. Seguidas, tenedlo en cuenta. Además, tenía a mi cargo el hospital, donde estaban internados treinta pacientes. Y además, realizaba operaciones.
En una palabra, al regresar del hospital a las nueve de la noche, yo no quería ni comer, ni beber, ni dormir. Lo único que verdaderamente deseaba es que no viniera nadie a llamarme para atender un parto. En el transcurso de dos semanas me llevaron cinco veces a diversos sitios por la noche, siguiendo los caminos trazados por los trineos.
En mis ojos apareció una oscura humedad y sobre el entrecejo pendía una arruga vertical, parecida a un gusano. Por las noches veía, en mis sueños, operaciones sin éxito, costillas desnudas y mis propias manos empapadas en sangre humana; me despertaba pegajoso y frío a pesar de la caliente estufa holandesa.
Visitaba a los pacientes del hospital con paso rápido. Me seguían el enfermero y tres enfermeras. Cada vez que me detenía junto a una cama en la cual, derritiéndose por la fiebre y respirando lastimeramente, yacía enfermo un ser humano, yo exprimía mi cerebro para sacar todo lo que había en él. Mis dedos tanteaban la piel seca y ardiente, examinaba las pupilas, daba golpecitos en las costillas, escuchaba cuán misteriosamente latía el corazón en lo profundo, y tenía un solo pensamiento: ¿cómo salvarle? Y a éste también. ¡Y a éste! ¡A todos!
Era un combate que comenzaba cada día por la mañana, a la pálida luz de la nieve, y terminaba bajo el parpadeo amarillento de una ardiente lámpara de petróleo.
«Me interesaría saber cómo terminará todo esto —me decía a mí mismo por la noche—. Si las cosas continúan así, seguirán viniendo en trineo en enero, en febrero y en marzo.»
Escribí a Grachovka y les recordé con cortesía que estaba previsto un segundo médico para la zona de N.
La carta se marchó en un trineo de carga y a través del liso océano de nieve recorrió una distancia de cuarenta verstas. Tres días más tarde llegó la respuesta: escribían que sí, que por supuesto, por supuesto... Con toda seguridad... Pero no ahora..., de momento nadie vendría —La carta terminaba con unos cuantos juicios agradables sobre mi labor como médico, y deseos de futuros éxitos.
Alentado por ellos me dediqué a poner tapones, inyectar suero contra la difteria, abrir abscesos de dimensiones monstruosas, poner vendas de yeso...
El martes ya no fueron cien sino ciento diez personas las que llegaron. Terminé la consulta a las nueve de la noche. Me quedé dormido tratando de adivinar cuántos vendrían al día siguiente, miércoles. Soñé que venían novecientas personas.
La mañana se asomó por la pequeña ventana de mi dormitorio de una manera particularmente blanca. Abrí los ojos, sin comprender qué me había despertado. Luego me di cuenta: llamaban a la puerta.
—Doctor —reconocí la voz de la comadrona Pelagueia Ivánovna —, ¿está usted despierto?
—Hmm... —contesté con voz hosca, aún medio dormido.
—He venido a decirle que no se apresure a ir al hospital. No han venido más que dos personas.