Ella pasaba ante mis ojos adoptando las formas más diversas y pérfidas. Unas veces aparecía en forma de llagas blanquecinas en la garganta de una adolescente. Otras en forma de piernas curvas como un sable. O como profundas y secas llagas en las piernas amarillentas de una anciana. O como pápulas húmedas en el cuerpo de una mujer en la flor de la edad. A veces, ceñía orgullosamente la frente con la media luna de la corona de Venus. Era el castigo que, por la ignorancia de los padres, debían sufrir los hijos, cuyas narices parecían sillas de montar cosacas. Pero, además, en ocasiones pasaba sin que yo la percibiera. ¡Ah, hacía tan poco que yo había dejado los pupitres de la escuela!
Todo debía alcanzarlo por mis propios medios y en soledad. Ella se ocultaba en algún lugar, en los huesos o en el cerebro.
Aprendí muchas cosas.
—Y entonces me ordenaron que me hiciera fricciones.
—¿Con un ungüento negro?
—Con un ungüento negro, padrecito, negro...
—¿Fricciones en cruz? ¿Hoy en el brazo, mañana en la pierna...?
—Eso mismo. ¿Y cómo lo ha sabido, patrón? (En tono halagüeño.)
«¿Cómo no saberlo? Ah, cómo no saberlo. Allí está, ¡es la goma...!»
—¿Has tenido alguna enfermedad mala?
—¡Pero cómo se le ocurre! En nuestra familia jamás hemos oído hablar siquiera de esas cosas.
—Bueno... ¿Te ha dolido la garganta?
—La garganta. Sí, me dolía la garganta. El año pasado.
—Aja... ¿Y Leonti Leóntievich te dio el ungüento?
—¡Sí! Era negro como el alquitrán.
—Pues lo has utilizado muy mal. ¡Ah, muy mal...!
Repartí innumerables kilos de ungüento gris. Receté mucho, muchísimo yoduro de potasio y no escatimé palabras apasionadas. Conseguí que algunos pacientes volvieran después de las primeras seis aplicaciones. Con algunos de ellos logré (aunque no con todos, sí con una gran parte) realizar aunque sólo fuera los primeros tratamientos con inyecciones. Pero la mayoría se escapaba de entre mis dedos, como la arena en un reloj, y yo no podía encontrarlos en la oscuridad nevada. Sí, me había convencido de que aquí la sífilis era terrible precisamente porque a nadie la parecía terrible. Por eso al comienzo de mi narración recordé a la mujer de los ojos negros. La recordé con una especie de cálido respeto justamente por su miedo. ¡Fue la única!
Había madurado, me había vuelto pensativo, a veces incluso sombrío. Soñaba con el día en que, tras terminar mi servicio, podría regresar a la ciudad universitaria, donde mi lucha sería menos difícil.
Uno de aquellos oscuros días entró en mi consultorio una mujer joven y hermosa. Llevaba en brazos a un bebé envuelto. Detrás de ella entraron dos niños arrastrando sus enormes botas de fieltro y sujetándose de la falda azul que aparecía por debajo del abrigo de pieles de la mujer.
—Los niños están cubiertos de una erupción —dijo con aire de importancia la mujer de rojas mejillas.
Toqué con cuidado la frente de la niña que todavía se sujetaba de la falda de su madre. Ella se ocultó completamente detrás de los pliegues. Por el otro lado de la falda pesqué al extraordinariamente mofletudo Vanka. También lo toqué. Ninguno de los dos tenía fiebre.
—Desviste a uno de los dos, querida.
Desvistió a la niña. Su cuerpecito desnudo estaba tan cubierto de estrellas como el cielo de una fría noche de invierno. La roséola y las pápulas húmedas iban de los pies a la cabeza. Vanka intentó zafarse y ponerse a gritar. Demián Lukich llegó en mi ayuda...
—¿Será un resfriado? —dijo la madre, mirando con ojos tranquilos.
—Bah, un resfriado —refunfuñó Demián Lukich, frunciendo la boca en un gesto de compasión y de asco al mismo tiempo—. Todo el distrito de Korobovski tiene este resfriado.
—Pero ¿de dónde nos viene esto? —preguntó la madre, mientras yo examinaba sus costados y su pecho llenos de manchas.
—Vístete —le dije.
Me senté al escritorio, apoyé la cabeza en las manos y bostecé (ella había sido uno de los últimos pacientes, tenía el número 98). Luego comencé a hablar.
—Tus hijos y tú os habéis contagiado de una «enfermedad mala». Una enfermedad peligrosa y terrible. Debéis comenzar ahora mismo a curaros y tendréis que hacerlo durante largo tiempo.
Es una lástima que con palabras no se pueda describir la incredulidad que apareció en los ojos azules de aquella mujer. Giró al bebé como si fuera un tronco, miró con expresión tonta sus piernecitas y preguntó:
—¿De dónde viene esto?
Luego sonrió forzadamente.
—No importa de dónde venga —repuse yo, encendiendo el quincuagésimo cigarrillo de ese día—, más bien deberías preguntar qué ocurrirá con tus hijos si no los curas.
—¿Qué? No pasará nada —respondió ella, y comenzó a envolver al bebé en los pañales.
Sobre el escritorio, ante mis ojos, había un reloj. Recuerdo, como si hubiera sido hoy, que hablé con ella no más de tres minutos y la mujer se puso a llorar. Sus lágrimas me alegraron mucho porque sólo gracias a ellas, suscitadas por mis palabras intencionadamente duras y alarmantes, fue posible continuar la conversación:
—Así es que os quedáis. Demián Lukich, alójelos en el pabellón. A los enfermos de tifus los acomodaremos en la segunda sala. Mañana iré a la ciudad y conseguiré la autorización para abrir una sección permanente para los enfermos de sífilis.
Un gran interés apareció en los ojos del enfermero.
—Pero doctor —replicó (era un gran escéptico)—, ¿cómo nos las arreglaremos solos? ¿Y los preparados? No tenemos suficientes enfermeras... ¿Y quién hará la comida? ¿Y la vajilla? ¿Y las jeringuillas?
Pero yo moví la cabeza testarudamente y repliqué:
—Lo conseguiré.
Transcurrió un mes...
En las tres habitaciones del pabellón cubierto de nieve ardían las lámparas con pantallas de lata. Las sábanas de las camas estaban rotas. Sólo teníamos dos jeringuillas. Una pequeña de un gramo y otra de cinco.
En suma, era una terrible pobreza cubierta de nieve. Pero... orgullosamente yacía por separado la jeringuilla con ayuda de la cual, mentalmente paralizado por el miedo, había puesto unas cuantas veces las inyecciones de salvarsán, nuevas para mí, enigmáticas y difíciles.
Además mi alma estaba mucho más tranquila: en el pabellón había siete hombres y cinco mujeres, y día a día la erupción estrellada se desvanecía ante mis ojos.