—Buenos días, camarada doctor.
—¿Quién es usted? —pregunté yo.
—Soy Egórich —se presentó el hombre—, el guardián de este lugar. Le hemos estado esperando y esperando...
Al instante cogió la maleta, se la echó al hombro y se la llevó. Yo le seguí cojeando, tratando inútilmente de meter la mano en el bolsillo de los pantalones para sacar la cartera.
El ser humano necesita en realidad muy poco. Pero ante todo le hace falta el fuego. Al ponerme en camino hacia el lejano Múrievo, cuando aún me encontraba en Moscú, me había dado a mí mismo la palabra de comportarme como una persona respetable. Mi aspecto juvenil me había envenenado la vida en un comienzo. Cuando me presentaba ante alguien, invariablemente debía decir:
—Soy el doctor tal.
Y todos, ineludiblemente, arqueaban las cejas y preguntaban:
—¿De verdad? Hubiera creído que era usted un estudiante todavía.
—No, ya he terminado la carrera —respondía con aire hosco, y pensaba: «Lo que necesito es un par de gafas.» Pero no tenía para qué usar gafas, ya que mis ojos estaban sanos y su claridad aún no había sido enturbiada por la experiencia de la vida. Al no tener la posibilidad de defenderme de las eternas sonrisas condescendientes y cariñosas con ayuda de unas gafas, traté de desarrollar unos hábitos especiales, que inspiraran respeto. Procuraba hablar pausadamente y con autoridad, intentaba controlar los movimientos bruscos, trataba de no correr —como corren los estudiantes de veintitrés años que apenas han terminado la universidad—, sino de caminar. Transcurridos muchos años, ahora comprendo que todo eso se me daba, en realidad, bastante mal.
En ese momento había infringido mi tácita norma de conducta. Estaba sentado, hecho un ovillo y en calcetines, y no en el gabinete sino en la cocina, y, como un adorador del fuego, me acercaba con entusiasmo y apasionamiento a los troncos de abedul que ardían en la estufa. A mi izquierda había un cubo puesto al revés; sobre él estaban mis botas y junto a ellas un gallo pelado y con el cuello ensangrentado. Junto al gallo estaban, formando un montoncito, sus plumas de diversos colores. Pero el caso es que, aun en ese estado de entumecimiento, había tenido tiempo de realizar una serie de cosas que exigía la vida misma. A Axinia, una mujer de nariz puntiaguda, esposa de Egórich, la había confirmado en su puesto de cocinera. Y, como consecuencia, a manos de Axinia pereció un gallo. ¡Y debía comérmelo yo! Ya había conocido a todo el personal. El enfermero se llamaba Demián Lukich, las comadronas, Pelagueia Ivánovna y Ana Nikoláievna. También había tenido tiempo de recorrer el hospital y, con la más absoluta claridad, me había convencido de que su instrumental era abundantísimo. Al mismo tiempo, y con la misma claridad, tuve que reconocer (para mi, por supuesto) que el uso de muchos de aquellos instrumentos que brillaban virginalmente me era por completo desconocido. No sólo no los había tenido nunca en mis manos sino que, hablando con franqueza, ni siquiera los había visto.
—Hmm... —murmuré con aire de gran importancia—, tienen ustedes un instrumental magnífico. Hmm...
—Por supuesto —anotó dulcemente Demián Lukich—, es el resultado de los esfuerzos de su antecesor, Leopold Leopóldovich. El operaba de la mañana a la noche.
Sentí un sudor frío en la frente y miré con tristeza los pequeños armarios que brillaban como espejos.
Después recorrimos las salas vacías y me convencí de que en ellas podrían caber con facilidad hasta cuarenta enfermos.
—Leopold Leopóldovich tenía a veces hasta cincuenta enfermos internados en el hospital —me consoló Demián Lukich, mientras Ana Nikoláievna, una mujer que tenía una corona de cabellos grises, dijo:
—Usted, doctor, tiene un aspecto tan joven, tan joven... En verdad es asombroso. Parece usted un estudiante.
«¡Diablos —pensé yo—, como si se hubieran puesto de acuerdo, palabra de honor!»
Y murmuré entre dientes, con sequedad:
—Hmm... no, yo... es decir yo... sí, tengo un aspecto muy joven...
Luego bajamos a la farmacia, y de inmediato vi que en ella no faltaba absolutamente nada. En las dos habitaciones —un tanto oscuras— olía fuertemente a hierbas y en las estanterías se encontraba todo lo que se podía desear. Incluso había medicamentos extranjeros de patente, y quizá no haga falta añadir que jamás había oído hablar de ellos.
—Los encargó Leopold Leopóldovich —me informó orgullosamente Pelagueia Ivánovna.
«Ese Leopold Leopóldovich era de verdad un genio», pensé, y sentí un enorme respeto hacia el misterioso Leopold, que había abandonado el hospital de Múrievo.
El hombre, además del fuego, necesita poder habituarse. Me había comido el gallo hacía mucho tiempo. Egórich había rellenado para mí el jergón de paja y lo había cubierto con sábanas. Una lámpara ardía en el gabinete de mi residencia. Estaba sentado y, como encantado, miraba el tercer logro del legendario Leopold: la estantería estaba llena de libros. Conté rápidamente unos treinta tomos sólo de manuales de cirugía, en ruso y en alemán. ¡Y cuántos tratados de terapia! ¡Maravillosos atlas encuadernados en piel!
Se acercaba la noche y yo comenzaba a acostumbrarme.
«No tengo la culpa de nada —pensaba de manera insistente y atormentadora—; tengo un diploma con quince sobresalientes. Yo les había advertido en la ciudad que quería venir como segundo médico. Pero no. Ellos sonrieron y dijeron: "Ya se acostumbrará." Vaya con el "ya se acostumbrará". ¿Y si alguien llega con una hernia? Decidme. ¿Cómo me voy a acostumbrar a ella? Pero, sobre todo, ¿cómo va a sentirse el herniado en mis manos? Se acostumbrará, sí, pero en el otro mundo (en ese momento una sensación de frío me recorrió la columna vertebral)...
»¿Y un caso de peritonitis? ¡Ja! ¿Y la difteria que suelen padecer los niños campesinos? Pero... ¿cuándo es necesario practicar una traqueotomía? Tampoco me irá muy bien sin la traqueotomía... ¿Y... y... los partos? ¡Había olvidado los partos! ¡Las posiciones incorrectas! ¿Qué voy a hacer? ¡Ah, qué persona tan irresponsable soy! Nunca debí haber aceptado este distrito. No debí haberlo aceptado. Se hubieran podido conseguir a algún Leopold.»
En medio de la tristeza y el crepúsculo, me puse a caminar por el gabinete. Cuando llegué a la altura de la lámpara vi cómo, en medio de la ilimitada oscuridad de los campos, aparecía en la ventana mi pálido rostro junto a las lucecitas de la lámpara.
«Me parezco al falso Dimitri», pensé de pronto tontamente, y volví a sentarme al escritorio.
Durante dos horas de soledad me martiricé, y lo hice hasta tal punto que mis nervios ya no podían soportar los miedos que yo mismo había creado. Entonces comencé a tranquilizarme e incluso a hacer algunos planes.
Bien... Dicen que ahora hay pocos pacientes. En las aldeas están agramando el lino, los caminos son impracticables... «Justamente por eso te traerán un caso de hernia —retumbó una voz severa en mi cerebro—, porque alguien que tiene un resfriado (o cualquier enfermedad sencilla) no vendrá por estos caminos, pero a alguien con una hernia le traerán, ¡puedes estar tranquilo, querido colega!»