Decidí colocarla en la ventana, sobre una bola de algodón.
—Pues bien —dije yo—, verá usted... Hmm... Por lo visto... Aunque en realidad es incluso muy probable... Verá, usted tiene una enfermedad muy mala: la sífilis —Pero él ni se puso nervioso ni se asustó. Me miró de costado, de la misma forma como mira con su ojo redondo una gallina cuando oye una voz que la llama. En ese ojo redondo descubrí, con gran asombro por mi parte, desconfianza.
—Usted tiene sífilis —repetí suavemente.
—¿Qué es eso? —preguntó el hombre de la erupción marmórea.
En ese instante apareció vivamente ante mis ojos el extremo de un aula blanca como la nieve, un aula universitaria, el anfiteatro con las cabezas amontonadas de los estudiantes y la barba gris del profesor de venereología... Pero rápidamente volví a la realidad y recordé que me encontraba a mil quinientas verstas del anfiteatro y a cuarenta de la vía del ferrocarril, bajo la luz de una lámpara de petróleo... Detrás de la puerta blanca, los numerosos pacientes que aguardaban turno producían un ruido sordo. Fuera, detrás de la ventana, comenzaba a anochecer y caían las primeras nieves del invierno.
Hice que el paciente se desvistiera aún más y encontré el primer chancro, que estaba ya casi cicatrizado. Las últimas dudas me abandonaron y me embargó ese sentimiento de orgullo que invariablemente aparecía cuando mi diagnóstico era correcto.
—Vístase —dije—, ¡usted tiene sífilis! Es una enfermedad muy grave que se apodera de todo el organismo. ¡Tendrá que curarse durante un largo tiempo...!
Llegado ese momento se me trabó la lengua porque... ¡juro que en su mirada de gallina leí estupor claramente mezclado con ironía!
—Tengo la garganta cerrada —dijo el paciente.
—Pues sí, es a consecuencia de su enfermedad. También la erupción en el pecho... Mírese el pecho...
El hombre bajó los ojos y miró. La chispa de la ironía no se apagó en ellos.
—Lo que quiero es curarme de la garganta —dijo.
«¿Por qué repetirá siempre lo mismo? —pensé, ya con cierta impaciencia—. ¡Yo le hablo de la sífilis y él insiste en la garganta!»
—Escúcheme —continué en voz alta—, la garganta es un asunto secundario. También la aliviaremos, pero lo esencial ahora es curar su enfermedad. Tendrá que someterse a un tratamiento largo, unos dos años.
En ese momento el paciente abrió desmesuradamente los ojos hacia mí. En ellos pude leer mi sentencia: «¡Te has vuelto loco, doctor!»
—¿Por qué tanto tiempo? —preguntó el paciente—. ¿¡Cómo dos años!? Lo que yo necesito es algo para hacer gárgaras...
Todo se encendió en mi interior. Comencé a hablar. Ya no tenía miedo de asustarle. ¡Oh, no! Al contrario, le insinué que incluso podría caérsele la nariz. Conté a mi paciente lo que le esperaba en el futuro si no se curaba como era debido. Le expliqué cuán contagiosa era la sífilis y le hablé largamente de los platos, las cucharas y las tazas, y de la importancia de que tuviera una toalla exclusivamente para él...
—¿Está usted casado? —pregunté.
—Sí —respondió con asombro el paciente.
—¡Envíeme de inmediato a su mujer! —dije con agitación y apasionamiento—. Seguramente también ella está enferma.
—¿Mi mujer? —preguntó el paciente, y se quedó mirándome con gran estupor.
Y así continuamos nuestra conversación. El, parpadeando, miraba mis pupilas y yo las suyas. En realidad no era una conversación sino un monólogo mío. Un brillante monólogo por el que cualquier profesor habría puesto la nota más alta a un estudiante de último curso. Descubrí en mí enormes conocimientos en el campo de las enfermedades venéreas y una agilidad mental poco común. Esta última llenaba los puntos negros, esos lugares en donde faltaban líneas en los manuales rusos o alemanes. Le conté lo que ocurría con los huesos de un sifilítico que no sigue el tratamiento y de paso le describí la parálisis progresiva. ¡La descendencia! ¡¿Cómo salvar a la esposa?! O si ésta ya se había contagiado, lo cual era más que probable, cómo curarla.
Finalmente se agotó mi elocuencia y con un movimiento tímido saqué del bolsillo un vademécum de cubiertas rojas con letras doradas. Era mi amigo fiel, del cual no me había separado durante los primeros pasos de mi difícil camino. ¡Cuántas veces me había sacado de apuros cuando los problemas relacionados con las recetas abrían un negro abismo ante mí! A escondidas, mientras el paciente se vestía, hojeé las páginas del libro y encontré lo que necesitaba.
Ungüento de mercurio, un remedio magnífico.
—Usted mismo se lo aplicará. Le darán seis paquetitos de ungüento. Deberá untarse un paquete cada día..., así...
Con claridad y entusiasmo le mostraba cómo debía aplicarlo, y yo mismo me untaba sobre la bata con la mano vacía...
—...Hoy en el brazo, mañana en la pierna, luego en el brazo, en el otro. Cuando se lo haya puesto seis veces, lávese y venga a verme. Es indispensable. ¿Me escucha? ¡Indispensable! ¡Sí! Y además debe vigilar cuidadosamente sus dientes, y en general su boca, mientras esté en tratamiento. Le daré un enjuague. Después de comer es necesario enjuagarse...
—¿Y la garganta? —preguntó el paciente con voz ronca. En ese momento me di cuenta de que sólo la palabra «enjuague» había logrado animarlo.
—Sí, sí, también la garganta.
Unos minutos después, la espalda amarilla de la pelliza desaparecía detrás de la puerta y a su encuentro venía una cabeza de mujer envuelta en un pañuelo.
Transcurrieron unos minutos todavía y, cuando a toda prisa me dirigía en busca de cigarrillos por el corredor que va de mi consultorio a la farmacia, oí un ronco murmullo:
—No es bueno. Es joven. Le digo que tengo la garganta cerrada, ¿comprendes?, y él no hace más que revisarme, revisarme... El pecho, el estómago... ¡Con las mil cosas que tengo que hacer y pierdo medio día en el hospital! Cuando salga de aquí ya se habrá hecho de noche. ¡Oh, Dios! Me duele la garganta y él me da un ungüento para las piernas.
—Revisa sin atención, sin atención —confirmó una voz de mujer un poco temblorosa, y de pronto guardó silencio. Yo acababa de pasar, como una aparición, con mi bata blanca. No pude resistir, miré y en la semioscuridad reconocí aquella barbita como de estopa, los párpados hinchados y los ojos de gallina. También reconocí la voz amenazadoramente ronca. Metí la cabeza entre los hombros, me encogí como si fuera culpable, y desaparecí sintiendo con claridad una herida viva en el alma. Estaba aterrorizado.
¿Acaso todo habrá sido en vano?