—¡No es posible! ¿Está bromeando?
—Palabra de honor. Hay tormenta de nieve, doctor, tormenta de nieve —repitió ella con alegría a través de la cerradura—. Los que han venido tienen los dientes con caries. Demián Lukich se los extraerá.
—Vaya... —Y sin saber por qué, me levanté de la cama.
La jornada resultó magnífica. Después de hacer las visitas, estuve paseando el día entero por mi apartamento (el apartamento del médico tenía seis habitaciones y, por alguna razón, era de dos plantas: había tres habitaciones en la planta de arriba y la cocina y tres habitaciones más en la de abajo), silbando melodías de óperas, fumando, tamborileando con los dedos en la ventana... Detrás de las ventanas ocurría algo que yo no había visto en mi vida. No había cielo. Tampoco tierra. La blancura revoloteaba, daba vueltas de arriba abajo, a lo ancho, a lo largo, como si el diablo se estuviera divirtiendo con polvo para los dientes.
Al mediodía di a Axinia —que desempeñaba los puestos de cocinera y sirvienta en el apartamento del doctor-la orden de calentar agua en tres baldes y en el caldero. Hacía un mes que no me había bañado.
Axinia y yo sacamos de la bodega una tina de un tamaño increíble. La colocamos en el suelo de la cocina (en N. no se podía siquiera pensar en tener bañeras. Sólo las había en el hospital, pero estaban deterioradas).
A eso de las dos de la tarde la red giratoria que había en el exterior disminuyó notablemente. Yo estaba sentado en la tina, desnudo y con la cabeza enjabonada.
—¡Esto sí lo entiendo... —farfullaba con deleite, mientras me echaba agua hirviente sobre la espalda—, esto sí lo entiendo! Y después comeremos, y después dormiremos una siesta. Si logro descansar suficiente, ya pueden venir mañana ciento cincuenta personas. ¿Qué novedades hay, Axinia?
Axinia se encontraba sentada detrás de la puerta, esperando que la operación del baño concluyera.
—El escribiente de la hacienda Shalométievo se casa —contestó Axinia.
—¡Qué dice! ¿Ha aceptado la joven?
—Se lo juro. Y él está enamorado... —cantó Axinia, haciendo sonar la vajilla.
—¿Es hermosa la novia?
—¡La más hermosa! Es rubia, delgada...
—¡Vaya!
Y en ese momento la puerta retumbó. Disgustado, me enjuagué y me puse a escuchar con atención.
—El doctor se está bañando... —dijo con voz cantarina Axinia.
—Brr... brrr... —farfulló una voz de bajo.
—Una nota para usted, doctor —chilló Axinia a través de la cerradura de la puerta.
—Dámela por la puerta.
Salí de la tina encogiéndome de hombros e indignándome contra el destino, y cogí de manos de Axinia un sobre grisáceo.
—Eso sí que no. No saldré después de haber tomado un baño. También yo soy una persona —me dije a mí mismo no demasiado convencido, y una vez de nuevo en la tina abrí el sobre.
«Respetado colega (gran signo de admiración.) Le rué (tachado) Le pido encarecidamente que venga con urgencia. Una mujer ha sufrido un golpe en la cabeza y hay hemorragia por las cavidades (tachado) la nariz y la boca. Está sin conocimiento. No he conseguido hacer nada. Le pido persuasivamente que venga. Los caballos son magníficos. El pulso es malo. Hay alcanfor. Doctor (una firma ilegible).»
«Tengo mala suerte en la vida», pensé con tristeza, mientras miraba los ardientes leños de la estufa.
—¿Un hombre ha traído la nota?
—Un hombre.
—Que entre.
Entró y me pareció un antiguo romano debido al brillante casco que llevaba colocado encima de un gorro con orejeras. Se abrigaba con una pelliza de piel de lobo. Una corriente de aire frío me golpeó.
—¿Por qué lleva casco? —pregunté, cubriendo mi cuerpo a medio bañar con una sábana.
—Soy un bombero de Shalométievo. Tenemos un cuerpo de bomberos... —contestó el romano.
—¿Quién es el doctor que escribe?
—Uno que ha venido como invitado a casa de nuestro agrónomo. Un médico joven. Lo que ha pasado es una desgracia, una desgracia...
—¿De qué mujer se trata?
—De la novia del escribiente.
Axinia dio un grito al otro lado de la puerta.
—¿Qué ha ocurrido? (Oí cómo el cuerpo de Axinia se pegaba a la puerta.)
—Ayer se celebraron los esponsales y después de eso el escribiente quiso pasear con su novia en trineo. Enganchó el caballo, la sentó en el trineo y se dirigió hacia el portón. Pero el caballo se lanzó al galope, hizo que la novia se sacudiera y se golpeara la frente contra la jamba del portón. La novia salió despedida del trineo. Es una desgracia tal que no se puede describir... Están vigilando al escribiente, no sea que intente ahorcarse. Ha perdido el juicio.
—Me estoy bañando —dije lastimeramente—, ¿por qué no la han traído? —Y al decir esto me eché agua en la cabeza y el jabón cayó en la bañera.
—Es impensable, respetado ciudadano doctor —dijo el hombre con profundo sentimiento, y juntó las manos como en una plegaria—, no hay ninguna posibilidad. La muchacha moriría.
—¿Y cómo iremos? ¡Hay tormenta de nieve!
—Ya se ha calmado un poco. ¡No! Se ha calmado por completo. Los caballos son fogosos, están enganchados en fila india. En una hora llegaremos...
Gemí con mansedumbre y salí de la tina. Con furia me eché encima dos baldes de agua. Luego, sentado en cuclillas ante las fauces de la estufa, metí una y otra vez la cabeza en ella, para secármela aunque fuera un poco.
«Definitivamente pescaré una pulmonía. Una bronconeumonía, después de un viaje así. Y lo principaclass="underline" ¿qué voy a hacer con ella? Ese médico, se ve por la nota, tiene aún menos experiencia que yo. Yo no sé nada, solamente he aprendido algunas cosas en la práctica en estos seis meses, pero él ni siquiera eso. Se ve que acaba de salir de la universidad. Y me toma a mí por un médico experimentado...»
Pensando de esta manera, ni siquiera me di cuenta de cómo me vestí. Vestirse no era sencillo: los pantalones y la camisa, las botas de fieltro, sobre la camisa una chaqueta de cuero, luego el abrigo y encima de todo una pelliza de piel de cordero, la gorra y el maletín. (En el maletín: cafeína, alcanfor, morfina, adrenalina, pinzas de torsión, material esterilizado, una jeringuilla, una sonda, un revólver Browning, cigarrillos, cerillas, el reloj y el estetoscopio.)
Cuando atravesamos el cercado, las cosas no me parecieron tan terribles, aunque ya oscurecía y el día se iba disolviendo. La tormenta parecía soplar con menos fuerza. Lo hacía de costado, en una sola dirección, me golpeaba la mejilla derecha. El bombero me impedía ver la grupa del primer caballo. Los caballos resultaron verdaderamente fogosos; sus músculos se tensaron y el trineo se puso en marcha, bamboleándose en los baches. Me acomodé en el trineo y me calenté de inmediato. Pensé en la bronconeumonía y en que era probable que el hueso del cráneo de la muchacha se hubiera roto por dentro y una astilla se le hubiera clavado en el cerebro...