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—Que me...

—Basta, basta... —refunfuñó Demián Lukich, y se dirigió a mí—: Ellas, doctor, hacen lo siguiente. Cualquier artista como ésta va a la clínica, le recetan una medicina y luego, cuando llega a la aldea, convida a todas las campesinas.

—Pero qué dice usted, ciudadano enfer...

—¡Basta! —interrumpió tajante el enfermero—. Llevo aquí más de siete años. Lo sé. Naturalmente ha repartido las gotas por todas las casas de la aldea —dijo, dirigiéndose nuevamente a mí.

—Déme más de esas gotitas —pidió de manera enternecedora la campesina.

—No, mujer —le contesté, y me sequé el sudor de la frente—; ya no tendrás que curarte con esas gotas. ¿Estás mejor del estómago?

—¡Me he curado como por milagro...!

—Bien, magnífico. Te recetaré otras gotitas, también muy buenas.

Receté valeriana a la campesina, que, desilusionada, se marchó.

De este caso hablábamos en mi apartamento el día de mi cumpleaños, cuando en el exterior colgaban, como una pesada cortina, las tinieblas egipcias.

—Lo que pasa es que —dijo Demián Lukich, masticando delicadamente el pescado en aceite—, lo que pasa es que nosotros ya estamos habituados a este lugar. En cambio usted, doctor, después de la universidad, después de la capital, tiene que acostumbrarse mucho, muchísimo. ¡Es un lugar muy alejado!

—¡Ah, un lugar muy alejado! —replicó como un eco Ana Nikoláievna.

La tormenta bramó en alguna parte de las chimeneas, se oyó detrás de la pared. Un reflejo púrpura caía sobre la hoja metálica que estaba junto a la estufa. ¡Bendito sea el fuego que abriga al personal médico en este alejado lugar!

—¿Ha oído hablar de su antecesor, Leopold Leopóldovich? —preguntó el enfermero, y después de ofrecer delicadamente un cigarrillo a Ana Nikoláievna encendió el suyo.

—¡Era un doctor maravilloso! —exclamó con entusiasmo Pelagueia Ivánovna, mirando con ojos brillantes el agradable fuego. Una peineta de gala, con piedras falsas, se encendía y se apagaba en sus cabellos negros.

—Sí, una personalidad extraordinaria —confirmó el enfermero—. Los campesinos lo adoraban. El sabía cómo tratarlos. ¿Liponti debía hacer una operación? ¡Ahora mismo! Porque en lugar de Leopold Leopóldovich ellos lo llamaban Liponti Lipóntievich. Creían en él. El sabía cómo hablar con ellos. Por ejemplo, una vez llegó al consultorio su amigo Fiódor Kosói, de Dúltsevo. Así así, dijo, Liponti Lipóntievich, tengo el pecho tapado, no puedo respirar. Además, parece que me arañan la garganta...

—Laringitis —dije maquinalmente, acostumbrado, después de un mes de enloquecida carrera, a los instantáneos diagnósticos campesinos.

—Exactamente. «Bien», le dice Liponti, «te voy a dar un medicamento. Estarás curado dentro de dos días. Aquí tienes unos emplastos de mostaza franceses. Te pegas uno en la espalda, entre las paletillas, y el otro en el pecho. Manténlos ahí durante diez minutos y luego quítatelos. ¡En marcha! ¡Hazlo!» El campesino cogió los emplastos y se marchó. Dos días más tarde apareció en el consultorio.

»"¿Qué ocurre?", le pregunta Liponti.

»Kosói contesta:

»"Pues resulta, Liponti Lipóntievich, que tus emplastos no me han ayudado en nada."

«"¡Mientes!", se indigna Liponti. "¡Los emplastos franceses no pueden no ayudar! Seguramente no te los has puesto.

»"Cómo que no me los he puesto. Todavía los traigo puestos..."

»Y al decir esto se vuelve de espaldas, ¡y tenía el emplasto pegado sobre la pelliza!

Solté una carcajada. Pelagueia Ivánovna reía y golpeaba con saña un tronco con el atizador...

—Usted dirá lo que quiera, pero eso es un chiste —dije—; ¡no puede ser verdad!

—¿¡Un chiste!? ¿¡Un chiste!? —exclamaron las comadronas, a cual más fuerte.

—¡No! —exclamó con enojo el enfermero—. Aquí, sabe usted, la vida toda está hecha de esos chistes... Aquí ocurren cosas como ésa...

—¡Y el azúcar! —exclamó Ana Nikoláievna—. ¡Cuéntenos lo del azúcar, Pelagueia Ivánovna!

Pelagueia Ivánovna cerró la estufa y comenzó a hablar, con la vista baja.

—Voy un día a ese mismo Dúltsevo a ver a una parturienta...

—Ese Dúltsevo es famoso —no pudo contenerse el enfermero, y añadió—: ¡Perdón! ¡Continúe, colega!

—Bien, como es natural, la examino —continuó la colega Pelagueia Ivánovna —, y siento bajo mis dedos algo incomprensible en el canal de parto... Algo que estaba suelto, una especie de trocitos... Era ¡azúcar refinado!

—¡Ese sí es un chiste! —hizo notar solemnemente Demián Lukich.

—Un momento..., no entiendo nada...

—¡La abuela! —replicó Pelagueia Ivánovna—. La curandera se lo había enseñado. Tendrá, le había dicho, un parto difícil. El bebé no quiere salir a este mundo de Dios. En consecuencia, hay que atraerlo. ¡Así que decidieron seducirlo con dulce!

—¡Qué horror! —dije.

—A las parturientas les dan a masticar cabellos —dijo Ana Nikoláievna.

—¡¿Para qué?!

—Quién sabe. Tres veces nos han traído parturientas así. Aquella pobre mujer estaba acostada y no hacía más que escupir. Tenía la boca llena de cerdas. Es por superstición. Creen que así el parto será más sencillo...

Los ojos de las comadronas brillaban por los recuerdos. Estuvimos largo rato sentados junto al fuego, tomando té. Yo escuchaba sus relatos como embrujado. Contaban cómo, cuando era necesario llevar a la parturienta de la aldea al hospital, Pelagueia Ivánovna siempre iba detrás en su trineo por si cambiaban de opinión durante el camino y llevaban de nuevo a la parturienta a las manos de la comadrona de la aldea. Contaban cómo, en cierta ocasión, a una parturienta que tenía al bebé en una posición incorrecta, la colgaron del techo cabeza abajo, para que el niño se diera la vuelta. Contaban que una comadrona de la aldea de Korobovo, que había oído decir que los médicos hacen un corte en la bolsa de aguas, llenó de cortes la cabeza del bebé con un cuchillo de cocina, de tal forma que ni siquiera una persona tan famosa y hábil como Liponti pudo salvarle y menos mal que pudo salvar a la madre. Contaban cómo...

Hacía mucho tiempo que habíamos cerrado la estufa. Mis invitados se marcharon a su casa. Durante un rato vi cómo la ventana de la habitación de Ana Nikoláievna despedía una luz opaca que luego se apagó. Todo desapareció. Con la tormenta se mezcló una espesísima noche de diciembre y una cortina negra me ocultó el cielo y la tierra.

Yo paseaba de un lado a otro de mi gabinete; el suelo crujía bajo mis pasos, hacía calor gracias a la estufa holandesa y se oía roer en algún lugar a un diligente ratón.