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—¿Quizá han olfateado una vivienda? —pregunté.

El cochero no me contestó. Me levanté en el trineo y comencé a observar a mi alrededor. Un sonido extraño, melancólico y amenazador surgió de algún lugar de la niebla, pero se apagó rápidamente. Por alguna razón tuve una sensación desagradable y me acordé del escribiente y de cómo emitía gemidos agudos con la cabeza entre las manos. De pronto a mi derecha distinguí un punto oscuro que fue creciendo hasta tener el tamaño de un gato negro. Creció aún más y se acercó. El bombero de pronto se volvió hacia mí y cuando lo hizo me di cuenta de que su mandíbula temblaba; preguntó:

—¿Ha visto, ciudadano doctor...?

Un caballo se dirigió a la derecha, otro a la izquierda, el bombero cayó encima de mis piernas, lanzó un grito, se enderezó y comenzó a tirar de las riendas. Los caballos resoplaron y se desbocaron. Con sus patas levantaban bolas de nieve, las arrojaban, galopaban irregularmente, temblaban.

Varias veces sentí un escalofrío que me recorría el cuerpo. Dominándome, metí la mano en mi pecho y saqué la Browning, maldiciéndome por haber dejado en casa el segundo cargador. Si no había aceptado quedarme a dormir, ¡¿por qué no había cogido una antorcha?! Imaginé la esquela en el periódico, con mi nombre y el del desdichado bombero.

El gato adquirió el tamaño de un perro y se deslizaba relativamente cerca del trineo. Me volví y vi, ya muy cerca de nosotros, una segunda alimaña de cuatro patas. Puedo jurar que tenía las orejas puntiagudas y que corría con enorme facilidad detrás del trineo. Había algo amenazador y descarado en sus esfuerzos. «¿Es una manada o son sólo dos animales?», pensé, y ante la palabra «manada» el calor me inundó debajo de la pelliza y los dedos de mis manos se desentumecieron.

—Sujétate con fuerza y controla los caballos, voy a disparar —dije con una voz ajena, desconocida para mí.

El cochero sólo dio un grito en respuesta y encogió la cabeza entre los hombros. Vi un resplandor y oí un estrépito ensordecedor. Disparé una segunda y una tercera vez. No recuerdo cuánto tiempo fui zarandeado en el fondo del trineo. Oía el salvaje y estridente resoplido de los caballos y apretaba la Browning. Mi cabeza se golpeó contra algo cuando intentaba salir del heno y, mortalmente asustado, pensaba que de un momento a otro se me echaría encima un cuerpo enorme y musculoso. Ya me imaginaba mis entrañas destrozadas...

En ese momento el cochero gritó:

—¡Por fin! ¡Por fin! Allí está..., allí... Señor, sálvanos, sálvanos...

Por fin conseguí librarme de la pesada pelliza de piel de cordero, saqué los brazos, me levanté. No había fieras negras por ningún lado. La nieve caía y en medio de aquella rala cortina centelleaba el ojo más encantador, ese que yo hubiera reconocido entre miles, y que reconocería aun ahora: centelleaba el farol de mi hospital. «Es mucho más hermoso que un palacio...», pensé, y de pronto, en éxtasis, disparé dos veces más hacia atrás, hacia el lugar donde habían desaparecido los lobos.

* * *

El bombero estaba de pie en mitad de la escalera que partía de la parte baja del magnífico apartamento del médico, yo me encontraba en la parte alta de esa escalera y Axinia, cubierta por una pelliza, abajo.

—Agasájeme —dijo el cochero—, para que la próxima vez... —Pero no terminó de hablar, bebió de un trago el alcohol mezclado con agua y lanzó un horrible graznido. Luego se volvió hacia Axinia y añadió, abriendo los brazos todo cuanto le permitía su constitución—: ¡De este tamaño...!

—¿Ha muerto? ¿No han podido salvarla? —me preguntó Axinia.

—Ha muerto —respondí con indiferencia.

Un cuarto de hora más tarde todo estaba en silencio. La luz se apagó en la parte baja. Me quedé solo arriba. Por alguna razón sonreí convulsivamente, me desabotoné la camisa, la volví a abotonar, me dirigí hacia la estantería de los libros, saqué un tomo de cirugía con la intención de leer algo acerca de las fracturas en la base del cráneo, pero dejé el libro.

Cuando me desvestí y me metí debajo de las mantas, un temblor se apoderó de mí durante más de medio minuto y luego desapareció; el calor se extendió por todo mi cuerpo.

—Agasájeme —balbuceé mientras me quedaba dormido—, pero no volveré a ir...

—Irás..., claro que irás... —silbó burlonamente la tormenta. Pasó con estruendo sobre el tejado, cantó en el tubo de la chimenea, salió volando de allí, murmuró algo detrás de la ventana y luego desapareció.

—Irás... Irás... —marcaba el reloj, pero los sonidos eran cada vez más apagados, más apagados...

Nada más. El silencio. El sueño.

1926

La erupción estrellada

Era ella. Me lo sugería el instinto. No podía contar con mi experiencia. Yo, un médico que había terminado la universidad apenas seis meses atrás, no la tenía.

Tuve miedo de tocar el hombro desnudo y cálido de aquel hombre (aunque no había nada que temer) y entonces le ordené:

—¡A ver, acérquese a la luz!

El hombre se volvió como yo deseaba, y la luz de la lámpara de petróleo inundó su piel amarillenta. Sobre el prominente pecho y en los costados, a través del color amarillento, se dejaba ver una erupción marmórea. «Como estrellas en el cielo», pensé, y con un ligero frío en el corazón me incliné hacia su pecho. Luego aparté la mirada y la levanté hacia su rostro. Era el rostro de un hombre de unos cuarenta años con una barbita esponjada de un sucio color ceniciento y pequeños ojos vivaces cubiertos por unos párpados hinchados. En esos ojillos, para mi gran asombro, se leía orgullo y respeto por sí mismo.

El hombre parpadeaba y miraba a su alrededor con indiferencia y aburrimiento, mientras se ajustaba el cinturón en los pantalones.

«Es ella, la sífilis», me dije mentalmente y con severidad por segunda vez. Era la primera vez en mi vida profesional que yo —un médico que a principios de la revolución había sido arrojado directamente del pupitre universitario a un remoto lugar en el campo— me encontraba con ella.

Me topé con la sífilis por casualidad. Aquel hombre había venido a verme quejándose de tener algo que le cerraba la garganta. De una manera completamente inconsciente, y sin pensar siquiera en la sífilis, le ordené desvestirse y fue entonces cuando vi aquella erupción estrellada.

Confronté la ronquera, el siniestro color rojo de la garganta, las extrañas manchas blancas que había en ella, el pecho marmóreo, y lo adiviné. Ante todo me limpié temerosamente las manos con una bolita de sublimado, mientras un inquietante pensamiento me envenenaba: «Me parece que me ha tosido en las manos.» Luego, con impotencia y repugnancia, hice girar en mis manos la cucharilla de cristal con la que había examinado la garganta de mi paciente. ¿Qué hacer con ella?