—Conozco el camino —contestó muy tristemente el cochero (ya no llevaba el casco)—, pero debería quedarse a pasar la noche aquí...
Hasta las orejeras de su gorro dejaban ver que no tenía ningunas ganas de llevarme.
—Debe quedarse —añadió un segundo hombre, el que sujetaba la encolerizada antorcha—, el tiempo es muy malo.
—Son doce verstas... —gruñí sombríamente—, llegaremos. Tengo enfermos graves... —Y me subí al trineo.
Me arrepiento de no haber añadido que el solo pensamiento de quedarme en una casa donde había sucedido una desgracia, y donde yo era impotente e inútil, me resultaba insoportable.
El cochero se dejó caer resignadamente en el pescante, se acomodó, se balanceó y nos pusimos en marcha hacia el portón. La antorcha desapareció como si se la hubiera tragado la tierra o, quizá, simplemente se apagó. Sin embargo, un minuto más tarde otra cosa llamaba mi atención. Volviéndome con dificultad pude observar que no sólo la antorcha se había desvanecido, sino que Shalométievo entero había desaparecido con todos sus edificios, como en un sueño. Esto me mortificó de manera desagradable.
—Sin embargo es fantástico... —No sé si lo pensé o lo mascullé. Saqué un instante la nariz y la escondí nuevamente, tan malo era el tiempo. El mundo entero se había hecho un ovillo y estaba siendo zarandeado en todas direcciones.
Un pensamiento atravesó mi mente: ¿no sería mejor volver? Pero lo ahuyenté, me acomodé más profundamente aún en el trineo, como si estuviera en una canoa, me encogí y cerré los ojos. De inmediato emergió el retazo de tela verde sobre la lámpara y el rostro pálido. De pronto mi cerebro se iluminó: «Debe haber sido una fractura de la base del cráneo... Sí, sí, sí... ¡Sí!... Justamente eso!» Se encendió en mí la confianza de que ése era el diagnóstico correcto. Pero ¿para qué servía? En ese momento ya no servía para nada y antes tampoco hubiera servido. ¡Qué se puede hacer con una cosa así! ¡Qué destino tan terrible! ¡Qué absurdo y tremendo es vivir en el mundo! ¿Qué ocurrirá ahora en casa del agrónomo? ¡Sólo pensarlo era desagradable y angustioso! Luego comencé a compadecerme: qué difícil era mi vida. La gente en estos momentos duerme, las estufas están encendidas y yo, una vez más, no he podido siquiera terminar de bañarme. La borrasca me lleva como si fuera una hoja. Ahora llegaré a casa y, con toda seguridad, me llevarán de nuevo a algún sitio. Yo soy uno, y los enfermos son miles... Pescaré una pulmonía y moriré en estos lugares... Así, después de haberme compadecido de mí mismo, me sumergí en las tinieblas, pero ignoro cuánto tiempo pasé en ellas. Esta vez no fui a dar a baños, y comencé a sentir frío. Cada vez más frío, cada vez más.
Cuando abrí los ojos, vi una espalda negra y después caí en la cuenta de que no nos movíamos.
—¿Hemos llegado? —pregunté abriendo más los ojos.
El negro cochero se movió apesadumbrado. Bajó del pescante y me pareció que el viento le hacía girar en todas direcciones. De pronto, sin el menor respeto dijo:
—Hemos llegado... Hemos llegado... Debió haber hecho caso a la gente... ¡Ya lo ve! Nos moriremos nosotros y los caballos también...
—¿No encuentra el camino? —Sentí frío en la espalda.
—De qué camino habla —respondió el cochero con voz desolada-... ahora todo el ancho mundo es un camino para nosotros. Nos hemos perdido por nada... Llevamos viajando cuatro horas, ¿y adonde?... Ya ve lo que nos ha pasado...
Cuatro horas. Comencé a hurgar en mis bolsillos, palpé mi reloj y saqué las cerillas. ¿Para qué? Fue inútil, ni una sola cerilla se encendió. Al frotarla se inflama, pero inmediatamente se apaga el fuego.
—Le he dicho que son cuatro horas —dijo con aire fúnebre el hombre—, ¿qué haremos ahora?
—¿En dónde nos encontramos?
La pregunta era tan tonta que el cochero no juzgó necesario responderla. Se volvía en distintas direcciones, pero por momentos me parecía que él se encontraba inmóvil y era yo quien daba vueltas en el trineo. Salí con dificultad y enseguida descubrí que la nieve me llegaba hasta las rodillas. El caballo de atrás estaba hundido hasta el vientre en un montón de nieve. Sus crines colgaban como el cabello de una mujer con la cabeza descubierta.
—¿Se han parado ellos solos?
—Sí. Están agotados...
De pronto me acordé de algunos relatos y, por alguna razón, sentí rabia contra Tolstoi.
«El vivía muy tranquilo en Yásnaia Poliana —pensé—, a él no le llevaban a visitar moribundos...»
Tuve lástima del bombero y de mí. Luego sentí de nuevo una llamarada de miedo salvaje, pero la apagué en mi pecho.
—Eso es cobardía... —murmuré entre dientes.
Y una energía impetuosa apareció en mí.
—Mire, buen hombre —comencé a decir, sintiendo que los dientes me castañeteaban—, no debemos desalentarnos, porque nos perderemos, nos perderemos irremediablemente. Los caballos han estado parados y han descansado un poco; debemos seguir adelante. Camine usted y lleve las riendas del caballo delantero. Yo conduciré el trineo. Tenemos que salir de aquí o nos sepultará la nieve.
Las orejeras de su gorra tenían un aspecto desesperado, pero el cochero, de todas formas, se arrastró hacia adelante. Cojeando y hundiéndose en la nieve logró llegar hasta el primer caballo. Nuestra salida de allí me pareció infinitamente larga. La figura del cochero se desvanecía, mientras la nieve seca de la tormenta me golpeaba en los ojos.
—Arre —gimió el cochero.
—¡Arre! ¡Arre! —grité yo, haciendo restallar las riendas.
Poco a poco los caballos se pusieron en movimiento y comenzaron a patalear en la nieve. El trineo se balanceaba, como si estuviera sobre una ola. El cochero a veces crecía, a veces se empequeñecía: caminaba hacia adelante.
Aproximadamente durante un cuarto de hora nos movimos de esa manera, hasta que por fin sentí que el trineo crujía de una manera más regular. La alegría brotó en mí cuando vi cómo aparecían y desaparecían los cascos traseros de los caballos.
—¡Hay poca profundidad, es el camino! —grité.
—Uhu... hu... —respondió el cochero, que vino cojeando hacia mí y recuperó su estatura normal—. Parece que sí es el camino —añadió con alegría, incluso con una especie de trino en la voz—. Mientras no nos volvamos a perder... Ojalá...
Cambiamos de lugar. Los caballos marcharon con mayor viveza. Me pareció que la tormenta, como si se hubiera reducido, comenzó a debilitarse. Pero arriba y a los lados no había nada, nada, excepto la niebla. Había perdido la esperanza de llegar precisamente al hospital. Quería llegar a algún sitio. Un camino siempre conduce a algún sitio habitado.
Los caballos de pronto tiraron con más fuerza y movieron sus patas con mayor rapidez. Me alegré, aun sin conocer la causa de su conducta.