¿Por qué ahora, después de que han transcurrido tantos años, me acuerdo de aquella mujer condenada a cuatro meses de terror? Hay una razón. Esa mujer fue mi segundo paciente en ese campo, al que más tarde entregué mis mejores años. El primero fue aquél, el hombre de la erupción estrellada en el pecho. Así pues, ella fue la segunda y la única excepción: esa mujer tenía miedo. Fue la única que hizo perdurar en mi memoria el recuerdo del trabajo de nosotros cuatro (Pelagueia Ivánovna, Ana Nikoláievna, Demián Lukich y yo), a la luz de una lámpara de petróleo.
Fue en esa época, mientras transcurrían los torturantes sábados de aquella mujer que estaba como en espera del cadalso, cuando comencé a buscarla a «ella». Las veladas otoñales son largas. En mi apartamento hacía calor a causa de las estufas holandesas. Reinaba el silencio y me parecía estar solo en el mundo entero, solo con mi lámpara. En algún lugar la vida transcurría impetuosa, pero aquí, detrás de mi ventana, caía una lluvia oblicua que imperceptiblemente se iba convirtiendo en nieve silenciosa. Pasé largas horas leyendo los registros del consultorio de los cinco últimos años. Desfilaron ante mis ojos miles y decenas de miles de nombres de personas y de aldeas. En esas columnas de personas, la buscaba y a menudo la encontraba. Una y otra vez se repetían las anotaciones comunes, aburridas: «Bronquitis», «Laringitis»... Pero, de pronto, ¡allí estaba ella!, «Lúes III». Bien... Y, a un lado, una mano habituada había escrito con grandes letras:
Rp. Ung. hidrarg. ciner. 3,0 D.t.d...
Ese era el ungüento «negro».
Una vez más. De nuevo bailan ante mis ojos las bronquitis y los catarros y de pronto se interrumpen... Aparece de nuevo «Lúes»...
La mayoría de las anotaciones se refería precisamente a un «Lúes» en su período secundario. Con menor frecuencia se encontraban del terciario. Pero entonces las palabras «yoduro de potasio», escritas con grandes letras, ocupaban la columna destinada al «tratamiento».
Cuanto más leía los viejos y enmohecidos registros del ambulatorio, olvidados en el desván, más luz penetraba en mi inexperta cabeza. Comencé a comprender cosas monstruosas.
Pero ¿dónde están las anotaciones sobre el chancro primario? No las veo. Aparece una de vez en cuando entre miles y miles de nombres. En cambio hay interminables filas de sífilis secundaria. ¿Qué significa eso? Eso significa lo siguiente...
—Eso significa —me decía, en medio de las sombras, a mí mismo y a los ratones que roían los viejos lomos de los libros en las estanterías del armario—, eso significa que en este lugar no tienen idea de lo que es la sífilis y que esa llaga no asusta a nadie. Sí. La llaga sana sola. Queda la cicatriz... Y nada más. ¿Y nada más? ¡Cómo nada más! Se desarrolla, impetuosamente por lo demás, una sífilis secundaria. Cuando le duele la garganta y en su cuerpo han aparecido pápulas húmedas, entonces Semión Jótov, de treinta y dos años, va al hospital y le recetan el ungüento negro... ¡Aja...!
Un círculo de luz se reflejaba sobre la mesa, y la mujer color chocolate que estaba dibujada en el fondo del cenicero, había desaparecido bajo una montaña de colillas.
—Encontraré a ese Semión Jótov. Hmm...
Crujían las amarillentas hojas de los registros del consultorio. El 17 de junio de 1916 Semión Jótov recibió seis paquetitos de ungüento curativo de mercurio, que había sido inventado hacía ya mucho tiempo para la salvación de Semión Jótov. Sé que mi predecesor le dijo a Semión al entregarle el ungüento:
—Semión, cuando te lo hayas untado seis veces, lávate y ven nuevamente. ¿Me oyes, Semión?
Semión, por supuesto, hacía reverencias y agradecía con voz ronca. Ahora veamos: diez o doce días más tarde Semión debería reaparecer, inevitablemente, en el registro. A ver, veamos, veamos... Humo, las hojas crujen. ¡Oh, no está, no está Semión! No está ni diez días más tarde, ni veinte... No está. Pobre Semión Jótov. Significa que la erupción estrellada había desaparecido igual que desaparecen las estrellas al amanecer. Los condilomas se habían secado. Morirá, irremediablemente morirá Semión Jótov. Quizá algún día lo vea en mi consultorio, ya con úlceras gomosas. ¿Estarán intactos los huesos de su nariz? ¿Serán iguales sus pupilas? ¡Pobre Semión!
Pero ahora ya no es Semión, ahora es Iván Kárpov. Nada extraño. ¿Por qué no había de enfermar Kárpov, Iván? Sí, pero... ¿por qué le han recetado calomel mezclado con lactosa, en pequeñas dosis? Aquí está el porqué: ¡Iván Kárpov tiene dos años! ¡Y padece «Lúes II»! ¡Una fatal cifra dos! Trajeron a Iván Kárpov cubierto de estrellas y mientras estaba en brazos de su madre intentaba defenderse de las firmes manos del médico. Ahora todo está claro.
Yo sé, intuyo, he comprendido en dónde pudo aparecer en este niño de dos años la llaga primaria, sin la cual no puede existir una secundaria. ¡En la boca! Se contagió por una cucharilla.
¡Instrúyeme, remoto lugar de provincias! ¡Instrúyeme, quietud de la casa campesina! Sí, un viejo registro de consultorio puede revelar muchas cosas a un médico joven.
Un poco más arriba del nombre de Iván Kárpov, estaba escrito:
«Advotia Kárpova, 30 años.»
¿Quién es? Ah, está claro. La madre de Iván. El niño lloraba precisamente en sus brazos.
Y más abajo:
«Maria Kárpova, 8 años.»
Y ella, ¿quién es? ¡La hermana! Calomel...
Toda la familia está presente. Solamente falta una persona: Kárpov, de 35-40 años... no se sabe siquiera cómo se llama: Sidor, Piotr. ¡Pero eso nada importa!
«...queridísima esposa... una mala enfermedad: la sífilis...»
Allí tenemos el documento. Mi mente se iluminaba. Sí, seguramente llegó del maldito frente y «no dijo nada» o, quizá, ni siquiera sabía que debía decir algo. Se marchó. Y aquí comenzó todo. Después de Advotia, Maria; después de Maria, Iván. Una olla común con la sopa, una misma toalla...
Otra familia. Y otra más. He aquí a un anciano de setenta años. «Lúes II.» Un anciano. Pero ¿qué culpa tiene? Ninguna. ¡La olla común! Nada que ver con el sexo, nada. Todo está claro. Tan claro y blanquecino como los amaneceres de los primeros días de diciembre. Pasé mi solitaria noche estudiando los registros del consultorio y los magníficos manuales alemanes con espléndidas ilustraciones.
Cuando me dirigía a mi dormitorio, bostezando, murmuré:
—Lucharé contra «ella».
Para luchar contra ella es necesario verla. Y no se hizo esperar. En cuanto se pudieron utilizar los trineos, venían a verme hasta cien pacientes en un día. El día despuntaba blanco y nebuloso y terminaba con una negra bruma en el exterior de la cual, crujiendo, se alejaban misteriosamente los últimos trineos.