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...¡No puede ser! Durante un mes, con la atención de un detective, cada mañana revisaba el libro de registros del consultorio esperando encontrar el apellido de la esposa de aquel que tan atentamente había escuchado mi monólogo sobre la sífilis. Un mes entero le esperé también a él. Pero ninguno de los dos llegó. Un mes más tarde su recuerdo se había desvanecido, había dejado de inquietarme, lo había olvidado...

Cada día llegaban más y más pacientes; cada día de trabajo en aquel remoto lugar me deparaba casos asombrosos, cuestiones complicadas que me obligaban a reflexionar hasta agotar mi cerebro, o me confundían por centésima vez, o me hacían recobrar el ánimo y lanzarme de nuevo al combate.

Ahora, después de que han transcurrido ya muchos años, lejos de aquel blanco hospital descascarado, recuerdo la erupción estrellada en el pecho de aquel paciente. ¿Dónde está? ¿Qué hace? Ah, lo sé, lo sé. Si todavía está vivo, de vez en cuando va con su esposa al viejo hospital. Se quejan de tener llagas en las piernas. Lo veo desatarse las vendas en busca de compasión. Y un médico joven, hombre o mujer, vestido con una blanca bata remendada, se inclina hacia las piernas, aprieta con el dedo el hueso que está más arriba de la llaga, busca la causa. La encuentra y escribe en el registro: «Lúes III», luego pregunta al paciente si no le han recetado un ungüento negro.

Y entonces, de la misma manera que yo le recuerdo ahora, él se acordará de mí, del año 17, de la nieve en el exterior y de los seis paquetitos de papel encerado, seis bolitas pegajosas que no fueron utilizadas.

—Sí, sí, me lo han recetado —dirá él, y mirará al médico, pero no con ironía, sino con una inquietud oscura en los ojos. El médico le recetará yoduro de potasio, o quizá algún otro tratamiento. O quizá, de la misma manera que lo hice yo, consulte el vademécum... ¡Saludos, colega!

«...y también, queridísima esposa, una profunda reverencia de mi parte al tío Safrón Ivánovich. Además, querida esposa, vaya a ver a nuestro médico y haga que la examine, ya que desde hace seis meses padezco una mala enfermedad, la sífilis. Cuando estuve en casa no se lo dije. Siga un tratamiento.

Su esposo, AN BÚKOV»

La joven mujer se tapó la boca con la punta de un pañuelo de bayeta, se sentó en el banco y se estremeció por el llanto. Los rizos de sus claros cabellos, húmedos por la nieve que se había derretido, le cayeron sobre la frente.

—¡Es un canalla! ¿Verdad? —exclamó.

—Un canalla —contesté con firmeza.

Luego llegó el momento más difícil y doloroso. Era necesario tranquilizarla. ¿Pero cómo tranquilizarla? Estuvimos hablando en voz muy queda largo rato, bajo el rumor de las voces de quienes aguardaban con impaciencia en la sala de espera...

En algún lugar del fondo de mi alma, que aún no se había vuelto insensible al dolor humano, encontré palabras de consuelo. Ante todo traté de quitarle el miedo. Le dije que aún no sabíamos nada y que no debía abandonarse a la desesperación antes de haber efectuado el examen médico. Pero que tampoco después del examen debía desesperarse: le relaté con cuánto éxito curábamos esa terrible enfermedad, la sífilis.

—Canalla, canalla —sollozó la joven mujer, ahogándose por las lágrimas.

—Canalla —repetí.

Así, durante un buen rato continuamos insultando al «querido esposo» que había estado en casa y luego había vuelto a Moscú.

Finalmente el rostro de la mujer comenzó a secarse. Quedaron tan sólo manchas y unos párpados visiblemente hinchados sobre los ojos negros y llenos de desesperación.

—¿Qué voy a hacer? Tengo dos hijos —dijo ella con voz profunda y dolorida.

—Espere, espere —murmuré—, ya se verá lo que se puede hacer.

Llamé a Pelagueia Ivánovna, la comadrona, y los tres entramos en una sala aparte, donde estaba el sillón ginecológico.

—Ah, sinvergüenza, sinvergüenza —dijo entre dientes Pelagueia Ivánovna. La mujer callaba, sus ojos eran como dos agujeros negros, miraba el atardecer a través de la ventana.

Fue una de las revisiones más cuidadosas de mi vida. Pelagueia Ivánovna y yo no dejamos sin examinar ni un centímetro del cuerpo. Y no encontramos nada sospechoso en ninguna parte.

—¿Sabe? —dije deseando ardientemente que mis esperanzas no me engañaran, que en ningún lugar apareciera en el futuro un claro y amenazador primer chancro—, ¿sabe...? ¡Tranquilícese! Hay esperanza. La hay. Es cierto que todo puede suceder, pero en este momento usted no tiene nada.

—¿Nada? —preguntó con voz ronca la mujer—. ¿Nada?

—En sus ojos brilló una chispa y un color rosado tiñó sus pómulos—. ¿Y si de pronto aparece? ¿Eh...?

—Yo mismo no comprendo —le dije en voz baja a Pelagueia Ivánovna—, a juzgar por lo que nos ha contado, debería haberse contagiado y sin embargo no hay nada.

—No hay nada —repitió como un eco Pelagueia Ivánovna.

Continuamos hablando unos minutos en voz baja con la mujer sobre distintos plazos y diversos asuntos íntimos; le ordené que volviera periódicamente al hospital.

En ese momento, al mirar a la mujer, me di cuenta de que estaba dividida en dos. La esperanza se introducía en ella, pero se apagaba de inmediato. La mujer se echó nuevamente a llorar y se marchó como una sombra oscura. Desde aquel momento una espada pendía sobre ella. Cada sábado aparecía silenciosamente en mi consultorio. Había adelgazado mucho, sus pómulos eran aún más salientes, sus ojos se habían hundido y estaban rodeados de sombras. Un pensamiento obsesivo había estirado las comisuras de sus labios hacia abajo. Ella, con un gesto habitual, se desataba el pañuelo y luego los tres íbamos a la sala de ginecología. La examinábamos.

Pasaron los primeros tres sábados sin que encontráramos nada en ella. Poco a poco la mujer comenzó a recuperarse. El brillo apareció en sus ojos, su rostro se animó, la tensa máscara se relajó. Nuestras oportunidades crecían. El peligro se desvanecía. Al cuarto sábado yo hablaba ya con cierta seguridad. Podía contar casi con el noventa por ciento de posibilidades de un resultado favorable. Había pasado ampliamente el famoso primer plazo de veintiún días. Sólo quedaban casos aislados en los que la llaga se desarrolla con enorme retraso. Finalmente pasaron también esos plazos, y un día, después de arrojar a la palangana el brillante espejo y después de palpar por última vez las glándulas de la mujer, le dije:

—Está usted fuera de todo peligro. No venga más. Ha sido un caso afortunado.

—¿No pasará nada? —preguntó ella con voz inolvidable.

—Nada.

No podría describir su rostro. Solamente recuerdo cómo hizo una profunda reverencia y desapareció.

Pero volvió una vez más. Llevaba en las manos un paquete: dos libras de mantequilla y dos docenas de huevos. Después de una terrible lucha, logré no aceptar ni los huevos ni la mantequilla. Y me sentía muy orgulloso debido, seguramente, a mi juventud. Más tarde, cuando tuve que pasar hambre durante los años de la revolución, más de una vez me acordé de la lámpara de petróleo, los ojos negros y el dorado trozo de mantequilla con las huellas de los dedos y cubierto de rocío.