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Era de noche. Demián Lukich sostenía en la mano una pequeña lámpara e iluminaba al tímido Vanka. Su boca estaba sucia de papilla. Pero ya no tenía estrellas. Los cuatro pasaron bajo la lámpara, acariciando mi conciencia.

—¿Me dejará salir mañana? —preguntó la madre arreglándose la blusa.

—No, todavía no es posible —contesté yo—, tendréis que soportar un tratamiento más.

—Pues no le doy mi consentimiento —respondió ella—, tengo muchísimo trabajo en casa. Le agradezco la ayuda, pero déjeme salir mañana. Ya estamos sanos.

—Tú... ¿sabes qué...? —comencé a decir, y sentí que enrojecía—, ¿sabes...? ¡Eres una estúpida!

—¿Por qué me insulta? No está bien...

—¡Llamarte estúpida es poco...! ¡Mira a Vanka! ¿Qué quieres? ¿Quieres que se muera? ¡No te lo permitiré!

Y se quedó diez días más.

¡Diez días! Nadie hubiera podido retenerla más tiempo. Lo juro. Pero mi conciencia estaba tranquila, ni siquiera la palabra «estúpida» me inquietaba. No me arrepiento. ¡Qué es un insulto al lado de la erupción estrellada!

Así pues, pasaron los años. Hace ya mucho tiempo que el destino y los borrascosos años me alejaron de aquel pabellón cubierto de nieve. ¿Quién está ahora allí? ¿Cómo van las cosas? Pienso que todo irá mejor. Quizá hayan pintado el edificio y la ropa de cama sea nueva. Naturalmente, no habrá electricidad. Es probable que en este momento, mientras escribo estas líneas, la cabeza de un médico joven se incline sobre el pecho de un enfermo. La lámpara de petróleo proyecta su luz sobre la piel amarillenta...

¡Saludos, colega!

1926

Tinieblas egipcias

¿Dónde se ha metido todo el mundo el día de mi cumpleaños? ¿Dónde están los faroles eléctricos de Moscú? ¿La gente? ¿El cielo? ¡Detrás de las ventanas no hay nada! Tinieblas...

Estamos aislados de la gente. Los primeros faroles de petróleo se encuentran a nueve verstas de nosotros, en la estación del ferrocarril. Seguramente allí parpadea un farolillo que poco a poco se extingue a causa de la tormenta. A medianoche pasará aullando el tren rápido que va a Moscú y ni siquiera se detendrá: no le hace falta una estación olvidada, sepultada bajo la nieve. Apenas la registrará...

Los primeros faroles eléctricos están a cuarenta verstas, en la capital del distrito. Allí la vida es dulce. Hay un cine, almacenes. Al mismo tiempo, mientras la tormenta aquí aulla y deja caer la nieve sobre los campos, en la pantalla flota una caña, se mecen las palmeras, parpadea una isla tropical...

Nosotros estamos solos.

—Tinieblas egipcias —observó el enfermero Demián Lukich levantando la cortina.

El enfermero se expresa con solemnidad, pero con mucha exactitud. Justamente: egipcias.

—Tome una copa más —le invité. (¡Ah, no me juzguéis! Nosotros, el médico, el enfermero y las dos comadronas, ¡también somos seres humanos! Durante meses no vemos a nadie, excepto a cientos de enfermos. Trabajamos, estamos enterrados bajo la nieve. ¿Acaso no podemos bebernos dos copas de alcohol mezclado con agua y acompañarlas con sardinas de la región el día del cumpleaños del médico?)

—¡A su salud, doctor! —dijo conmovido Demián Lukich.

—¡Le deseamos que se acostumbre a estar entre nosotros! —dijo Ana Nikoláievna, y mientras hacía chocar su copa con la mía, se arreglaba su vestido de gala.

La segunda comadrona, Pelagueia Ivánovna, también chocó conmigo su copa, bebió y de inmediato se puso en cuclillas y removió la estufa con el atizador. Un cálido brillo se agitó en nuestros rostros. Nuestros pechos se calentaban por el vodka.

—De verdad que no comprendo —dije excitadamente mientras miraba la nube de chispas que levantaba el atizador— qué hizo esa mujer con la belladona. ¡Es terrible!

La sonrisa apareció en los rostros del enfermero y de las comadronas.

El asunto era el siguiente. Ese día, durante la consulta de la mañana, entró en mi consultorio una sonrosada campesina de unos treinta años. Hizo una reverencia ante el sillón ginecológico que estaba a mi espalda, sacó de su seno un frasco de boca ancha y dijo en tono halagüeño:

—Gracias, ciudadano doctor, por las gotas. ¡Me han ayudado tanto, tanto...! Déme otro frasquito.

Cogí de sus manos el frasco vacío, miré la etiqueta y la vista se me nubló. En la etiqueta estaba escrito, con la amplia caligrafía de Demián Lukich: «Tinct. Belladonn...», etcétera. «16 de diciembre de 1917.»

En otras palabras, yo le había recetado a la mujer una dosis respetable de belladona y hoy, día de mi cumpleaños, 17 de diciembre, la mujer volvía con el frasco vacío y la petición de que se le repitiera la dosis.

—Tú..., tú..., ¿te lo tomaste todo ayer? —pregunté con voz asombrada.

—Todo, padrecito querido, todo —dijo la campesina con voz cantarina—; que Dios te dé salud por estas gotas..., medio frasquito en cuanto llegué, y medio frasquito cuando me acosté a dormir. Como mano de santo...

Me apoyé en el sillón ginecológico.

—¿Cuántas gotas te dije que tomaras? —exclamé con voz ahogada—. Cinco gotas... ¿Qué has hecho, mujer? Qué has..., yo te...

—¡Le juro que las tomé! —dijo la campesina pensando, quizá, que yo no la creía y suponía que se había curado sin mi belladona.

Sujeté sus mejillas sonrosadas con mis manos y examiné las pupilas. Pero las pupilas estaban perfectamente. Bastante bonitas y completamente normales. El pulso de la mujer también estaba bien. En definitiva, no presentaba ningún síntoma de envenenamiento por belladona.

—¡No puede ser...! —dije, e inmediatamente grité—: ¡¡¡Demián Lukich!!!

Demián Lukich, con su bata blanca, emergió del corredor de la farmacia.

—¡Contemple, Demián Lukich, lo que esta buena mujer ha hecho! No entiendo nada...

La mujer giraba asustada la cabeza, comprendiendo que era culpable de algo.

Demián Lukich se apoderó del frasco, lo olió, lo hizo girar en sus manos y dijo con severidad:

—Querida, mientes. ¡No has tomado la medicina!

—Le ju... —comenzó a decir la mujer.

—Mujer, no nos engañes —dijo Demián Lukich, torciendo con severidad la boca—, comprendemos todo perfectamente bien. Confiesa, ¿a quién has curado con esas gotas?

La campesina levantó sus pupilas normales hacia el techo esmeradamente blanqueado y se santiguó.